Quinta Parte
Se trata de un ave que no puede conciliar ni amoldar su modo de vida al nuestro. No podría por su propia naturaleza, no podría ni aunque le diésemos la oportunidad, lo cual no hacemos. Para la grulla chilladora no hay más libertad que la libertad sin trabas, no hay más vida que la suya propia. Sin mansedumbre, sin una señal de humildad, se ha negado a aceptar nuestra idea de cómo debiera ser el mundo. Si lográsemos preservar la naturaleza virgen que aún sobrevive, no sería ninguna honra para nosotros. La gloria correspondería a esta ave cuyo tenaz vigor la ha mantenido viva frente a circunstancias cada vez más adversas y aparentemente insuperables.
ROBERT PORTER ALLEN
77
ERAN APROXIMADAMENTE dos minutos en el lado tequila del amanecer. Era tan temprano que los azulejos aún no habían empezado a limpiarse los dientes. Homero aludía en La Odisea a «la aurora de rosados dedos». Homero, que era ciego y no tenía editor, aludía una y otra vez a la «aurora de rosados dedos». Muy pronto, empezó la aurora a considerarse a sí misma de rosados dedos: esa vieja doctrina de la vida imitando al arte.
Dedos (y pulgares) rosados tamborileaban suavemente, como un profesor Juillard de un club de jazz, sobre la mesa de la Norteamérica del amanecer.
Se aventuró por las ventanas del barracón la primera luz. Las vaqueras se revolvieron suavemente en sus camas. Emitieron ruiditos soñolientos, como gritos de amor de pastelillos de ángel.
Heather soñaba con su madre diabética, que andaba siempre amenazando suicidarse con barritas de caramelo si Heather no volvía a casa. Casi inaudiblemente, susurraba Heather en su almohada. Jody se soñaba otra vez en el instituto, haciendo un examen de matemáticas. Recordaba que no había estudiado, y empezó a sudar de desazón y miedo. Mary soñaba que subía al cielo en una balsa salvavidas de goma. Mary llevaba en el sueño aletas en los pies. Mary despertaría desconcertada. Elaine soñaba con el origen de su infección de vesícula. Tenía los pezones erectos. Sonreía LuAnn soñaba el sueño de casi todas las noches, aquél en el que su novio, las dilatadas pupilas tan negras como pelotas de golf musulmanas, se acercaba a ella con una aguja goteante. En la vida real, ella había despertado unas horas después del pinchazo. Dos años más tarde, aún no había llegado su novio. LuAnn estaba al borde del chillido. Debbie soñaba que podía volar, y Big Red roncaba enérgicamente, soñando que había encontrado cantidad de dinero en el suelo, a su alrededor. Linda se soñaba en la cama con Kym. Despertó y descubrió que era cierto. Volvió a su litera a toda prisa. Justo a tiempo. El saco de brotes de peyote que había bajo la cabeza de Delores la cantaba despierta, como cada mañana. La capataz se estiró y se frotó los ojos. Pronto recorrería a zancadas el pasillo chasqueando su látigo. No hacían falta despertadores en el Rosa de Goma. Además, una radio despertador no habría tocado más que polcas.
Del edificio principal llegó flotando el mágico aroma del café. Donna, a quien correspondía el turno, había empezado ya el desayuno. Arriba, socias, arriba. Tenían que ordeñar cabras y había aves que… vigilar.
Plap. Plap plap plap. Descalzos pies de vaqueras empezaron a golpear el linóleo. Pies de uñas pintadas y pies con ampollas, pies que olían a limpio y pies fermentando en mermelada de pelotillas, tiernos pies, despellejados pies, pies que habían atisbado indecisos en zapaterías y pies que se habían enamorado del suelo del gimnasio en el baile de fin de curso, pies a gogó, pies de lecciones de ballet la mañana del sábado, pies rosados, pies amarillentos, pies arqueados, pies planos, pies masajeados, pies olvidados, pies playa, pies culebra, pies cosquilleados por papá, pies enrojecidos por botas demasiado prietas, pies que atraían fragmentos de cristal y astillas y pies que se imaginaban nubes. Plap plap. Pies descalzos que pisaban el linóleo y se alineaban juvenilmente ante las mesitas (en las que no había ni un pie libre), ante las ventanas (qué tiempo hacía al pie) o salían hacia el cagadero (a exactamente noventa y dos pies del barracón).
Plap. Plap. Escucha. Podían oírse más plaps en aquel amanecer estival. Sonaron plaps en pueblos y ciudades donde no caminaban vaqueras descalzas. El autor habla ahora del plap y plap de periódicos matutinos, enrollados y apretados, plapeando contra los porches mientras los repartidores demostraban su incierta puntería.
Innumerables periódicos aterrizaban con innumerables plaps en innumerables porches, llevando a innumerables lectores noticias deportivas, historietas y horóscopos y, aquella mañana concreta, la primera notificación pública de lo que muchos considerarían un desastre ecológico estremecedor. Los distintos periódicos presentaban la noticia de formas diversas. Quizás el titular del Post-Dispatch de San Luís, sucinto como era, lo explicaba mejor. Decía: NUESTRAS GRULLAS CHILLADORAS ESTÁN DESAPARECIENDO.
78
HACE UNOS quinientos mil años, el continente norteamericano consiguió por fin acumular suficiente valor para barrer el último de los glaciales de su vestíbulo. Desaparecido el hielo, llamó el continente norteamericano a los decoradores y les mandó crear un medio digno de una nueva vida salvaje y elegante. «La hierba está de moda», proclamaron los decoradores, y empezaron a montar un paisaje de inmensas praderas, mares interiores y húmedas sabanas. Un ave de los pantanos, primitiva, prepleistocénica, fijó un ojo amarillo en los interminables acres de vegetación marismeñados, ondulante hierba y aguas sin profundidad y decidió que le gustaba la nueva decoración lo suficiente como para un traslado. De hecho, a este ave le gustó tanto la nueva decoración que lanzó un chillido. Así, inspirada por su entorno, evolucionó hasta convertirse en la grulla chilladora.
El chillido era de primera calidad, desde luego. Combinaba gran dimensión y belleza majestuosa en una especie de tímida arrogancia, produciendo un efecto total que no ha igualado jamás ave alguna ni antes ni después. Las señales negrosatinadas de su cuerpo deslumbradoramente blanco estaban económica y perfectamente emplazadas; su corona rubí y las manchas de su buche (que en realidad era piel roja sin pluma alguna) le proporcionaban cierto efecto especial sin ser pulgares. Su ahusada silueta y sus graciosas curvas habían de inspirar a artistas y diseñadores aún por nacer. Su voz poderosa podía alzar escalofríos por la columna vertebral de un predador a un kilómetro de distancia; el sordo orgullo con que realizaba sus tareas diarias inventaba la palabra dignidad para los diccionarios zoológicos. De costa a costa y del Ártico al centro de México, la grulla chilladora fue sin duda el Bardo Supremo de Norteamérica durante la edad de oro de la hierba.
Las cosas cambian. Hasta la hierba pasa de moda. Al final del pleistoceno, la moda pasó a los árboles. El bosque fue penetrando gradualmente en las praderas y se hundió el agua. El habitat de la grulla, no sanforizado, empezó a experimentar un implacable encogimiento. La grulla de los arenales, prima hermana más simple y más pequeña que la chilladora, realizó los ajustes necesarios adaptándose complaciente a un mundo menos herboso y acuático. Pero no nuestra ave. La grulla chilladora practicó la ciencia de lo particular; estimuló lo singular frente a lo general; encarnó la excepción y no la regla. ¡Al diablo el compromiso! Sabía lo que quería y eso le bastaba. A diferencia de los grupos de escasa integridad, incluido el hombre, optó la chilladora por calidad en vez de cantidad, rechazando la idea de que cualquier cosa sea mejor que nada. Sobreviviría según sus propias condiciones, o no sobreviviría. Y de hecho, disminuyó en número y alcance, aferrándose desafiante a confines en eterno achicamiento. El número de grullas chilladoras se había reducido a menos de dos mil antes incluso de que la civilización asentara sus duros y pulidos zapatos sobre nuestras costas.