Aun así, dos mil chilladoras eran dos mil chilladoras (suficiente fuerza plumosa para eclipsar cualquier espectáculo del distrito nocturno del país de los pájaros) y el censo de grullas podría haberse mantenido aproximadamente en esa cifra si la civilización no hubiese decidido hacerle a América del Norte el favor de invitarse a cenar. Entre la civilización y las grullas chilladoras hubo un inmediato y perdurable choque de personalidad. En el equipaje del proceso civilizador llegaban la agricultura, el deporte del tiro con arma de fuego, la recolección de huevos, la industrialización, la expansión urbana, la contaminación, la aviación, los sondeos petrolíferos, las operaciones militares, los incendios y el cuerpo de ingenieros del ejército, cuyos infatigables castorcillos caqui habrían de transformar las corrientes de agua naturales de Norteamérica en alcantarillas industriales. Esto, con los predadores, los cambios climáticos y los huracanes, era demasiado para la superinocente chilladora. Después de 1918, en que un labrador de Louisiana llamado Alcie Daigle mató dos grullas que estaban comiendo el arroz desparramado junto a su majadora (¡Que afilados picos tijereteen tus testículos día tras día, Alcie Daigle, en los ardientes campos de arroz de los infiernos!) quedaron sólo dos bandadas de grullas chilladoras en el mundo. Pronto quedó sólo una. En septiembre de 1941, esta bandada, acosada sin tregua tenía sólo quince ejemplares. Quince, date cuenta, quince. Se alzó música de extinción al fondo.
Desde su fundación en 1905, la Sociedad Audubon, sociedad conservacionista, había dedicado un interés especial a las chilladoras. La Sociedad identificaba a un ave extraordinaria cuando la veía. Las ancianitas y los suaves caballeros de chanclos de la Audubon acosaron tan obstinadamente al gobierno que al fin los políticos, para librarse de ellos, decretaron en 1937 que los terrenos de invernación de la última bandada de chilladoras que quedaba fuesen a partir de entonces reserva y refugio. Como la mayoría de las actitudes del gobierno en defensa de la vida, la reserva de vida salvaje nacional de Aransas, en la costa tejana del golfo de México, fue poco más que un símbolo. Aransas ofrecía a las grullas cobijo invernal y protección contra los cazadores y coleccionistas de huevos, es cierto. Pero se permitía que las fuerzas aéreas de los Estados Unidos siguiesen utilizando un sector de la costa para bombardeos de prueba, y las principales compañías petrolíferas seguían perforando y traqueteando alrededor de la reserva. Además, la bandada, aunque caza ilegal, no disponía de ningún sistema de protección eficaz en sus largos vuelos migratorios entre Aransas y sus terrenos estivales de anidaje y cría, al norte de las soledades canadienses, y todos los años caían varias grullas por obra de alegres pandillas de cazadores borrachos. La bandada se asía a la vida con las uñas de los pies, pero aún así mantenía su aplomo.
A principios de los cincuenta, sin embargo, apareció un héroe, un batman, un hombre murciélago (o un hombre grulla), que salió al ruedo con una capa de plumas blancas, dispuesto a asediar al gobierno y a detener la extinción. Este héroe se llamaba Robert Porter Alien, director de investigación de la Sociedad Audubon. No era ningún viejecillo de esos que echan miguitas a los pájaros. A Alien le gustaban las grullas chilladoras más que los estadistas o las estrellas de cine o el Padre nuestro que estás en los cielos. Era inteligente, concienzudo, firme, persuasivo y, más importante aún, tenía influencia en la prensa. Cuando en octubre de 1951 sólo volvieron diecinueve chilladoras a Aransas, logró interesar a los medios de comunicación. Y tras la radiación y publicación de numerosas noticias y editoriales, el gobierno empezó mágicamente a hacer un esfuerzo más concienzudo en favor de aquellos monstruos indómitos a los que había declarado sus protegidos oficiales.
El gobierno incorporó a su maquinaria burocrática el apartado grullas y, tras unos cuantos años, la civilización comenzó a interesarse un poco más por las chilladoras, aunque esto no le interesase a la chilladora ni un vuelo siquiera. En 1956, invernaron en la reserva de Aransas veintiocho grullas. En 1957, la bandada se redujo a veinticuatro. En 1959, el número se elevó a treinta y dos. Y así siguió. Como un tanteo del estadio del Absoluto. Y cada primavera y otoño, cuando partían y regresaban las grullas, los medios daban cumplidamente el tanteo, concediendo a la noticia su espacio, junto con las novedades acaecidas en la situación internacional, que era desesperada, como siempre.
Cuando en 1969, la población de chilladoras alcanzó un abultado cincuenta, los medios vitorearon frenéticamente. En 1973, invernaron en el refugio de Tejas cincuenta y cinco aves, cifra que, cuando se facilitó, hizo que hasta los presidiarios más endurecidos sonrieran en sus celdas. O al menos eso dijeron algunos.
En cierto modo, como sucede a veces en esta curiosa conciencia cultural nuestra, maleable pero no auto-maleable, fue creciendo una especie de mística en torno a la grulla chilladora, en torno al drama de su supervivencia. Espaldas implumes recibieron palmadas, se denominó a la chilladora «símbolo tanto de la nueva preocupación de este país por su vida salvaje como de su voluntad de corregir la destructividad del pasado».
No se puso a bombear feliz la tiroides nacional cuando se supo que este símbolo, toda la última bandada de grullas chilladoras había desaparecido sin dejar rastro.
79
– ERA UN VUELO de rutina -dijo el funcionario canadiense del Servicio de protección de la naturaleza, como si existiese un vuelo rutinario. Los que ven milagros son los que buscan milagros, los que abren los ojos a los milagros que nos rodean siempre. Los que hacen vuelos rutinarios son los que creen que están en vuelos rutinarios… pero, ¿y vuestras grullas chilladoras «ausentes sin permiso»? No es éste el momento para disgresiones sobre lo obvio. El funcionario estaba tan chupado y nervioso como la última serpiente que salió de Irlanda, mientras jugueteaba con su pipa e intentaba que una misión importante pareciese haber sido un vuelo rutinario.
Se había hecho el vuelo en cuestión en un helicóptero biplaza monorrotatorio. Era el piloto un empleado del servicio canadiense de protección de la naturaleza, lo mismo que el pasajero, el biólogo de campo, Jim McHee. Aquel mayo, como todos los de los últimos catorce años, McHee había hecho un vuelo «rutinario» sobre las desoladas marismas del Sur del Gran Lago Slave, junto a la frontera de Alberta y Territorios del Noroeste, para contar las grullas chilladoras. McHee había de comparar su cuenta con el número de aves contabilizadas al salir la bandada de Aransas, Tejas, para ver cómo les había ido a las grullas en su migración de cuatro mil kilómetros. Raro era el año en que no perdían un ejemplar, pero las condiciones sin duda habían mejorado desde los años cincuenta, cuando Canadá presentó protestas oficiales a los Estados Unidos intentando proteger a las grullas de los cazadores, petroleros y bombarderos norteamericanos. Sí, las acciones de las grullas chilladoras habían subido medio millón de puntos en el gran marcador, y un inversor como McHee, que había comprado barato, tenía todas las razones para sentirse orgulloso, e imaginarse en un vuelo de rutina mientras recorría las marismas para comprobar las medias bolsísticas aquel mayo.
Allá por 1744, un explorador francés hizo la siguiente anotación en su diario: «Tenemos (en Canadá) grullas de dos colores; unas son blancas todas, las otras gris claro, todas hacen excelente sopa.» En fin, era como si un malvado tragón francés del negociado de glotones del infierno hubiese preparado un caldero de crema de sopa de grulla chilladora, pues por mucho que mirasen, Jim McHee y su piloto no podían localizar ni una sola chilladora aquel día.