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PESE A SU título, el Secretario del Interior era un hombre superficial. Un hombre dado a superficies, no a profundidades. Al córtex, no a la médula. A la corteza, no a la crema. No entendía el interior de nada; ni el interior de un solo de saxo tenor, ni un cuadro ni un poema; ni el interior de un átomo, un planeta, una araña o el cuerpo de su esposa; y aún menos el interior de su propio corazón y de su propia cabeza.
El Secretario del Interior sabía, claro, que había un cerebro en su cabeza, y que el cerebro humano era la más sublime creación de la naturaleza. Al Secretario del Interior nunca se le había ocurrido preguntar por qué si el cerebro, con sus redes y cordones y hendiduras y cordilleras y fisuras, con sus glándulas y nodulos y nervios y lóbulos y fluidos, con su capacidad para percibir y analizar y refinar y preparar y almacenar, con su talento para orquestar emociones, desde el éxtasis que hace rodar los ojos al miedo sueltatripas, su apetito de absorción y su generosidad de expulsión; nunca se le ocurrió al Secretario preguntarse, en fin, por qué el cerebro, si es tan abrumadoramente magnífico y sublime como pretende ser, por qué el cerebro, digo, perdería el tiempo allí metido dentro de una cabeza como la suya.
Quizás a algunos cerebros les guste simplemente la vida fácil. El Secretario del Interior no pedía muchas cosas a su cerebro. Básicamente quería que le informase si esta acción o aquélla serían políticamente prácticas. Por ejemplo, el Secretario acudió a su cerebro, allí donde éste se mecía perezoso en su hamaca cerebral, sorbiendo oxígeno y sangre, tarareando con aire ausente alguna tontería electroquímica seleccionada de dos billones de años de continua charla biológica; un cerebro que no tenía cicatrices de amor de neón, que no mostraba indicio alguno de que le hubiese deslumbrado o abrumado el arte, que no había pasado evidentemente noches en vela preguntándose qué había querido indicar en realidad Jesús al decir: «Si una semilla penetra en la tierra y muere, crecerá»; un cerebro que habría parecido predominantemente plácido de no ser el filoso cuchillo, el rifle automático, el bazoka, el machete, el napalm, las mazas, flechas y granadas amontonados allí, bajo su almohada, allí donde pudiese cogerlos instantáneamente para cortar, desgarrar, degollar, quemar y calcinar ante el primer chillido ratonesco que pudiese amenazarle; el Secretario acudió a su cerebro, lo avivó y le preguntó cómo podría resultar beneficioso para él aquel asunto de las grullas chilladoras.
La reacción inmediata de su cerebro (bostezo) fue que el problema debía pasar arriba, para que lo resolviese otro cerebro. Lo cual, sin embargo, no era factible esta vez. La única persona que quedaba por encima era el Presidente, y el cerebro del Presidente, acorralado al fin tras una vida de engañar, defraudar, mentir, tergiversar y vampirizar ávidamente yugulares públicas y privadas, estaba enrollado como un armadillo enfermo por el momento, y no había manera de reclutarlo. De haber acudido al Presidente, sólo habría conseguido que el Presidente le chillase: «¡Puedes meterte esos jodidos avechuchos en el culo! ¿Qué estás haciendo para protegerme?» o algo parecido; y al Secretario no le gustaba que el Presidente le chillara. Si hubiese hablado uno de Ios asesores íntimos del Presidente, le habría dicho, con un aséptico acento alemán, que la cuestión debería pasarse a la CÍA, y aunque el Secretario no se oponía del todo al método de los altos asesores de poner los asuntos enojosos en manos de la policía secreta, no estaba seguro de que fuese adecuado permitir que se usurpase así su propia autoridad.
No, lo siento, cerebro, viejo y gordo camarada, tú y el Secretario debéis resolver solos el problema.
En condiciones normales, el Secretario se habría puesto la camisa de lana que le había regalado su mujer en el vigésimo segundo aniversario de su boda (¿o fue el vigésimo tercero? Su cerebro no podía recordarlo con exactitud), habría pedido un reactor y habría acudido personalmente a dirigir una cacería masiva de grullas. Habría sido buena política. ¡Ja ja! Entonces, cuando aquellos chiflados ecologistas protestaran porque su rama del gobierno permitía a la industria explotar la tierra del modo que Dios había previsto que se explotase, podría decir: «Confiad en mí, amigos; he demostrado ser un ardiente ecologista. ¡Soy el hombre que rescató nuestras grullas chilladoras!»
Ay, pero las circunstancias no eran normales. Las grandes empresas petroleras se disponían a asestar un audaz golpe económico, una brillante operación mercantil, en conjunto, pero una operación que había creado inevitablemente una escasez simulada de productos petrolíferos, y los ciudadanos, sin entender qué era lo mejor para ellos, se lamentaban de lo que se había etiquetado como «crisis energética». El trabajador medio estaba muchísimo más preocupado por la crisis energética que por una bandada de aves perdidas, razonaba el Secretario con razón; el Secretario no estaba convencido de que el trabajador medio diese una mohosa pluma del rabo por aquellas aves perdidas. Si el Secretario autorizase una exploración aérea a gran escala para buscar a las grullas, sin duda se produciría una reacción adversa debido a la cantidad de combustible que exigiría una expedición de tal envergadura. En realidad no podía justificar un gasto tal de valioso petróleo.
Así que haría lo siguiente: pondría un solo aeroplano ligero a recorrer la amplia y caprichosa ruta migratoria. Un avión diariamente en el aire. Si los trabajadores se quejaban, podría decirles: «Hemos puesto un aparatito pequeño, muy económico a buscar esos pájaros, muchachos; eso es todo.» Si los ecologistas protestaban, podía decir: «He puesto un avión de reconocimiento último modelo con radar y con el equipo más moderno a explorar incansablemente todo el territorio, centímetro a centímetro, para localizar a esas maravillosas aves, y no descansaré hasta que vuelvan sanas y salvas a donde deben estar.» Ummm. Sí. Realmente sí. Todos los frentes cubiertos. Buen trabajo, cerebro fiel. Te has ganado una siesta.
Satisfechos los imperativos políticos, el Secretario se tranquilizó diciéndose que las cigüeñas o grullas o lo que fuesen aparecerían en un futuro próximo. Había cientos de kilómetros cuadrados de marismas en Saskatchewan aún sin recorrer, demonios. Las aves probablemente estuviesen allí, o anidadas en algún musgoso pantano de las tierras canucas. Aparecerían al final, sanas y salvas. Si los medios de comunicación se olvidasen del asunto, la mayoría del público lo olvidaría más deprisa de lo que tarda en disolverse una lata de Bufferin en el recortado vientre de una muñeca de televisión.
En realidad, los medios podrían haberse olvidado del asunto. Y las masas podrían haberse olvidado de las aves desaparecidas. Si no hubiera sido por Jim McHee.
Un atardecer, hacia el crepúsculo, el biólogo de campo canadiense se apartó de su botella y se encaminó al bosque sin mochila ni provisiones.
En su tercera mañana de peregrinaje, después de tres gélidas noches entre seres que no roncan cuando duermen, estaba el desgreñado y sucio McHee sentado en un tronco cuando vio pasar una culebra. La culebra avanzaba deprisa. Llevaba una carta bajo la lengua. La carta era la sota de corazones. «Debo ver a Delores del Ruby inmediatamente», silbó la culebra. Y desapareció hacia el sur.
Atrás, en Fort Smith, había dejado McHee una nota. No se mencionaba en la nota a la ex-esposa de McHee ni a sus dos hijitos pecosos. Pero se hacían numerosas referencias a las chilladoras, concluyendo con estas palabras: «He ido a unirme con ellas en la extinción.»