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¿Y cómo está La Condesa?

– ¡Mierda, oh queridos! -exclama-. Las ventas han bajado en más de un diez por ciento. ¿Tan desesperada está la cosa como para que las mujeres no puedan gastar unos centavos en controlar su hedor atávico? Decidme. Un samurai, antes de ir al combate, quemaba incienso en su casco para que si un enemigo le cortaba la cabeza pudiese ofrecer al menos a su decapitador un aroma agradable. En fin, a mí me parece que por muy negro que sea el futuro con que se enfrente una mujer, podría por lo menos afrontarlo con una vagina inofensiva.

– ¿Estás convencido, pues, de que el futuro es negro? -pregunta Julián. Había estado pintando un hada junto a un translúcido estanque.

La reserva de dientes de La Condesa traqueteó compulsiva. ¡Rat a tat tat! Agente especial dental.

– Lo estoy -dice-. Este país es un completo caos.

– Todo depende de como lo enfoques -dices tú.

Julián y La Condesa te miran expectantes. Suponen que vas a explicarte. A decirles cómo pueden enfocarse los acontecimientos nacionales de modo que parezcan menos caóticos. Pero no tienes nada que añadir. Sólo querías decir lo que dijiste, que todo depende de cómo se enfoque, que todo, siempre, depende de cómo se perciba, y que el perceptor tiene la capacidad de ajustar sus percepciones.

Se reanuda la conversación. Julián y La Condesa comentan algunos asuntos: la economía, la política. Tú estás en atavío postbaño y te sientes algo soñolienta.

De pronto, La Condesa se vuelve hacia ti. Te mira directamente a la cara. Parece como si su sonrisa hubiese entrado marcha atrás en un cruce. La Condesa restalla una pregunta; es como Delores restallando su látigo.

– ¿Por qué no has hablado de las grullas chilladoras, Sissy? -¡crac!

– ¿Qué… qué quieres decir?

– Sabes muy bien lo que quiero decir. He estado trabajando día y noche en el laboratorio y no he prestado atención a las noticias. Pero anoche me enteré de que se habían perdido las grullas chilladoras. Toda la maldita bandada. Traman me explicó los detalles. Casi lloraba. Ha habido un escándalo con este asunto…

– Sí, ha estado continuamente en la prensa -interrumpe Julián.

– Ha habido un escándalo y es muy razonable. Lo que me pregunto es por qué no has hablado tú… Yo sé dónde están las grullas y tú también lo sabes.

Entonces Julián te mira. El asombro desorbita sus ojos.

– ¿Qué quieres decir? -tu voz es tan suave y trémula como un adiós de mariposa.

– ¡No te hagas la tonta conmigo, Sissy! Eres buena modelo pero como actriz eres una mierda. Las vaqueras están metidas en esta desaparición de las grullas chilladoras. Lo sabes perfectamente. Las vieron por última vez en Nebraska. No llegaron al Canadá. El Lago Siwash está entre Nebraska y Canadá. Las vaqueras están en posesión del Lago Siwash. ¿Y quién sino esos coños salvajes de Jellybean podrían pensar algo tan diabólico como meterse con la última bandada de unas aves casi extintas? Por supuesto, ellas están detrás de este asunto. No me cabe la menor duda. ¿Qué sabes tú de esto? ¿Han asesinado a esas grullas igual que asesinaron a mis vacas?

– Yo no sé nada de eso -protestas tú. Percibes que tu pálida piel palidece aún más.

Julián sigue mirando, pero ahora sus ojos se han achicado recelosos. La Condesa se inclina tanto sobre tu rostro que casi llevas tú su monóculo.

– Sissy, o eres una mentirosa o eres una imbécil -escupe La Condesa-. Y puedes ser un bicho raro, pero nunca pensé que fueses tonta. Intentas proteger a esas sucias zorras. Bien, que tu conciencia sea tu guía, como solía decir mi mami, pero no resultará. Tengo concertada una entrevista con el Secretario del Interior; un simplón, pero un simplón que nunca olvida un favor político. Hablaré con él después de comer. Y voy a decirle dónde puede encontrar sus grullas chilladoras. Se lo diría directamente al Presidente si no estuviese tan atareado intentando no pisar su propia mierda. Pero el Secretario del Interior servirá. Es un hombre de ley y orden, y se cuidará muy bien de este asunto. Se llevará además todos los honores, pero creo que encontrará un medio de recompensarme. Por supuesto, casi será suficiente recompensa ver lo que les espera a esas vaqueras. Esas arpías hediondas van a sufrir…

Se oye entonces un sonido que ni La Condesa ni Julián Hitche han oído jamás. No saben, nunca sabrán, si el sonido brotó de tu garganta o si lo produjo tu dedo primero o más preaxial al cortar el aire. En cualquier caso, ese sonido queda rápidamente obscurecido por otro, el sonido de tu pulgar derecho golpeando (con fuerza asombrosa) la cara de La Condesa.

Inmediatamente, el pulgar golpea de nuevo, esta vez haciendo añicos el monóculo de La Condesa contra su ojo.

– Mierda, oh querida -jadea La Condesa. Sus dientes caen sobre la peluda alfombra como para pacer allí.

Luego… ¡oh Dios y Dioses míos!… ¿podéis creerlo?… Golpea el pulgar izquierdo.

Pulgares que ni una sola vez en toda una vida se habían alzado coléricos; pulgares que conocieran a menudo el riesgo pero jamás la violencia; pulgares que habían invocado y controlado Fuerzas Universales secretas sin adquirir el más leve tinte de maldad; pulgares que habían sido generosos y diestros; pulgares considerados tan delicados y preciosos que su propietario no se atrevía siquiera a estrechar manos por miedo a que los dañasen; aquellos mismos pulgares, cubiertos de la gloria de un millón de originales y preciosistas señales de autoestop, están aplastando ahora el rostro de un ser humano.

¿Qué haces, Sissy? Te diré lo que haces. Estás utilizándolos como bates, como los bates legendarios de Baby Ruth, desplegando llameantes golazos sobre la valla del campo izquierdo del infierno. Cuentas de sangre aterrizan sin ruido sobre las teclas del blanco piano.

Julián está paralizado. No puede detenerte. Es incapaz de hablar. Tú sigues golpeando. La Condesa pierde el equilibrio. Tiene los ojos cerrados. Se le doblan las piernas. Interpreta una patética danza, como un viejo imbécil borracho que intentase bailar el bugui con una corista. Coagulados lunares convierten su camisa de lino en un atuendo de payaso. Se precipita hacia adelante, al encuentro de tu atacante pulgar (el pulgar que hizo una vez la carretera de Pennsylvania en un campo de juego); el impacto le hace enderezarse y le lanza hacia atrás. Inmóvil, yace en el suelo, una raya bermeja en la cabeza calveante, un luminoso flujo en cada fosa nasal.

El perro de aguas, Butty, reducción de Butter Finger, a quien despertó la conmoción, había entrado en el salón a ver qué pasaba. Adviertes que te gruñe, descubriendo sus dientes frente a tus tobillos desvalidos. Le alcanzas de costado con un gancho bajo, y le lanzas volando a la pared opuesta, donde se aplasta con un gemido ahogado contra una litografía de Dufy. Perro y grabado caen juntos a la alfombra, un montón de cristal roto, mechones perrunos e imágenes de barcos de vela tan fantásticos que parecen servir sólo para lagos de limonada.

Julián encuentra su voz.

– Sissy -dice, cada sílaba una nota de horror al órgano, bombeada de los tubos de una matine de Drácula-. Oh, Sissy. ¿Qué has hecho?

Él sabe, por supuesto, lo que has hecho; es demasiado obvio. Lo que Julián quiere decir es por qué hiciste lo que hiciste. Cómo pudiste hacerlo. Y tú eres incapaz de explicárselo. Sales de tu trance de furia, observas el resultado con claros aunque incrédulos ojos, pero no hay en tu interior ninguna explicación muriéndose por coger el próximo autobús hacia el centro. La palabra vaqueras empieza a formarse en tu boca, pero se disuelve.

No importa. Éste no es momento de explicaciones. Será mejor que alguien llame a una ambulancia.

84

CUALQUIERA QUE SEA la teoría que uno tenga sobre el tiempo, había que admitir que aquel gran reloj del pasillo del hospital avanzaba con inusitada lentitud. Parecía como si sus muelles hubiesen recibido el beso francés del aprendiz de catador de mermelada de la Knott's Berry Farm.