La información anterior respecto al carnaval se ofrece aquí, lector, sólo como ejemplo del tipo de datos que el doctor Robbins descubrió en su investigación del paganismo. Si Sissy se había contentado con sentarse y pensar en el significado de su herencia pagana, tal como la describía el Chink, si había sido tan pasiva como un pavo asado en su consideración del potencial pagano de la Norteamérica moderna (de nuevo como sugería el Chink), en cambio el doctor Robbins había adoptado una postura más activa. En los días transcurridos desde que acudiera sintiéndose sano a la clínica de Goldman, se había entregado a la investigación. No abundaban los datos imparciales sobre nuestro pasado pagano (nuestros dirigentes cristianos se habían ocupado de ello), pero el doctor Robbins encontró lo suficiente para quedar fascinado. Acababa de regresar, en realidad, de una provechosa mañana de investigación en la biblioteca pública, cuando su teléfono rompió un largo silencio, chillando desde el pedestal del escritorio como si se imaginase un resplandeciente automóvil conducido a gran velocidad por carreteras secundarias. Bueno, hasta los teléfonos pueden soñar, ¿no?
Era Sissy quien llamaba. Estaba inquieta. Alterada. Acababa de abandonar a Julián en el hospital y debía ver inmediatamente al doctor Robbins.
Naturalmente, el doctor Robbins estaba dispuesto a verla, pero pidió más detalles. Sissy balbuceó todo el maldito asunto.
– Bueno, bueno -dijo el doctor Robbins-. Veamos. Mala cosa, muy mala. Pero no debes considerarlo una navaja barbera prendida al bigote daliniano de tu vida. La violencia apesta, estés al extremo que estés de ella, pero de vez en cuando no hay más remedio que darle al prójimo un sartenazo en la cabeza. A veces, te están pidiendo el sartenazo, y si uno tiene un instante de debilidad y satisfaces su petición, debería considerarlo filantropía impulsiva, y aunque no estemos en situación de poder permitírnosla, tampoco debemos lamentarlo demasiado para no estropear la pureza del hecho.
»En fin. En realidad no quiero que vengas a mi casa, por si los polis te siguen hasta aquí. Tengo medio kilo de yerba y otro par de cosas que podrían traerme problemas. Así que te diré lo que podemos hacer. Nos encontraremos esta tarde a las seis en casa de mi tía, en Passaic, Nueva Jersey. Mi tía no está y tengo las llaves. No hay lugar más seguro. Puedes ir a Passaic, ¿no? Está sólo a veinte minutos de Manhattan. Apunta la dirección de mi tía. Oye, Sissy, por cierto, ¿sabías que Nijinsky jugó una vez al tenis en Passaic, Nueva Jersey? Pues es cierto. La única vez en su vida que jugó al tenis. Y el único acontecimiento histórico que me habría gustado filmar. Nijinsky jugando al tenis en Passaic, Nueva Jersey. ¡Puf! ¿No te parece una película muy adecuada para que la vieran Jesús, Dionisos y Demeter?
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DESPUÉS DE HABLAR con el doctor Robbins, Sissy se sintió mejor, pero no mucho. A la mochila de su culpa se añadía ahora otra piedra, salpicada ésta con «dejar plantado a Julián».
«Quizá sea sólo que mi perspectiva es errónea», aventuró Sissy. Pensó en la posibilidad de dar con alguna forma positiva de enfocar sus propios actos. Podría llevar tiempo (¡ah, tiempo!) llegar a posición tan ventajosa, sin embargo, y la urgencia corría por su pierna arriba como un ratón.
Después de la pulgariza que le había dado a La Condesa, las autoridades dirían que estaba loca. Y si había algo que ella no desease, que no pudiese soportar, era que la encomendasen a la clínica Goldman o a su equivalente estatal. Se sentía culpable, se sentía pesarosa, se sentía avergonzada y confusa, pero no creía que debiese dar cuenta a la sociedad de su conducta, por muy negativa que su conducta pudiera haber sido. La sociedad nunca la había mirado con buenos ojos. Se había apresurado a ficharla cuando era sólo una niña. La sociedad podría haberla metido en un reformatorio si ella hubiese cooperado. La sociedad no la había estimado ni creído, pero, afortunadamente, ella se había estimado y creído, y aunque reconociese que había andado a tumbos en los últimos años, que había errado en las últimas horas, aún se estimaba, aún creía en sí misma, y el arreglo de cuentas que debía hacer era consigo, no con la sociedad, y sobre todo no con una sociedad tan deseosa de poner cuestión tan delicada como aquella en las manos aplastagatitos de los polis.
Así, Sissy Hankshaw Hitche, un sistema en marcha autoconsciente de capacidades insólitas e inesperados vicios, se encaminó a Nueva Jersey, a opciones, alternativas, elecciones. Y no le pareció agradable encontrarse de nuevo hasta los sobacos en el tráfico, bailar al cachetito con el tráfico, encantar a la mortífera serpiente del tráfico, hundir su pulgar en el pastel del tráfico. Oh, ella podía acunar en sus rodillas bebés Volkswagen y chupar coches de carrera italianos sólo para refrescarse el aliento, el tráfico era su elemento, su medio, el vocabulario del que extraía las palabras de su poema, ¡Oh como volvieron sus manos a la vida con un grito! ¡Y qué dulce era!
Tan contenta se puso Sissy al ver aquel camión cubierto Econolina azul conservador entre el barullo de Calle Canali y al arrastrarlo hacia ella como por una cuerda que no vio a su conductor hasta que estaba sentada dentro y él pisando el acelerador. Con una sensación de disgusto por su propio fracaso examinó aquella frente sudorosa, aquella mirada satisfecha, cálida, lasciva, aquellos ojos tan hambrientos de escenario erógeno que no advirtieron sus pulgares. Su corazón se hundió otras veinte brazas al ver su revólver y su cuchillo.
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LAS LEYES, SEGÚN dicen, son para proteger a la gente. Es una lástima que no haya estadísticas sobre el número de vidas machacadas anualmente como consecuencia de leyes: leyes anticuadas; leyes que se abren camino hasta los códigos como resultado de la ignorancia, la histeria, el chanchullo político; leyes antivida; leyes tendenciosas; leyes que pretenden la realidad fijada y la naturaleza definida; leyes que niegan a la gente el derecho a rechazar protección. Una investigación de este género podría mantener meses ocupados a una docena de torpes sociólogos (Fundación Ford, ¿estás leyendo este libro?).
Las primeras leyes contra el autoestop se aprobaron en Nueva Jersey en los años veinte, para apartar a las jovencitas descocadas nacidas en la ciudad y deseosas de viajar gratis de los retiros selectos y los paraísos rurales. Nueva Jersey sigue siendo uno de los dos estados (el otro es Hawaii) donde el autoestop es totalmente ilegal y la ley se cumple estrictamente. Y debido a esta prohibición de Nueva Jersey y a la dureza de su policía estatal, eligió Sissy el camión azul. Estaba en la Calle Canal, cerca de la entrada de la autopista del West Side. Tenía la esperanza de conseguir viaje autopista West Side arriba que le permitiese pasar el puente George Washington, acercándola lo más posible a Passaic, reduciendo el autoestop (¡pese a lo que lo adoraba!) al mínimo, una vez en Jersey. El camión azul tenía matrícula de Jersey. Por eso lo eligió.
Había sido una elección mutua, pues el conductor del camión azul había localizado a Sissy a una manzana de distancia y había maniobrado hacia el canal de la acera. Empezó a hablar antes incluso de frenar, y una vez Sissy a bordo, siguió parloteando con tal tijereteo anfetamínico que si se hubiese muerto en aquel instante habría tenido el enterrador que matarle la lengua a garrotazos.