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Y al mismo tiempo, se desabrochaba la bragueta.

– Te lo voy a hacer como nunca te lo han hecho. Oh, ya verás qué bueno. Cómo te va a gustar. Te va a gustar, sí. Te va a gustar muchísimo. Te va a gustar tanto que vas a llorar. A llorar y llorar. ¿Te gusta llorar? ¿Te gusta cuando duele un poquito? De cualquier modo merecerá la pena. Tal como voy a hacértelo, merecerá la pena cualquier cosa. Todo. Vamos, llora si quieres. Me gusta cuando lloran las mujeres. Significa que me aprecian.

Etc., etc.

El camión se desvió de la Calle Canal, y enfiló un callejón sin salida entre almacenes. En la parte posterior del vehículo había un sucio colchón.

Por entonces, ya tenía el conductor el órgano fuera, expuesto a la claridad del crepúsculo. Estaba erecto y tenía proporciones Derby de Kentucky.

Con un rápido silbido que trajo al aire de junio malos recuerdos del invierno, cayó el pulgar izquierdo de Sissy con fuerza sobre la punta del pene, abriéndole casi hasta la raíz. Aulló el conductor. Su dedo buscó el gatillo del revólver. Antes de que pudiera apretarlo, sin embargo, el pulgar le alcanzó en el entrecejo. Dos veces. Tres. Perdió el control del camión. Fue a chocar con una farola, lo que dio a ambos, camión y farola, una idea de lo que es ser orgánico.

Sissy saltó del vehículo y corrió. Cuatro o cinco manzanas más allá, sin aliento pero segura, en el aura neón de la cocina recién cerrada de un trabajador, se detuvo a descansar. Las lágrimas que el violador había ansiado hicieron su aparición, pesadas y cálidas, tal como a él le habrían gustado. El pensar esto la hizo dejar de llorar.

Examinó el pulgar. Cardenales frescos como medusas azules flotaban perezosos en la superficie. Doloridos músculos temblaban mecánicamente, como si mecanografiasen un ensayo: «El pulgar como arma.»

– Dos veces en un día -gimió Sissy-. Dos veces en un día.

Bruscamente, cesaron los gemidos. Con una expresión decidida que podría haber servido de sobrecubierta a cualquier «Manual para lograr el éxito», anunció Sissy con voz clara y firme:

– ¡De acuerdo! ¡Si me quieren normal, seré normal, lo juro!

Llamó a un taxi. Fue en él a la parte alta de la ciudad, a la estación de autobuses de Port Authority. Compró un billete de ida para Richdmon, Virginia.

Mientras el Greyhound silbaba camino del sur por las llanuras de Jersey, recordó que varios siglos atrás aquella fétida tierra encantada de refinerías de petróleo rebosaba de grullas chilladoras.

88

ESTA NOVELA TIENE ahora tantos capítulos como teclas de piano. (¡Róeos el corazón, oh, vosotros escritores de ukeleles y piccolos!), y en realidad, sería sólo moderadamente vulgar titularlo «capítulo piano» pues mientras el capítulo 88 alza su cabeza apresuradamente mecanografiada, Julián Hitche limpia con una esponja la sangre seca de La Condesa del teclado de su blanco piano de cola bebé, y, mientras limpia, trasiega whisky y se vuelve loco preguntándose qué habrá sido de su mujer.

Y allá en Passaic, Nueva Jersey, donde Nijinsky jugó una vez al tenis con zapatillas de ballet, había otro piano, en este caso un destartalado y viejo piano vertical del salón de una tía. Y allí, otro hombre se preguntaba dónde podría estar Sissy.

El doctor Robbins no tocaba el piano. A fin de apartar sus pensamientos del retraso de Sissy (si la propia filosofía del tiempo le permite a uno aceptar como hechos nociones tales como retraso o adelanto), fumaba porros y perfilaba una película. No una película de Nijinsky saltando ocho metros en el aire para intentar cazar una bolea en Passaic, Nueva Jersey: era demasiado «tarde» para eso, siendo tiempo y cerebro la extraña pareja que son. No, el doctor Robbins pensaba que podría ser interesante hacer una película del éxito editorial perenne de Adelle Davis, Comamos bien para mantenernos en forma.

La película, que constituiría un enfrentamiento clásico entre el bien y el mal (en este caso nutrición frente a dieta dañina) sería sin duda un éxito de taquilla. El papel del héroe, Proteína, probablemente se adjudicase al gran Jim Brown, aunque sin duda Burt Reynolds movería influencias para intentar lograrlo. La linda Doris Day sería la candidata indudable para representar a la heroína, Vitamina C, y Orson Welles, manando ácidos grasos saturados por los poros de su carne, podría ganar un Osear interpretando al malvado Colesterol. La película podría empezar una noche de tormenta en el sistema nervioso central. Alarmada, la siempre alerta glándula pituitaria despacha a un par de hormonas de confianza con un mensaje para las adrenales. Aunque todo es corriente abajo, el viaje resulta dificultoso por las rocas de azúcar sin refinar y los pasadizos peligrosamente achicados por la artereoesclerosis. De pronto…

¡Oh, vamos, Robbins, ya está bien! Si no sabes tocar el piano, ¿por qué no enciendes la televisión?

89

EL AUTOBÚS DE Sissy, transporte obtenido con dinero en vez de magia (ay, nuestra heroína parece seguir los pasos del mundo moderno) penetró en un soñoliento Richmond con los lecheros.

El amanecer yacía en el mentón de la ciudad como una colada: quieto, húmedo, pesado, cálido. Por el calendario, el verano había terminado hacía más de una semana, pero el calor había agarrado a Richmond, tenía los dientes clavados en la culera de sus pantalones.

Llevaba Richmond por entonces, además, unos pantalones bastante grandes. En 1973, Richmond había adelantado a Atlanta, ciudad escaparate del Sur, en renta per cápita. Sissy veía por todas partes signos de prosperidad. Nuevos edificios de oficinas, fábricas, casas de apartamentos, escuelas, centros comerciales. Resultaba a veces algo difícil diferenciar unos de otros (fábricas y escuelas eran especialmente similares), pero allí estaban, mostrando sus rostros confiados, todos y cada uno, al sol naciente, más luminosos, limpios y sólidos que ninguno de los pinares que habían estado en los lugares que ocupaban. ¿Más permanentes? En fin, eso ya lo veremos.

La industria de la ciudad estaba mucho más diversificada que en los años Eisenhower. De hecho, varias empresas tabaqueras importantes, incluyendo Larus Brothers y Liggett & Meyers habían dejado de operar en Richmond, y sólo Philip Morris, con su gigantesca nueva planta y su centro de investigación, se había aventurado a una ampliación notable. Aún había, sin embargo, en el aire de Richmond Sur un efluvio dorado. Al menos, eso le pareció a Sissy. Quizá sólo el recuerdo hablase a su nariz.

La prosperidad no había olvidado a Richmond Sur. Sólo recientemente había agitado sus alas el ángel de las visiones económicas en el antiguo barrio de Sissy, derribando destartaladas casas a cada aletazo vital. Todos los edificios de su antigua manzana habían sido condenados y evacuados, en previsión de la demolición que milagrosamente no habían provocado cincuenta años de batallas domésticas.

La residencia de los Hankshaw había sido torpemente precintada con tablas, como una caja precipitadamente preparada para el número de un Houdini pobre. Era una casa muerta de pie. Parecía la cascara de un taco de termita.

Sissy pagó al taxista y se acercó a la puerta principal. Empujando con firmeza con el hombro, logró separar tablas y puntas hasta abrir la puerta unos centímetros. Miró dentro.

Astroso linóleo. Empapelado desprendiéndose. Polvo ejecutando su danza polvorienta a la luz matutina. Nada que indicase que un hombre y una mujer habían vivido allí en amor y odio, habían concebido en una u otra de aquellas habitaciones tres hijos; uno de ellos una hija distinguida por cierta burla anatómica que había causado mucha desazón al hombre y a la mujer, hasta que la hija se había convertido en adolescente en aquella misma casa, allí, goteando mermelada por el suelo, pis en el water y sueños en la almohada, se había convertido en adolescente y se había largado, sin comunicarse más con su familia, ahorrándoles más sinsabores, olvidada por ellos, desconocida por último para ellos salvo como una monstruosa muchacha que a veces se colaba en sus pesadillas. O eso creía Sissy.