– Cuestión de suerte, supongo -sonrió la chica.
– Sissy, maldita sea, eso es lo que quiere decir Madame Zoé cuando se refiere a lo «irracional».
Madame Zoé parecía ansiosa por seguir.
– Los pulgares grandes indican vigor de carácter y corresponden a personas que actúan con gran decisión y seguridad. Son caudillos naturales. ¿Has estudiado ciencia e historia en el colegio? Galileo, Descartes, Newton, Leibnitz, tenían pulgares muy grandes. Los de Vol-taire eran enormes, pero, je je, no eran nada comparados con los tuyos.
– ¿Y los de Caballo Loco?
– ¿Caballo Loco? ¿Te refieres al indio? Nadie, que yo sepa, se ha molestado nunca en estudiar las zarpas de un salvaje.
«Pero, escucha lo que te digo: tienes cualidades para convertirte en una fuerza realmente poderosa en la sociedad (¡Dios mío, si fueses varón!), pero tienes también un exceso de esas cualidades que… en fin, francamente, podría resultar aterrador. Sobre todo con esa falange de la lógica tan primitiva. Podrías acabar convirtiéndote en un desastre viviente, en una avería humana de proporciones históricas.
¿Qué había dicho? Con cierto esfuerzo (pues parecían sostenerla a ella aunque fuese ella quien los sostenía), Madame Zoé dejó los pulgares de Sissy. Se limpió las palmas en el quimono: Eran rojas como el cartel. Llevaba años sin hacer una lectura tan profunda. Estaba bastante impresionada. La tostadora, por sus razones tostadoriles, seguía asentada con su espalda interminablemente inclinada, su flanco espejeando la peluca de Madame Zoé, ahora un poco torcida.
– El pulgar es un indicador tan exacto de la personalidad -se dirigía ahora a la señora Hankshaw- que los quiroinantos hindúes basan en él toda su ciencia, y los chinos tienen un minucioso e intrincado sistema basado únicamente en los capilares de la primera falange. Por lo tanto, lo que le he dicho a su hija equivale a una lectura completa. Si quiere que analice las palmas independientemente, le costará tres dólares y medio más.
La confusión dominaba casi por completo a la señora Hankshaw. No estaba segura de si se había revelado demasiado poco o demasiado mucho. Parecían sus ojos un incendio en un club nocturno mexicano y aunque se creía obligada a sentirse ofendida, deseaba más información.
– ¿Cuánto por una pregunta?
– ¿Quiere decir una pregunta que haya de leerse en la palma,
– Sí.
– Bueno, si es sencilla, sólo un dólar.
– Marido -dijo la señora Hankshaw, sacando un billete de su bolso de piel de rata. (El incendio, que se inició en un jarrón de flores de papel, se extendió rápidamente a los trajes de las bailarinas.)
– ¿Cómo?
– Marido. ¿Encontrará marido?
(El director de orquesta seguía dirigiendo valerosamente «Allá en el Rancho Grande» pese a que estuviesen aplastando su chiguagua mascota en la estampida.)
– Oh, oh, comprendo -Madame Zoé cogió la mano de Sissy y le dirigió la habitual mirada extraño-lúgubre-distante; pero estaba ya demasiado afectada para poder fingir-. Veo hombres en tu vida, cariño -dijo con franqueza-. Veo también mujeres, muchísimas mujeres.
Alzó los ojos para encontrar los de Sissy, buscando una admisión de la «tendencia», pero no halló indicio alguno.
– Veo claramente un matrimonio. Un marido, no hay la menor duda, aunque a muchos años de distancia. -Y sintiéndose expansiva, añadió, ya sin recato-: Y también niños. Cinco, quizá seis. Pero el marido no es el padre. Heredarán tus características.
Dado que es imposible determinar estas dos últimas cosas por la configuración de las manos, Madame Zoé debió operar sin duda basándose en poderes psíquicos largo tiempo dormidos. Podría haber dicho más, pero la señora Hankshaw ya había oído suficiente.
Sacó la madre a la hija del remolque como si la sacase del Club El Lagarto en llamas.
(En el punto culminante del pavoroso incendio, una hilera de botellas de tequila sobrecalentadas empezaron a estallar entre las llamas.)
La hembra Hankshaw de más edad tenía dificultades para hablar.
– Yo cogeré el autobús y seguiré hasta casa de Mabel, querida -dijo, dándole a Sissy un extraño abrazo-. Si quieres, puedes volver a casa en autoestop, pero prométeme, palabra de honor, que no entrarás en un coche con un hombre solo.
Luego, se quedó pensativa y por fin añadió:
– Y tampoco con una señora sola. Sólo matrimonios. ¿Lo prometes? Y no te preocupes en absoluto por las tonterías que dijo esa mujer. Ya hablaremos de eso cuando vuelva a casa.
Sissy no estaba preocupada en absoluto. Confundida, quizá, pero preocupada no. Percibía algo (importante) de un modo obscuro e indirecto. Aunque nada sabía de tales cosas por entonces, se sentía importante en el sentido en que son importantes las máquinas del tiempo. Ellas están muy lejos, en todos los sentidos, de la Casa Blanca, de Fort Knox y del Vaticano, pero los vientos que soplan a través de ellas llevan siempre una sonrisa loca.
Dentro del remolque-vivienda, bajo la palma roja donde una vez más sólo lidiaban por la supremacía olfativa incienso jazmín y coliflor, Madame Zoé acodada en la ventana, miraba su joven cliente hacer autoestop.
(La punta cónica abría ruta, atravesando la atmósfera como el bauprés de un buque, arrastrando tras sí la falange de la lógica ligeramente doblada, seguida de una falange de la voluntad de brillo aceptable y, tembloroso y redondeado al final de la procesión, el siempre voluptuoso Monte de Venus.) De pronto, Madame Zoé recordó una frase sarcástica, un dicho, que llevaba años sin oír. Le provocó una áspera risa muy poco jubilosa; se mordió la pintura de labios y meneó la peluca. La frase aludía al primero o más preaxial de los dedos de la mano humana, aunque nada tenía que ver con la quiromancia. Decía así:
«Con sólo un pulgar, podrías regir el mundo.»
Intermedio de Vaquera (Bonanza Jellybean)
Está tendida en el sofá familiar con un pijama de franela. Hay barro de la ciudad de Kansas en las puntas y tacones de sus botas, botas que aún no han probado auténtico estiércol. Con catorce años, sabe que debería quitarse las botas, pero se niega. En la tele pasan un reestreno de Maverick; está comiendo cecina de buey y de cuando en cuando masca ruidosamente. Sobre su estómago, donde se le ha subido la parte de arriba del pijama, hay una pequeña y profunda cicatriz: Ella explica a todos, incluyendo a la enfermera de la escuela, que se la hizo una bala de plata.
Sea cual sea el origen de este agujero de más que hay en su vientre, hay signos indudables de disparos en el artesonado junto a la puerta del armario. Allí partió ella, a tiros un par de viejos playeros.
«Autodefensa», alegó ante las quejas de sus padres. «Eran unos playeros fuera de la ley.»
11
Y ASÍ VIVIÓ Sissy en Richmond, Virginia, los Años Eisenhower, así llamados como si los sucesivos períodos, con sus huevos empollando y sus ríos creciendo, sus pasteles horneando y sus estrellas girando, sus piernas bailando y sus corazones fundiéndose, sus lamas levitando y sus poetas haciendo lo mismo, sus alegres jóvenes jodiendo en sesiones de cine al aire libre y sus viejos muriendo en habitaciones sobre tiendas de muebles, como si ellos, los sucesivos períodos, pudiesen quedar etiquetados con el nombre de un simple presidente; como si el tiempo mismo pudiese salir de Kansas y West Point, popularizar una cazadora militar y pujar en una elección para la Eternidad en la candidatura republicana.
En la croante atmósfera de los Años Eisenhower, en Richmond, Virginia, debió ser Sissy imagen familiar. Con ropas demasiado grandes o demasiado pequeñas para ella (flojos abrigos cuyos bordes rozaban el asfalto, pantalones de verano que descubrían todo lo que quisiese saberse de sus calcetines) recorría la ciudad (una ciudad de la que se ha dicho: «No es una ciudad sino el mayor museo confederado del mundo»).