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Justo cuando se volvía para irse, sin embargo, un amplio haz de luz solar iluminó un rincón, recordado instantáneamente como el rincón donde se había alzado mucho tiempo la mesa de coser de mamá, y allí, chincheteadas a nivel de los ojos en la pared, vio seis u ocho páginas de brillantes colores arrancadas de revistas, páginas de anuncios, páginas en las que una muchacha rubia y alta, de manos misteriosamente ocultas, posaba en diversos escenarios románticos, urgiendo a las mujeres del mundo a adquirir un conocidísimo pulverizador para la higiene femenina. Ningún otro.

90

EN RICHMOND, ERA CASI posible no oír desmigajarse el pastel, no oler quemarse el tocino. Un reciente artículo de revista afirmaba: «A diferencia de la mayoría de la nación, Richmond prospera.» La depresión económica y psíquica que estaba chupando la sonrisa de la cara de la civilización occidental, apenas podía advertirse en la orgullosa ciudad sureña. Por supuesto, Sissy raras veces advertía tales cosas, de cualquier modo. Lo que ella advertía, en su día de regreso al pueblo natal, era que había muchos elegantes automóviles nuevos, varios de ellos importados de Inglaterra (Richmond era obsesivamente anglofila). Pensó que el autoestop resultaría allí interesante, quizá más interesante que en su niñez… pero no estaba haciendo autoestop. Era dentro de otro taxi donde Sissy rodaba camino del hospital del centro de la ciudad, donde recordaba que el doctor Dreyfus tenía el consultorio.

El consultorio aún seguía allí, desde luego, pero había cambiado. Mientras que en la primera visita de Sissy había en él dos o tres grabados artísticamente enmarcados en la pared, el lugar parecía ahora más una galería de arte que un consultorio médico. Había por todas partes reproduciones de Picasso, Bonnard, Renoir, Draque, Utrillo, Tufy, Soutine, Gauguin, Degas, Rouseau, Gris, Matisse, Zezanne, Monet, Manet, Ninet, Menet, Munet y otros. Muchas no estaban enmarcadas, sino clavadas en la pared en tan estrecha proximidad que frecuentemente se superponían, chocando entre sí como peces en un banco. Era como si una antología de pintura francesa moderna se hubiese entremezclado con un acuario.

La recepcionista no estaba en su mesa, así que Sissy contempló las peceras llenas de bonitos Gauguin y meros Picasso. Por fin, de un cubículo del fondo surgió una mujer e informó a Sissy que el consultorio estaba cerrado. ¿Cerrado? Sí. Permanentemente. El doctor Dreyfus se había retirado la semana anterior y la mujer estaba allí poniendo las cosas en orden, remitiendo pacientes a otros cirujanos plásticos, cerrando los libros y demás.

– Me gustaría recomendarle otro cirujano -dijo la mujer, que era baja, seca y gris, como la noche en la ciudad de un director de escuela de pueblo.

– Sólo me sirve el doctor Dreyfus -dijo Sissy.

– Lo lamento -dijo la mujer.

– Pero si se ha retirado hace una semana, aún podrá hacer alguna operación, ¿no?

– Me temo que no -dijo la mujer-. No hay ninguna posibilidad.

– ¿Está enfermo o algo así?

La mujer no contestó inmediatamente.

– Eso es cuestión de criterios -dijo al fin con un suspiro-. Usted no es de Richmond, ¿verdad?

Antes de que Sissy pudiese contestar, la mujer continuó:

– Señora, está usted desperdiciando su tiempo y el mío. El doctor Dreyfus no hará más operaciones, eso es definitivo. Ahora bien, si no quiere usted que le recomiende otro cirujano, habrá de perdonarme. Tengo mucho que hacer. Tengo que empezar a descolgar todos estos estúpidos cuadros. ¡Ay Dios mío!

Como un mal hábito, otro taxi dejó a Sissy caer en su interior. Sissy dio al taxista la dirección que la guía telefónica le había dado. Estaba en el West End, en uno de los mejores barrios, aunque no el mejor. El mejor barrio de Richmond, como el del Cielo, está reservado a los de credo cristiano.

Salió a abrir el propio doctor Dreyfus. No había cambiado mucho y recordaba a Sissy. Recordaba más bien ciertas partes de Sissy. De no ser así, no la habría dejado pasar. Habían estado molestándole los periodistas, explicó. No preguntó a qué venía Sissy; parecía saberlo.

– Me temo que no voy a poder ayudarte -dijo-. Pero por favor, pequeña, no te desanimes. Todos tenemos problemas en estos tiempos. Pero como dijo el pintor Van Gog: «Los misterios subsisten, subsisten la pena y la melancolía, pero la negación perpetua está equilibrada por el trabajo positivo que se logra así, después de todo.» En fin, no creo que signifique mucho para ti. Toma, lee esto mientras me cambio de ropa. Hay otros médicos que pueden ayudarte. Esto te explicará por qué no puedo hacerlo yo.

Y entregó a su visitante un recorte de periódico.

– Ha habido muchos otros artículos, pero éste es el que lo explica con mayor objetividad.

Y dejó a Sissy sola leyendo:

artista frustrado pierde título por nariz

De niño, en París, Félix Dreyfus había soñado llegar a ser artista. Un primo suyo de más edad, que era guía en el Louvre, le dejaba acompañarle en su trabajo, y allí adquirió un precoz conocimiento de la historia del arte. Pero desgraciadamente, los padres de Félix eran filisteos que atacaban de modo sistemático los sueños artísticos del niño, empujándole a seguir la carrera de medicina.

Cedió al fin el joven Dreyfus y terminó su carrera con excelentes notas. Si sus padres hubiesen visto en la elección de la cirugía plástica de Félix los restos de sus viejos impulsos artísticos (la cirugía plástica es, después de todo, una disciplina relativamente creadora y emparentada con la escultura) no le habrían permitido seguir tal carrera.

El doctor Dreyfus emigró a Estados Unidos en el periodo nazi y ejerció con éxito su especialidad en Richmond, Virginia. Se distinguió allí como patrocinador de las artes y acumuló una amplia colección de libros sobre pintores y escultores. Se casó con su enfermera y llevaban una vida tranquila y cómoda.

Pero el mes pasado, el doctor Dreyfus, sesenta y seis años, realizó una operación de cirugía plástica a un niño de catorce años, Bernard Schwartz. Una operación rutinaria para alterar el tamaño y la forma de la nariz semita del muchacho. Aunque especializado en heridas y deformidades de las manos, el doctor Dreyfus había realizado con pleno éxito varios «trabajos de nariz». Cuando se retiraron los vendajes de la probóscide de Bernie Schwartz, los horrorizados padres del muchacho quedaron boquiabiertos ante lo que se ha calificado de «el caso más escandaloso de error deliberado de la historia moderna de la medicina».

Sucumbiendo, como un maníaco, a sus impulsos artísticos reprimidos, el doctor Félix Dreyfus, desdeñando el mármol, la arcilla y el yeso para trabajar con carne viva, había esculpido en el rostro del pequeño Bernie Schwartz la primera nariz cubista del mundo.

La nueva nariz de Bernie tenía seis agujeros, dos delante y dos a cada lado, y tres puentes, de modo que parecía mirar frontalmente por ambos perfiles. Según el exuberante doctor Dreyfus, la nariz de Bernie está «enfocada simultáneamente desde varias perspectivas, superponiéndose todas ellas, de modo que lo que tenemos es una nariz en totalidad, y esa totalidad consigue sugerir movimiento, aunque permanezca estáticamente; destruye la idea clásica del rostro, en que la nariz está fija y es invariable; se trata de una nariz en perpetuo estado de naricidad total, aunque se encuentre al borde mismo de lo abstracto».

Puede que el entusiasmo del doctor Dreyfus resulte fugaz. El consejo de medicina de Virginia ha suspendido su licencia, y se dice que quizás se permita al cirujano retirarse en vez de iniciar un proceso para prohibirle judicialmente el ejercicio de su profesión. Los padres de Bernie, que no comparten la valoración estética que hace de su obra el doctor Dreyfus, le han demandado exigiéndole tres millones de dólares. Además, la «obra maestra» está condenada. Tan pronto como sea médicamente factible, un equipo de cirujanos plásticos de Washington restaurará la primera nariz cubista del mundo -Norman Rockwell. Entretanto, Bernie Schwartz sale muy poco de casa.