Выбрать главу

Un día, se deshizo un torniquete, se bañó un brazo ensangrentado, y una entumecida joven rodó hasta una sala de recuperación, cuatro dedos salían del vendaje, ninguno de ellos apuntaba al cielo silencioso.

Un día, una enfermera y dos cirujanos, atentos al brillo rosado cada vez más intenso, se volvieron a mirar una bandeja de metal donde un inmenso pulgar humano, desarticulado de la mano a la que había servido (a su modo), coleaba ahora como una trucha… ¡no! No coleaba sin objeto en ahogado pánico, sino que más bien se arqueaba y se movía en un gesto calculado e interminablemente repetido: el signo internacional del autoestop, como si, para evitar atribular al mundo con su gran pena blanca, intentase conseguir plaza hacia el Fuera de Aquí.

Y ningún pájaro cantó.

93

EL CIELO ANDABA tan andrajoso como el pijama de un gitano. A través de rasgones de la cubierta de franela, se derramaba la luz de julio, haciendo parpadear a Sissy cuando salía de los largos y oscuros pasillos del hospital de veteranos de O'Dwyre. El aire era tan húmedo que sentía crecer orquídeas en los sobacos.

Haciéndose pasar por viuda de un héroe de Vietnam, Sissy había pasado en el hospital tres días completos. Aquella mañana, la cuarta, le habían quitado el drenaje de la herida, le habían colocado un vendaje nuevo y le habían dado el alta.

Aquella mañana, también, el doctor Dreyfus se había enterado de que Sissy había pasado los quince días anteriores a su intervención quirúrgica durmiendo sobre el arrugado linóleo de una casa condenada, la antigua residencia, babeada de ratas, de los Hankshaw, en Richmond Sur. Ahora, la conducía a su propia casa, donde su esposa (que resultó ser la mujer baja y gris del consultorio) estaba preparándole una habitación. La invitaron a quedarse con la familia Dreyfus hasta que la operación de sus manos se completase. Debido a la magnitud de la herida dejada por la amputación de unos dedos tan grandes, el doctor Dreyfus había decidido que serían necesarias cuatro operaciones. La primera, recién hecha, eliminaría el pulgar derecho. La segunda eliminaría el izquierdo. El objeto de la tercera sería la policerización del índice derecho; el de la cuarta, la del izquierdo. Dejaría seis semanas entre operación y operación. Uno no se normaliza de la noche a la mañana. La señora Dreyfus no aprobaba los servicios ilegales de su marido a Sissy, pero, como muchas richmondesas nativas, era amable hasta el calvario. Margaret Dreyfus hizo lo imposible porque la convaleciente se sintiese en casa. Las comidas eran regulares, alegres y sabrosas. Hubo aire acondicionado, duchas y jarras de limonada; los sobacos de Sossy fueron desfoliados; se impidió que los murciélagos frugívoros se colgaran del pelo de su sexo. Por las noches, se llevaba un televisor portátil hasta la galería cerrada, dejando el programa a elección de Sissy. Durante las tormentas nocturnas, se hacían discretas preguntas a la huésped para saber si estaba nerviosa. En su mesita de noche aparecían las últimas revistas.

Si Sissy no se sentía completamente en casa, era porque Sissy no estaba completamente en casa; no estaba completamente en ningún sitio. No estaba completa. Parte de ella (¡y qué parte!) estaba literalmente perdida. Aunque pareciese como si aún estuviera allí, había desaparecido, desaparecido, desaparecido; desaparecido para sus ojos interrogantes, desaparecido para su tanteante tacto, desaparecido de todas las dimensiones salvo la inexplicable dimensión de la bioenergía, donde su sólida aureola palpitaba y practicaba poses fantasmales, para que algún investigador psíquico empezara a tomar fotografías Kirlian con lente de ancho ángulo. Sissy estaba decidida a no sentir ningún remordimiento, pero la conmoción reflejaba en sus ojos un brillo mermeladesco.

– ¡Señor! -exclamó Margaret Dreyfus-. Se comporta como si aquel gran pulgar hubiese sido su hijo.

– No -corrigió su marido-. Se comporta como si ella hubiese sido la hija del pulgar.

Dos semanas después de la operación, el día que le quitaron los puntos, telefoneó Sissy a Marie Barth, a Manhattan. Se enteró de que La Condesa había sobrevivido, aunque al parecer se le había descompuesto algún tornillo. Había una orden de detención contra Sissy, pero mientras permaneciera fuera del estado de Nueva York estaba segura: el delito no era lo bastante grave para la extradición; de hecho, en el Gran Renacimiento del delito que estaba disfrutando Nueva York, el pequeño ataque de Sissy no se consideraba más importante que, digamos, los garabatos que pudiese hacer fuera de horas uno de los aprendices de Boticcelli. Por Marie, envió Sissy palabra a Julián de que estaba bien y de que volvería algún día con él, pero que había de pasar antes por ciertos cambios.

Después de la llamada, Sissy se sintió algo más optimista. Acompañó varias veces a Margaret Dreyfus en expediciones de compra… al Kosher Meat Market de Richmond, de la calle West Cary, y a la panadería Weyman de la Diecisiete Norte. Con el doctor y la señora Dreyfus y su hijo, Max, que estudiaba derecho en la Washington & Lee University, asistió a películas en el Cine Colonial y en el Buyd. Había pocas visitas en casa de los Dreyfus desde el escándalo de Bernie Schwartz, y a Sissy el patio le pareció lo bastante privado como para tomar el sol desnuda. En una ocasión, llegó hasta el Byrd Park, arrastrada por el peso de orquídeas y murciélagos, y dio de comer a los patos. Volvió a casa saturada, jadeante, con bendita música de pato resonándole en los oídos, y ganó al doctor Dreyfus al ajedrez. Aquella noche parecía vagamente gozosa.

En general, sin embargo, Sissy se había incorporado a las filas de los Desdichados que esperan y matan el tiempo. ¡Oh Dios mío, cuántos de éstos hay en nuestro país! Estudiantes que no pueden ser felices hasta que se hayan graduado, militares que no pueden ser felices hasta que no se licencien, solteros que no pueden ser felices hasta que no se casen. Trabajadores que no pueden ser felices hasta que no se retiren, adolescentes que no pueden ser felices hasta que se hagan mayores, enfermos que no pueden ser felices hasta que no sanen, fracasados que no pueden ser felices hasta que no triunfen; inquietos que no pueden ser felices hasta que no salgan del pueblo; y, en la mayoría de los casos, a la inversa, gente esperando, esperando que el mundo empiece. Sissy sabía lo suficiente para no caer en la estúpida trampa (el Chink le había enseñado, desde luego, lo bastante sobre el tiempo para que ya no necesitase siquiera contabilizarlo), pero allí estaba, jugando el juego zombi, esperando, posponiendo la vida hasta que llegase la normalidad… mientras simultáneamente lamentaba la reducción de magia personal producida por la pérdida de aquel famoso Airstream Trailer de los dedos, el pulgar que había realizado mil despegues.

Pero una tarde, hacia el veinte de julio, la noticia llegó al hogar de los Dreyfus, lo mismo que llegó (imparcialmente y sin tener en cuenta si el padre de familia había convertido la nariz de un lindo muchacho judío en una pieza de museos de seis lados) a todos los hogares americanos; la noticia de que las grullas chilladoras… habían sido halladas. Y Sissy se sintió súbitamente despierta, vivificada.

94

SISSY UN PULGAR veía las noticias por televisión, las últimas y las primeras; Pulgar Solitario Hitche posaba su oreja en el pecho de la radio; la Señorita Nueve dedi-tos era la primera persona que se levantaba de mañana a recoger el Times Dispatch que lanzaba el repartidor. Casi nadie seguía la «historia» de las grullas chilladoras más detenidamente que Semipulgarcita, el obseso serafín posado en el West End de Richmond.

Pero los acontecimientos relacionados con las grullas chilladoras se vieron eclipsados por otros acontecimientos ocurridos en Washington, donde el Presidente tenía también un pequeño problema manual. Es decir, al Presidente le habían pescado con las manos en la masa, y las manos del Presidente se habían ruborizado, habían enrojecido, las manos del Presidente estaban más rojas que un crepúsculo del cartel de una agencia de viajes, rojo alcahuete, un rojo capaz de enfurecer a los toros y detener locomotoras, pero no rojo sangre, pues la sangre es sagrada y el rojo de las manos del Presidente era el rojo de las mentiras y los chanchullos y la codicia y la megalomanía arrogante. Sí, se había visto al Presidente, de costa a costa, con masa hasta los codos, y al público (con el cerebro irremediablemente lavado respecto al auténtico significado de los movimientos) le emocionaban más los frenéticos escamoteos de las bermejas manos del Presidente, que se retorcían y se zafaban y se sacudían el soborno, que se lanzaban en picado en busca de un bolsillo seguro, que intentaban abrirse paso en un distinguido par de guantes, que el grácil deslizarse de las grullas chilladoras, recién halladas en las colinas de Dakota.