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En modo alguno ignoraron, sin embargo, los medios de comunicación la saga de las chilladoras; era la noticia número dos del país, y le dedicaron más tiempo y espacio que a la situación internacional, que era desesperada, como siempre. Y así Nuestra Señora del Dedo Perdido, aunque tuvo que serrar mucha madera política, consiguió llegar a la médula, estableciendo los siguientes hechos:

La Condesa no había tenido nada que ver con ello; el cerebro de La Condesa (y los cerebros tienen sus debilidades, como todos sabemos) había sido involuntariamente sincronizado a otra frecuencia, quizás a ese canal que radia para mongoloides, bellas durmientes y gatos domésticos. El aparato explorador del gobierno, para desdicha del Secretario del Interior, no había localizado a las grullas, aunque había pasado a un pelo aeronáutico de ellas en varias ocasiones. No, los cineastas de los estudios Walt Disney salieron un día de las ciénagas de Florida, donde habían estado filmando Hora de comer en los pantanos, se enteraron de la desaparición de las chilladoras y comunicaron a las autoridades: «Oigan, por qué no echan un vistazo en el pequeño Lago Siwash de las colinas de Dakota; las grullas paran allí, y en aquella zona pasan cosas realmente increíbles.»

Al día siguiente mismo, dos representantes del servicio de pesca y vida salvaje de la zona intentaron investigar el lago. Llegaron hasta las puertas de un rancho, donde una jovencita con un rifle les hizo dar la vuelta.

A la mañana siguiente, los agentes de pesca y vida salvaje sobrevolaron el Lago Siwash en un helicóptero del servicio forestal de Estados Unidos. Antes de que los disparos de una banda de jóvenes a caballo les expulsaran, observaron más grullas chilladoras de las que ojos humanos hubiesen visto en un solo lugar (es decir, ojos de humanos que no fuesen aquellas chicas locas, que, por cierto, ¿quién diablos podían ser?).

Aquella tarde, dos representantes del Servicio de pesca y vida salvaje volvieron al rancho. Iban con ellos dos rangers del servicio forestal, un guardabosques, el sheriff del condado, cuatro ayudantes, el condestable del pueblo de Mottburg, varios de sus ayudantes, el director de la Gazette de Mottburg (que era también corresponsal de zona de la Associated Press) un par de observadores de pájaros y dos o tres buscadores de emociones. A este grupo le recibió en la puerta otro de por lo menos quince hembras armadas, la mayoría entre los diecisiete y los veintiuno, de estrechos vaqueros, chaquetillas y sombreros y botas tipo oeste. Una de las jóvenes, a la que se describió como sumamente atractiva, se identificó como Bonanza Jellybean, jefe del rancho, y dijo a las autoridades: «Los bichos están aquí perfectamente. Están en muy buena forma, como pudisteis comprobar desde vuestra jodida máquina voladora, nadie los molesta, tienen libertad para ir y venir a su gusto. Pero esto es propiedad privada y ninguno de vosotros pondréis un pie aquí.» Los polis intentaron asustar a las vaqueras (pues vaqueras era lo que eran) pero no resultó. «Volveremos con una orden del juez y un puñado de órdenes de registro», advirtió el sheriff, a lo cual la señorita Bonanza Jellybean replicó: «Volved con un par de personas que sepan lo que hacen y les dejaremos entrar para que vean de cerca a los bichos.» Otra joven, que llevaba un látigo y vestía toda de negro, añadió: «Y procurad que esas dos personas sean hembras.» La señorita Jellybean enmendó esta exigencia: «Procurar que por lo menos una sea mujer», dijo. «Y será mejor que lo hagáis como decimos, porque si no habrá problemas.» Los abogados dijeron a los agentes del Servicio de pesca y vida salvaje que conseguirían llevarles hasta el lago inmediatamente si querían, pero el representante federal, de cabeza tan pelada como un tajo de cocina, replicó que el emplear la fuerza podía poner en peligro vidas, de grullas y de seres humanos, y él estaba seguro de que el problema podía resolverse sin riesgo al día siguiente. «Vamos a un teléfono», dijo a su ayudante, y como si una cabina telefónica de Mottburg fuese la última parada para tomar café del universo, allá se fueron todos corriendo.

Cuando los rosados dedos de la aurora siguiente tamborilearon la cuerda del horizonte, se reunió a la puerta del Rosa de Goma todo el grupo de la tarde anterior, más nueve buscadores de emociones de añadidura, ocho reporteros de televisión, siete de prensa, seis funcionarios de la capital de la nación, cinco ayudantes más, cuatro miembros de la Sociedad Audubon, tres agentes del FBI, dos asesores legales bien pagados y un hombre de la CÍA en un peral.

Las vaqueras también habían aumentado de número. El boquiabierto director de la Gazette de Mottburg contó casi el doble que el día antes. Bebían cacao, se cepillaban el pelo unas a otras, y se restregaban el sueño de los ojos. Bonanza Jellybean, con una falda de cuero tan corta que su entrepierna creía que aún no se había vestido, avanzó a negociar con un Subsecretario suplente del Interior. Mientras hablaba hacía girar entre sus dedos un revólver de seis tiros.

Se acordó por fin, que entrasen en el rancho dos observadores. Habían de ser el hombre que quizás estuviese más familiarizado con la vida de las grullas chilladoras, el director de la reserva de Aransas, Texas, y la sumamente nerviosa Inge Anne Nelsen, profesora de zoología de la Universidad Estatal de Dakota del Norte. La profesora Nelsen quiso que quedase una vaquera fuera de las puertas del rancho en custodia temporal, para asegurarse contra la posibilidad de que la propia profesora fuese retenida como rehén. La propuesta enfureció a la capataz del Rosa de Goma, Delores (con «e») del Ruby, la que vestía de negro, que replicó: «Una de las razones de que quisiésemos una mujer para esta tarea era la de no tener que vérnoslas con este tipo de mentalidad paranoica y machista…» y la señorita Jellybean reprendió a la bióloga: «No traiciones a tu vientre.» En ese momento, una vaquera llamada Elaine saltó por la valla ofreciéndose voluntariamente a quedar con las autoridades. Elaine entusiasmó a los cámaras y enfureció a los polis procediendo a abrazar coquetamente al Subsecretario suplente.

La profesora de zoología y el director de Aransas recibieron caballos y fueron escoltados hasta el lago por media docena de vaqueras montadas. Tras unas dos horas (período durante el cual los periodistas intentaron sin éxito sonsacar información a Elaine y los abogados miraban, con esa mezcla de deseo y repugnancia típica de hombres criados en un medio puritano, a las vaqueras que guardaban la puerta), la expedición del Lago Siwash regresó. Los delegados del gobierno informaron en privado al Subsecretario suplente del Interior (al que Elaine insistía en llamar subsexuado ayudante inferior), y él, por su parte, hizo una declaración informal a sus subordinados y a la prensa:

«Tengo el sumo placer de poder informar al Presidente, que tan preocupado estaba por el destino de nuestras grullas chilladoras (ji ja ji, risillas risillas), al Secretario del Interior y al pueblo norteamericano, que toda la bandada de grullas está realmente en el Lago Siwash, y, según parece, en condiciones saludables. Las grullas han construido nidos de incubación alrededor del pequeño lago y han incubado allí sus polluelos. Contando los polluelos, hay ahora aproximadamente sesenta grullas en la bandada.»