(Sonoros vítores de la sección Audubon y de los observadores de pájaros por libre.)
«Aunque sean buenas noticias, también son muy desconcertantes. Las grullas chilladoras tienen una conciencia territorial muy acusada. Jamás, que se sepa, habían anidado a menos de kilómetro y medio de distancia unas de otras, y sin embargo aquí están prácticamente ala con ala. Además, esta bandada durante el tiempo que el hombre la ha observado, ha anidado de forma exclusiva en las soledades del norte del Canadá. ¿Por qué este año redujeron su emigración en unos mil seiscientos kilómetros y decidieron anidar e incubar hacinados en este pequeño lago, tan cerca de los seres humanos, cuando las grullas chilladoras son tan notoriamente esquivas? Son cuestiones desconcertantes, que nuestros mejores especialistas intentarán aclarar en un futuro próximo. De momento, la noticia de que nuestras grullas están vivas y aparentemente (una mirada furtiva a las vaqueras) seguras, quizá sea ya noticia suficientemente buena.»
A la mañana siguiente (y los días parecen seguir a los días, ¿no es así, estudiosos del tiempo?), cuando el Subsecretario suplente y su grupo se abrió camino entre la muchedumbre que se arremolinaba a la puerta del Rosa de Goma, pasando redactores, periodistas, fotógrafos, rancheros, haraganes, madres dando de mamar a sus bebés, vagos rurales con camisetas de mangas enrolladas para mostrar la suma total de su personalidad, indios, turistas, amantes de las aves, viejos que mascaban tabaco, hijas fugadas deseosas de unirse a las vaqueras y, por supuesto, entusiastas decididos de casi todas las ramas de la puesta en ejecución de la ley; cuando el Subsecretario suplente cruzó a través de esta muchedumbre vagamente festiva, su humor era conciliador. Su jefe, el Secretario, le había aconsejado ser conciliador. Y, por otra parte, la noche anterior (y los días parecen preceder a los días) en el Elk Horn Motor Lodge, el Subsecretario suplente había sondeado a los ciudadanos de Mottburg. Había oído que las vaqueras eran vagabundas, lesbianas, brujas, drogadictas, que fornicaban con los animales del rancho, que se alimentaban de arroz sucio y que lanzaban extraños cometas. Sin embargo, los nativos creían que aquellas mismas vaqueras, por muy basura que fuesen, tenían pleno derecho a impedir que «el gobierno» entrase en sus tierras: la gente de la pradera es decididamente opuesta a cualquier interferencia del estado central. El Subsecretario suplente prestó a la opinión local la misma atención que prestan al viento los marineros que mean en el bauprés.
Así nació un compromiso. Bonanza Jellybean aceptó que la profesora Nelsen y el especialista en chilladoras de Aransas visitasen dos veces por semana el Lago Siwash para controlar a las grullas. A cambio, el Subsecretario suplente impediría que penetrase en el Rosa de Goma aquel aparato aéreo que volaba tan bajo. Además, buscaría la cooperación de los terratenientes colindantes y del equipo del sheriff para mantener lejos de allí a las muchedumbres de curiosos.
(Antes, sin embargo, de que entrase en vigor la prohibición de los vuelos, todas las cadenas de televisión importantes filmaron documentales aéreos del Lago Si-wash y de las grullas. La visión de aquella animada charca, orlada de españadas, cañas y sagitaria, reflejando cerros dulcemente redondeados como podría reflejar un ojo tántrico los globos de su diosa, hizo retorcerse a Sissy ante la pantalla de televisión, como abrasada por sus propios fuegos profundos.)
Públicamente, al menos, el gobierno adoptaba esta postura: las vaqueras parecían inocentes de cualquier fechoría manifiesta en lo relativo a las chilladoras. Las mujeres admitían alimentar a las aves, pero sin manifiesta intención de alterar sus hábitos naturales. Era evidente que no habían intentado explotar a las grullas en ningún sentido. El hecho de que retuviesen la información sobre las andanzas de las chilladoras, y el de que dispararan contra agentes federales, resultaba sospechoso, y en el último caso podría dar origen a un proceso, pero, de momento, vista la multiplicación de las aves y considerando el hecho de que se había llegado a ciertos compromisos, las damas del Rosa de Goma gozarían de las ventajas y beneficios de la duda.
Las cosas fueron bastante bien durante una semana. Luego, la profesora Inge Anne Nelsen solicitó permiso (de mala gana, afirmaba) para matar una grulla. Según dijo: «la conducta de las aves es tan atípica, su psicología se ha alterado tan drásticamente y, podría añadir, de forma tan súbita, que la única hipótesis que se me ocurre es que hayan sido drogadas… involuntariamente o no. La señorita Jellybean se ha negado a permitirnos inspeccionar los alimentos con que suplementan la dieta natural de las grullas. En consecuencia, el único recurso es hacer la autopsia a un ave muerta».
– ¿Matar un ave que está al borde de la extinción? -preguntó con un gemido el Subsecretario; su úlcera salió del armario-. Vamos, nos lincharían en las escaleras del Museo de Historia Natural.
El nudo corredizo se apretaba ya alrededor de su úlcera. ¿Alguna declaración final, úlcera? Sí. ¡Uajuajua-juajuaj!, chilló.
– Considere lo siguiente -replicó la profesora Nelsen-: Las grullas no emigraron al Canadá a pasar el verano. ¿Cree usted que emigrarán a Texas en invierno? Supongo que sabe, señor Subsecretario, cómo son los inviernos en este rincón del bosque. Las grullas no llegarían a Navidad. Es mejor un ave muerta que sesenta. Y sólo tenemos sesenta.
– Permiso concedido.
Pero cuando la profesora intentó realizar su propósito las vaqueras la acorralaron. La tacharon de verdadera desgracia para las tradiciones fecundadoras de la femenidad. La amenazaron con pintarle un bigote y arrancarle a tiros los pezones.
En ese punto, el gobierno decidió presionar un poco. Qué demonios, el Presidente estaba a punto de abandonar la Casa Blanca por la salida de incendios. ¿Qué más podía pasar? El FBI descubrió que las vaqueras no tenían título de propiedad del Rosa de Goma. Buscaron al legítimo propietario para convercerle de que desahuciara a las jóvenes y/o concediese al gobierno permiso para entrar sin restricciones; pero el propietario resultó ser un ricacho de los cosméticos que había sufrido recientemente varias heridas en la cabeza y ahora se dedicaba a guiñar el ojo a las figuras del empapelado mientras escuchaba silbar vientos distantes por cuellos de etéreas botellas de Ripple.
Las autoridades tuvieron mejor fortuna en su maniobra siguiente. Se descubrió que el Rosa de Goma operaba como granja lechera sin licencia, y que vendía cierta cantidad de leche de cabra a una fábrica de quesos de Fargo. Un día, precisamente el mismo en que el Presidente salía por la puerta trasera en calcetines y con la cartera rebosante de acciones, un inspector del departamento de sanidad del condado hizo una visita al rancho, contabilizó dieciséis infracciones y cerró la granja lechera. ¡Ay! ¡Privadas de su única fuente de ingresos, las vaqueras se vieron presionadas de veras!
Todo esto supo Sissy por los medios de difusión, y aunque los medios no la informaron de si Delores había tenido o no su tercera visión del peyote o si los problemas urinarios de Elaine se habían resuelto, o si Debbie había llegado ya, por una u otra vía, a la paz que sobrepasa todo entendimiento, era sin duda bastante, y lo llevó consigo en la cabeza cuando la readmitieron en el O'Dwyre para la segunda amputación.
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¡ALTO, SISSY! ALTO, no puedes hacerlo. Es injusto e irresponsable. Comprendemos tus motivos; sabemos que tus intenciones son buenas; podemos incluso percibir cierto valor tras tu intransigencia, un honroso sentido del sacrificio. Y bien sabe Dios que somos sensibles al sufrimiento que a veces ha llegado a alzarse de tus apéndices como los acres vapores de las ballenas… parece a menudo que en esta vida la experiencia y adaptación pagamos igual de caros triunfos y fracasos. Pero Sissy… ¡aguanta!