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Sin embargo, Sissy portaba generalmente su pulgar izquierdo con una majestad que desconcertaba a Margaret Dreyfus, y hacía sonreír a Félix Dreyfus. Pero ambas reacciones importaban poco porque cuando Sissy no estaba absorbida por sus pulgares (el nuevo y pequeño en su horno, el viejo y grande tomando el sol) estaba igualmente absorta siguiendo las noticias de la historia de las grullas chilladoras.

99

UNA NOCHE DE la pradera en que el cielo parecía un cuenco de crema de sopa de luna batido por el largo cucharón del viento, el vehículo que las vaqueras conocían como «el carro del peyote» salió del Rosa de Goma y no volvió. Delores del Rubí iba al volante. Los medios especularon que la marcha de la «segunda al mando vestida de negro del látigo» resultaba significativa y quizá fuese indicio de disensiones en el «rancho misterioso».

Durante los días siguiente, los reporteros estuvieron pendientes de posibles indicios de disensión, pero por lo que pudieron detectar a través de sus prismáticos y en conversaciones ocasionales con los taciturnos guardianes de la entrada, la solidaridad prevalecía. De hecho, las vaqueras procuraban disfrutar de su vida de vaqueras como si el Ojo Nacional no interrumpiese nunca su escrutinio del nuevo Presidente para hacerles un guiño a ellas. Según el director del refugio de Aransas, que las veía cabalgar, echar el lazo, desollar y soltar cometas tántricas tibetanas, tenían «toda la apariencia de jovencitas retozando».

En sus reuniones de barracón, sin embargo, una cierta sobriedad presidía sus risillas, y mientras limpiaban las armas de fuego y analizaban la situación, nadie las habría tomado por Chicas Exploradoras. Brotaban de sus labios expresivos y vulgares tacos, dirigidas contra los elementos, que agostaban su huerto una semana, y lo inundaban a la siguiente.

– Los dioses de la pradera nunca fueron amigos de la agricultura -recordaba Debbie a sus compañeras-. Les gustaba más el bisonte.

Esto no aplacó gran cosa a Big Red.

– Nosotras no tenemos judías o bisontes -se quejó.

– Las cabras son nuestros bisontes -dijo Debbie-. Mientras las tengamos, tendremos leche, yogur y queso.

– Tenemos leche, yogur y queso -aceptó Jellybean-, pero no vamos a tener ningún Crosby, Etill & Nash… si la compañía eléctrica nos corta el suministro. Así que las que estéis a favor del estéreo frente a mi viejo Gibson, ¿por qué no trabajáis voluntariamente esta tarde en el molino de viento, aunque sea domingo?

– Yo tengo que respetar el descanso dominical y santificarlo -objetó Mary.

– Vale, Mary -dijo Jelly-, tú puedes pasarte la tarde rezando por las compañeras que se rompan el culo trabajando. Por cierto, Billy West nos va a dar los materiales del molino de viento gratis, bendito sea su corazón, bendito sean los ciento veinte kilos que pesa; me dijo esta mañana que no nos lo iba a cobrar. Así que, qué os parece si metemos la directa y lo construimos. ¿Alguna pregunta?

– Sí -dijo Heather-. ¿Y si todas las del rancho llevamos uno de esos casquetes con la hélice de plástico encima? Tal como sopla el viento por aquí, ¿no produciría eso suficiente electricidad extra para que yo pudiese encargar un vibrador?

– Los vibradores funcionan con baterías, maja -dijo Jelly, sintiéndose culpable, quizá, por sus sesiones de ñames semanales con el Chink-. Se levanta la sesión.

Un grupo de vaqueras se puso a construir el molino de viento, cantando mientras trabajaba. Los funcionarios que vigilaban el rancho no encontraron nada alarmante en aquella tarea. Pero al poco tiempo, las chicas emprendieron más obras, cuyas implicaciones complicarías aun más las cosas en el Rosa de Goma.

Oh si… Sissy, allá en Virginia escuchando las noticias, Sissy sospechó exactamente adonde había ido Delores. La capataz había ido a Nuevo México a buscar peyote.

100

BIEN, AQUÍ ESTAMOS, en el capítulo 100. Esto exige una pequeña celebración. Yo soy escritor y, en consecuencia, estoy en el mismo negocio que Dios: si digo que esta página es una botella de champán, es una botella de champán. Lector: ¿compartirás una copa de burbujeante conmigo? ¿Prefieres francés o nacional? Vale, lo haré francés. ¡Salud!

¡Este es el capítulo 100! Cien. Número cardinal, diez veces diez, la posición del tercer dígito a la izquierda del punto decimal. Un número poderoso que significa peso, salud e importancia. El símbolo del cien es C, que es también el símbolo de la velocidad de la luz. Hay cien centavos en un dólar, cien centímetros en un metro, cien años en un siglo, cien yardas en un campo de fútbol, cien puntos en un bilate, cien formas de desollar un gato y cien modos de guisar berenjenas. Hay también cien formas de escribir con éxito una novela, pero probablemente ésta no sea una de ellas.

No digas que sí tan deprisa. También las vaqueras sienten melancolía aún puede enseñarte un par de cosas. «¿Por ejemplo?», preguntas quisquillosamente, mientras trasiegas mi champán. Por ejemplo: Este libro ha hecho varias veces referencia a la magia, y en todas esas veces, tú has movido la cabeza, murmurando críticas como «¿Qué quiere decir con "magia", en realidad? Desazona ver a un individuo adulto hablar de magia de esa forma. ¿Cómo puede tomarle en serio nadie?» O, como han objetado lectores algo más comprensivos: «¿Es que no comprende el autor que no se puede escribir sobre magia? La magia puede crearse, pero no analizarse. Es demasiado sutil. La magia no puede ni describirse ni definirse. Utilizar palabras para describir la magia es difícil y extraño, es como utilizar un destornillador para partir filetes.»

A lo cual responde ahora el autor: Lo siento, gorrones, sois listos pero no tenéis razón. La magia no es esa cualidad confusa, frágil, abstracta y efímera que imagináis. En realidad, la magia se diferencia del misticismo por su propio carácter concreto y práctico. Mientras el misticismo se manifiesta únicamente en esencia espiritual, en estado trascendente, la magia exige una base naturalista firme. El misticismo revela lo etéreo en lo tangible. La magia convierte lo transitorio en permanente, lo coloquial en dramático.

De acuerdo, intentaré explicarlo, ya que insistís. Y sólo para demostrar que no soy un cascarrabias, conjuraré otra botella de dos litros de Don Perignon: Aquí está. Cuando queráis. El misticismo es algo cerrado en sí mismo que queda fuera del control externo. Una cosa tiene emanación mística o no la tiene. Está presente en una sola entidad, animada o inanimada, donde los que tienen fe sabe que está. El misticismo implica fe en fuerzas, influencias y acciones, que, aunque imperceptibles para los sentidos ordinarios son, sin embargo, reales.

La magia, por otra parte, puede controlarla… un mago. El mago es un transmisor lo mismo que el místico es más bien, en sentido riguroso, un receptor. Lo mismo que puede hacerse el amor, utilizando materiales no más etéreos que un pene erecto, una vagina húmeda y un corazón cálido, puede hacerse magia, total y voluntariamente, a partir de lo más obvio y mundano. La magia no rezuma desde el interior de su propia volición (ni se le muestra inopinadamente a alguien que se halle en un estado de conciencia agudiza), es cuestión de causa y efecto. El acto («mágico») aparentemente irreal o sobrenatural se produce por la acción de una cosa sobre otra a través de un lazo secreto.