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Sissy se levantó, con el pequeño pulgar escarlata colgando rígido a su lado.

– ¿Cuánto cree que podría tardar en llegar a las colinas de Dakota? -preguntó.

El doctor Dreyfus alzó los ojos del cuaderno en el que hacía bocetos de pulgares a la manera de Seurat, soñando, quizá, con el primer dedo puntillista viviente.

– ¿Quieres decir en autoestop? Bueno, no podrías conseguirlo en cuarenta y ocho horas.

– Ja ja jo]q! y ji ji -dijo* Sissy, resultaba difícil discutir esto.

103

ALGUNAS PERSONAS NO se habrían quedado más estupefactas si los arqueólogos hubiesen desenterrado un dinosauro luciendo un collar de pulgas. Algunos conductores pensaron que el renacuajo que conquistó Atlantis se había escapado de una pantalla de cine de barrio y se abría camino hacia el mar. Otros lo reconocieron como un pulgar, quizás el pulgar sumo, y lo aceptaron con el mismo fatalismo desconcertado con que aceptaban los tornados y aceptaban al gobierno, con el mismo fatalismo que aceptaban muchas otras cosas.

Aquí viene, allá va, ejerciendo una fuerza a la que pocos podían resistirse, jugando con los veloces automóviles lo mismo que los gatos pre-Friskies habían jugado con los ratones. Él daba nueva vida a viejos cacharros y hacía resollar como cafeteras a los últimos modelos. Un balanceo suyo y las radios atronaban automáticamente, los faros brillaban como sorprendidos. Podía alcanzar más de cuatro canales de abundante tráfico y arrastrar a su lado el vehículo elegido. Podía hacer incluso que coches que hubiesen pasado ante él hiciesen súbitamente un ilegal giro en U y retrocediesen tres kilómetros para obedecer sus deseos. Era el pulgar izquierdo de Sissy, que recibía al fin su gran oportunidad, después de más de una década de aprender del derecho… y se hinchó un bulto en la garganta de la Creación sólo por verle hacer su tarea. En fin, puede que exagere pero, sinceramente, ¿ha habido alguien tan perfecto en algo como Sissy Hankshaw Hitche haciendo autoestop?

Había maniobras favoritas que repetir y disfrutar y unas cuantas tácticas nuevas que Sissy quería poner en práctica: concebía con sus ojos mentales pautas que le gustaría haber tejido sobre el continente. Ay, se había fijado un plazo: las colinas de Dakota en treinta horas. En consecuencia, aunque se arriesgase y experimentase más de lo razonable en un viaje rápido, se detuvo sólo una vez en realidad… en una cabina telefónica, al oeste de Pennsylvania.

Su intención había sido llamar a Julián. Pensaba explicarle su necesidad imperiosa de correr al Rosa de Goma, el inexplicable anhelo que sentía de unirse a las vaqueras en aquel momento crítico y que tenía que ver al Chink de nuevo para descubrir por qué los relojes seguían latiendo tan sonoramente en su sangre. Prometería a Julián que cuando hubiese hecho lo que debía hacer en Dakota, volvería rápidamente y posaría su nuevo pulgar normalizado sobre su zumbador. Después de todo, Julián la necesitaba. Pero cuando estaba a punto de hacer la llamada, pensó: «Sí, Julián me necesita. Pero también yo me necesito, y el mundo necesita mi necesidad de mí mucho más de lo que necesita la necesidad que Julián tiene de mí.»

Llamó al doctor Robbins.

El doctor Robbins no contestó. Tampoco su bigote. Ambos estaban al otro lado de la ciudad, en el piso de La Condesa. Cuando Robbins leyó en uno de los reportajes del Times sobre las grullas chilladoras que La Condesa era el propietario del Rosa de Goma, el rancho cercano al Cerro Siwash, fue a visitar al magnate de la higiene femenina, y, al informarle del estado en que se hallaba el pobrecillo, ofreció voluntariamente sus servicios psiquiátricos de modo gratuito. Los contables de La Condesa aceptaron la oferta y, a partir de ese día, el doctor Robbins apenas se había apartado de La Condesa. En el instante de la llamada de Sissy, en concreto, Robbins y La Condesa, acomodados entre almohadones de satén, jugaban a las cartas y bebían Ripple. El joven comecocos le tomaba el pelo al millonario cincuentón hablando de la lesión producida en su cerebro por la pulgariza de Sissy, y La Condesa se reía, de muy buen humor. Además, La Condesa estaba ganando a las cartas.

Recordando a su paciente la Ley de Murphy, que dice que si alguna cosa puede ir mal, irá, el psiquiatra sin licencia le expuso entonces la Ley de Robbins, que establece que todo lo que va mal podemos utilizarlo en nuestro beneficio siempre qua vaya lo bastante mal.

La Condesa se rió algo más y aumentó su ventaja. El teléfono que sonaba estaba muy lejos de allí,

Sissy colgó y siguió viajando.

Mientras Sissy seguía aún en la carretera, unas ocho horas antes de que su plazo judicial expirase, las vaqueras del Rosa de Goma emitieron un comunicado. Se envió al juez federal y se facilitaron copias a la prensa. Decía lo siguiente:

La grulla chilladora se ha visto al borde de la extinción por un sistema paternalista brutal y agresivo que intenta someter a la Tierra y establecer su dominio sobre todas las cosas, en nombre de Dios Padre, ley, orden y progreso económico. Las grullas chilladoras no han recibido de los hombres ni amor ni respeto. Los hombres han drenado las marismas y ciénagas de las grullas, han robado sus huevos, han invadido su intimidad, han contaminado su alimento, viciado su aire, las han destrozado con postas. Evidentemente, una sociedad paternalista no merece algo tan grande, hermoso, salvaje y libre como la grulla chilladora. Vosotros, los hombres, no habéis cumplido vuestro deber con la grulla. Ahora nos toca a las mujeres. Ahora las grullas están a nuestro cargo. Las protegeremos mientras aún necesiten protección, trabajando al mismo tiempo para que llegue un día en el que las criaturas del mundo no tengan que padecer el egoísmo, la insensibilidad ni la codicia del hombre. Rechazamos vuestra orden. Os decimos: coged vuestra orden y metéosla en el culo. Esta bandada de aves se queda con nosotras. Así pues, carretera.

Ni que decir tiene que no todas las vaqueras estaban de acuerdo con el texto de esta comunicación. Debbie, por ejemplo, consideraba el comunicado agresivo; según ella, reflejaba el mismo sexismo hostil que tanto desagradaba a las vaqueras en los hombres. Defendió una resolución más liberal, firme pero cortés; dijo que estaban obligadas a dar buen ejemplo. Y había otras que pensaban igual. En cuanto a Bonanza Jellybean, consideraba pretencioso afirmar que estuviese trabajando para que llegase un día en que las criaturas del mundo estuviesen a salvo del hombre, cuando en realidad por lo único que ella trabajaba era porque llegase un día en el que toda muchachita que quisiese pudiese llegar a ser vaquera.

Si el Rosa de Goma hubiese estado organizado según un sistema anarquista, en vez de estar regido por normas democráticas, cada vaquera que decidiese hacerlo así, habría emitido su propio comunicado, todos ellos de igual valor. Predominaba, sin embargo, el «gobierno de la mayoría», y el comunicado (que redactó básicamente la facción de Delores del Ruby) se presentó al tribunal, a la prensa y al público como la opinión colectiva de «las cuatreras de grullas chilladoras».

Y el comunicado no se tomó a la ligera. No, decididamente no se tomó a la ligera. Sissy cruzó las puertas del Rosa de Goma unos minutos antes de que Delores fuese detenida cuando entraba en Mottburg con casi un millar de botones de peyote en su vehículo… y sólo horas antes de que doscientos agentes federales, reforzados por una docena de agentes del FBI, por lo menos, tomasen posiciones fuera del rancho, con las armas cargadas apuntando a todo lo que moviese plumas, pezuñas o tetas dentro de los confines cinéticos del mayor rancho «sólo femenino» del Oeste.