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Podía vérsela, si es que no admirársela a todas horas y con cualquier tiempo.

Sus rasgos, próximos ya a lo encantador, aún estaban acostumbrándose a los cambios y en aquella incierta etapa de su desarrollo debían colgar torpemente de la blanquecina cubierta de su rostro (que, por aquellos pómulos insólitamente altos, parecía bregar en aguas agitadas).

Su cuerpo largo y esbelto no podía, por muy elocuentemente que pudiese afirmarse a sí mismo, haberse hecho oír por encima del maloliente estrépito de la ropa que vestía.

Su mente no contaba gran cosa, desde luego: en los arrabales de Richmond Sur, la inteligencia no importaba nada. Pocos eran los condiscípulos que advertían que sus ojos brillaban como faros y que se preguntaban quién conducía allí dentro.

Cuando decían: «Ahí viene (o "ahí va") Sissy Hankshaw», querían decir: «Ni un pulgar más ni un pulgar menos».

Pues, fuese adonde fuese, aquellos rollos de carne iban con ella; aquellos plátanos, aquellos chorizos, aquellas porras, aquellas vainas rosadas, aquellos cerotes de carne. Como de contrabando, los trasportaba por la ciudad en sus andrajos, enarbolándolos en esquinas adecuadas y mirándolos siempre como si fuesen manifestaciones de algún secreto que sólo ella comprendiera, aunque en la atmósfera bóveda de banco de los años Eisenhower de Richmond, Virginia, debían resaltar dolorosarnente…

(Es extraño que se la recordase tan vagamente en Richmond en años posteriores. Cuando el autor preguntó al difunto doctor Dreyfus al respecto, el cirujano contestó: «Según el artista Michelangelo, "La figura humana es el ornamento ideal de una hornacina". Aunque no creo que esto signifique mucho para usted».)

Aunque, como aquel gato que miraba el mundo a través de gafas color ratón, fuese Sissy más bien insular, no debe suponérsela inmune a esos incrementados flujos de hormonas y matizados pensamientos que, de todos los trillones de reacciones viscerocerebrales descargadas por el sistema límbico de nuestros despreocupados cerebros, diferenciamos para honrarlos como «los auténticos sentimientos humanos».

Un día, un viernes de primavera, casi al final de un semestre, más de tres años después de que la examinase el doctor Dreyfus y a los pocos meses de cruzarse en su vida la peculiar ciencia de Madame Zoé, fue invitada a una fiesta. Se trataba de un baile de disfraces, y lo daba Betty Clanton, hija de un droguero y una de las chicas más privilegiadas de aquella escuela para blancos pobres y asolada por las cucarachas.

Sissy pensó durante todo el jueves que no iría a la fiesta de Betty. Todo el viernes con su noche (cuando estaba sobre tres, sí tres, almohadas) pensó que no asistiría a la fiesta de Betty. Pero a última hora de la tarde del sábado, con un sol que hacía horas extras y metía la nariz por todas partes, y verdes ranas atisbando y madreselvas poniendo lánguida bastilla al penetrante oro que colgaba como una cortina sobre los almacenes de tabaco, con una máquina de escribir de pájaros lanzando sonetos en los brotes de cerezo silvestre (y ojalá tú me muevas a expresar ¡Ting! Vuelta de carro, el amor que te tengo con las palabras justas? ¡Ting! Remedaban los pájaros), mientras la primavera en general avanzaba como en progresión geométrica, empezaron a ocurrírsele ideas. Quizá por vez primera en su vida (aunque la escuela dominical la había conmovido en ocasiones, y aunque el pecho de Madame Zoé y las ya habituales molestias automovilísticas sin duda la habían estremecido), se sintió dirigida por fuerzas distintas a sus pulgares. Oía música que no era la música de la carretera; cabeceaba a ritmos más suaves y más ligeros que los del autoestop. Algo de la primavera había telefoneado algo a su sistema límbico invirtiendo las cargas. Algo había conmovido a Sissy Hankshaw; qué importa qué.

Y salió Sissy al patio trasero y cogió plumas donde su mamá había desplumado recientemente a una gallina. Y, con cinta aislante, las dispuso (lenta y torpemente) en una especie de cabezal. Y con las acuarelas viejas de Jerry se pintó lo mejor que pudo, sin olvidar en el último momento pintarse las manos.

Y fue al baile de disfraces de Betty. Disfrazada de Caballo Loco. Y bebió dos botellas de Coca cola; y mascó un paquete de galletas; y escuchó los nuevos discos de Fats Domino; y sonrió con algunos chistes; y se fue pronto. Sólo dos arroyuelos surcaron la pintura de guerra revelando lo que sintió cuando Billy Seward, el novio de Betty, el chico más popular de la escuela, apareció de pronto entre risas y gritos con dos pulgares gigantes de cartón piedra. Billy ¡ay! se había disfrazado de Sissy Hankshaw.

12

– CUANDO UNO se cría con alguien acaba aceptándolo, aunque sea extraño -dijo Betty Seward, antes Clanton. Comprobó la cafetera. Aún seguía girando. El café giraba y giraba en el recipiente. Sus ruedas cantaron en las narices del entrevistador. Cantaban una canción del pasado.

– Quiero decir que no es que ella fuese precisamente rara o estuviese chiflada; era una chica muy lista y muy educada y muy agradable, pero, en fin, tenía aquella cosa suya; lo que quiero decir es que al cabo de los años acabamos acostumbrándonos, aunque, claro, de vez en cuando…

»Recuerdo la noche en que nos dieron los títulos de bachiller. Cuando te nombraban, tenías que levantarte, subir al escenario y cruzarlo y recibir el diploma del director con la mano izquierda y estrecharle la mano derecha. Pero a Sissy no le gustaba dar la mano a nadie. Ni siquiera al director. No era que no pudiese; sencillamente no le gustaba. El señor Perkins se enfadó muchísimo. Y muchos chicos se quejaron diciendo que Sissy estaba convirtiendo nuestra graduación en una burla.

»Hay una vieja cantera abandonada en Richmond Sur, que tiene una poza, y solíamos bañarnos allí cuando podíamos. Al día siguiente de graduarnos, nuestra clase decidió hacer una excursión hasta allí (nosotros solos y a escondidas, éramos el mismo demonio) y algunos chicos mayores que ya conducían habían quedado en recogernos y llevarnos. Teníamos que recoger también a Sissy, pero por pura rabia decidimos no hacerlo. La dejamos. Pues bien, hacia el mediodía, alguien la vio en la carretera parando un coche, haciendo autoestop como era su costumbre, ni herida ni avergonzada; entraba en cualquier coche que parase, pero sin aparecer por el lugar de la excursión. Estuvo pasando durante todo el día carretera arriba y carretera abajo junto a la cantera. Pero no paró ni una sola vez. Se limitó a pasar y pasar.

»Bueno, en fin, la mayoría de los que participaron en la excursión tuvieron quemaduras de sol, un tercio se vio afectado por zumaque venenoso, y unos cuantos se emborracharon y se pusieron malos con la cerveza que compraron los chicos mayores y nos echaron una bronca en casa, y a un chico le mordió una culebra y otro se sentó sobre cristales rotos. Yo pensaba, vaya, esa Sissy es la única que ha salido bien de este día; no le pasó nada porque se mantuvo en movimiento. ¿Comprende lo que quiero decir?

La señora Seward dejó la silla para apagar la cafetera.

– No recuerdo ahora a que edad descubrió que tenía sangre india. La familia de su mamá, muchos de ellos, habían vivido en el Oeste, en los Dakota, y un miembro de la familia se había casado con una india, no recuerdo la tribu…

»¿Siwash? Eso, Algo así. Bueno, pues una vez vino de visita, de Fargo, una tía de Sissy, una hermana de su mamá, y había entonces mucho jaleo por aquí con lo de la integración; a nadie le gustaba que el Tribunal Supremo viniese a decirle que tenía que ir a la escuela con los de color, y supongo que los Hankshaw estaban discutiendo el asunto como todos los demás cuando la tía descubrió el pastel de la sangre india en la familia. ¡La que se armó! El papá de Sissy se puso furioso. No sé por qué; un indio es distinto que un negro. Pero creo que estuvo a punto de divorciarse de su pobre mujer. A Sissy, sin embargo, le encantó aquello. Calculó que tenía una dieciseisava parte, de ¿cómo era?… de siwash. Habló del asunto en la escuela. Nunca la habíamos visto tan animada. A partir de entonces, mostró mucho interés por los indios, aunque no tanto como por el autoestop. Por supuesto, no tenía el mínimo aspecto indio. Era tan rubia como un albaricoque. Pero durante un tiempo, como consecuencia, empezó a hacerse dibujos en sus pobres pulgares. ¡Dios santo! Sus propios hermanos tenían que agarrarla y borrárselos.