En el retrete, Kym encontró a Sissy, meando a ritmo de polca. Sissy había llegado al rancho con un grupo de televisión y, en un momento de despiste, había conseguido colarse por la puerta. ¿Qué tal?
Kym abrazó tan fuerte a Sissy que no tuvo que limpiarse.
– Ya sabes en lo que te metes si vienes al lago -advirtió Kym.
– Sí -dijo Sissy-, pero quiero estar allí. Quiero ver a Jellybean. Quiero ver a las grullas.
– De acuerdo -aceptó Kym-. Le diré a Jelly que estás aquí. Si ella está de acuerdo, te traeré un caballo. Mientras tanto, yo que tú no saldría del retrete. No se sabe cuándo pueden empezar esos tiros. Ta ta ta.
Sissy esperó allí casi una hora. Un par de moscas y la fotografía de Dale Evans le hicieron compañía. Las moscas procuraban ser cordiales, pero la foto de Dale Evans, como el busto de Nefertiti, se contentaba con imperar en su pequeño nicho de eternidad. La foto de Dale Evans hacía que la Norteamérica de 1945 pareciese el antiguo Egipto.
El retrete estaba caliente y resultaba bastante lúgubre. Sissy podría haber dormido de no ser por el ruido de las puertas. Guardias y agentes expulsaban a los insistentes periodistas, a los que simpatizaban con las vaqueras y a los amantes de los pájaros, trasladándoles al punto de control, tres kilómetros carretera abajo. Guardias y agentes actuaban con aire marcial. Los ruidos de las puertas parecían la liquidación del garaje de Cecil B. de Mille.
Sissy no sentía demasiada curiosidad por lo que sucedía a la puerta. Si hubiese ignorado la advertencia de Kym y hubiese salido, no habría mirado hacia la puerta, sino hacia el Cerro Siwash, esperando la visión de un sucio albornoz. Somos lo que vemos. Vemos lo que elegimos. Las percepciones son una hipótesis. En un famoso experimento que se realizó en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, un científico entregó a dos individuos unas gafas prismáticas que distorsionaban notablemente la visión. A uno de ellos se le ordenó que caminase, empujando al otro en una silla de ruedas. El hombre que permaneció en movimiento, pronto se adaptó a su nueva visión del mundo, pero su compañero pasivo, no logró adaptarse en absoluto. Los científicos dedujeron de esto que para percibir adecuadamente un objeto, tenemos que establecer algún tipo de estructura de movimiento respecto a él. Como Sissy había percibido los acontecimientos de su vida siempre en relación a su conducta de movimiento constante, quizá su visión fuese bastante más veraz de lo que muchos supusieron. Quizás el hecho de que hubiese mirado hacia el cerro para ver al viejo chiflado en la cima en vez de mirar a las fuerzas que montaban guardia alrededor de ella, sea indicativo de… bueno, quizás haya aquí una lección.
Por fin llegó hasta el retrete una vaquera a caballo, y esta vez era Heather, que llevaba un potro extra. Heather ayudó a Sissy a montar y ambas se alejaron a un trote ligero. Las recibieron las colinas. Con sus millones de delgadas lenguas de hierba, les susurraron las colinas los secretos que habían compartido con el bisonte. Como campeones derrotados que despertasen después del caos, empezaban los ásteres a abrir sus párpados violetas alrededor de ellas. ¿Habrían alterado las gafas prismáticas la percepción que los ásteres tenían de septiembre? Nadando por hierbas y flores, los caballos llevaron a las dos mujeres hasta la cima de la colina que dominaba el lago. Desde allí vio Sissy un extraño paisaje. Los cimientos circulares de la abortada cúpula habían sido transformados en un fuerte. Barricadas de barricas y oxidadas máquinas se alzaban dispuestas a prestar sus ásperos servicios. Brillaba el sol en el metal de las armas. A un lado, había caballos trabados y unas cuantas cabras atadas. Al resto de las cabras las habían soltado, y algunas seguían pastando camino del este, pradera adelante, encaminándose quizás hacia la clínica del doctor Goldman para enseñar algo a la psiquiatría sobre las relaciones macho/hembra.
En el lago, y a lo largo de sus húmedas orillas, paseaban las grullas chilladoras con pasos primordiales. Aunque tranquilas, parecían tan cargadas de electricidad sin aislante como si acabasen de brotar a la vida.
– Oímos por la radio que el juez le había establecido una fianza de cincuenta mil dólares a Delores -dijo Heather-. En fin, no estará aquí cuando realmente la necesitemos.
Sissy sólo pudo asentir con un gesto y contemplar la escena de abajo.
Cuando Sissy llegó al campamento, Kym, Bonanza Jellybean, Debbie, Elaine y Lynda salieron bailando a recibirla. Como homenaje se habían hecho pulgares falsos con paraza de sauce y cañas. Al principio, agitaron aquellos cómicos apéndices en cordial saludo, pero su broma perdió considerable fuerza cuando (¿¡Qué!?) ad-virtieron que Sissy era sólo la mitad del monstruo que había sido.
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– SABÍA QUE HABÍA algo distinto en ti, pero en el retrete no se veía bien y no me di cuenta de lo que era -dijo Kym.
– Yo me di cuenta inmediatamente, pero no supe qué decir -dijo Heather, que aún no sabía qué decir.
– ¿Qué pasó? -preguntó Linda.
Sissy se encogió de hombros.
– Es sólo otro milagro de la tecnología moderna.
Habría sido necesario otro milagro más de la tecnología para apartar sus ojos de los de Jelly.
Antes de que Sissy estuviese completamente en el suelo, la lengua de Jelly estaba en su boca. Bajó del estribo en un sinuoso abrazo.
– No importa lo que pase -gritó Jelly, desembarazándose de uno de sus propios pulgares honoríficos-. ¡Celebrémoslo!
– Por eso tardé tanto en volver a buscarte -explicó Heather-. Teníamos que preparar una pequeña fiesta de bienvenida.
Tras las barricadas, en el centro de los cimientos de la cúpula, se había dispuesto un despliegue floral. Había ollas de té, emparedados de queso, bolas de arroz con miel, cigarrillos de marihuana y yogur con cerezas frescas encima. Colocaron un collar de margaritas en el pulgar izquierdo de Sissy y la condujeron a la colchoneta tibetana de meditación de Debbie, donde se sentó. Risas, besos y té.
Enfrentadas con una inminente batalla contra la policía federal, no vacilaron las vaqueras en hacer la fiesta, porque, en fin, Sissy Hankshaw Hítche había regresado y cómo no festejar el acontecimiento.
– Muy propio de mujeres -gruñó el espectro del general Custer, atisbando a través de la hierba.
Sí, oh sí sí sí, dulce sí.
Muy propio de mujeres, realmente.
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LOS ESPECTROS, COMO pueden pasar a través de las paredes, tienen tendencia a generalizar. Sin embargo, el autor debería ser más inteligente. No debería haber dicho «muy propio de mujeres», sino «muy propio de algunas mujeres», o, mejor, «muy propio del espíritu femenino». No todas las mujeres poseen espíritu femenino.
Algunas de las vaqueras, por ejemplo, se negaron ostentosamente a participar en la fiesta de bienvenida. Se quedaron en las barricadas, como pueden atestiguar las grullas, lanzando hoscas miradas a las que festejaban. ¿Qué era Sissy para ellas? Una no vaquera. Una chiflada de manos extrañas. Una mujer mayor que había sido estrella de unos anuncios publicitarios en los que se decía que sus coños olían mal. Además, ¿qué pensaría el enemigo si pudiese espiar a través de los prismáticos aquella escena, si pudiese verlas tomar té, trenzar collares de margaritas y fumar porros? Por supuesto, lo que las vaqueras podían saber era que ningún enemigo las observaba, pues todas las tentativas que había hecho el FBI para establecer un puesto de observación en el Cerro Siwash habían desembocado en extraños desastres (¿pudo ser responsable de ello la hermandad del Chink y el cerro?). Entre las chicas y sus adversarios había una sucesión de colinas, y en la otra dirección descendía una pradera abierta que no ofrecía posibilidades de ocultarse y, en consecuencia, no tenía la menor utilidad para el gobierno.