Ignorando el desdén que su fiesta provocaba en las barricadas, Jelly tomaba yogur e intercambiaba frases amorosas con Sissy.
– Parece que cada vez que nos encontramos las cosas se estropean -dijo.
– Eso parece -dijo Sissy, un tanto mareada de marihuana y afecto-. Esta vez, sin embargo, parece grave, todas esas armas…
– La mayoría nos la consiguió Billy West. ¿No le conociste? Veintidós años y pesa ciento veinte kilos. Nacido y criado en Mottburg. Durante su niñez tenía la sospecha de que estaban jodiéndole. Cuando descubrío por fin que estaban jodiándole, decidió convertirse en forajido. No por venganza, sino por pureza.
– No le conocí -dijo Sissy, balanceando su nuevo y pequeño pulgar rojo sobre el brazo desnudo de Jelly-. Pero esas armas, ¿Estáis dispuestas de verdad a matar y morir por las grullas chilladoras?
– No, ni mucho menos -contestó Jellybean-. Las grullas son maravillosas, desde luego, pero yo no estoy en esto por las grullas. Estoy por las vaqueras. Es una cochina vergüenza que las cosas puedan llegar al punto de que matar y morir sean alternativas aceptables, pero a veces resulta así el guión. En fin, Sissy, miro a mi alrededor y por todas partes veo gente, individuos y grupos, gente conservadora, gente liberal, gente radical que ha quedado lisiada y contaminada en su interior por los años que han estado rindiéndose y sometiéndose a la autoridad. Si nosotras las vaqueras cedemos a la autoridad en este caso de las grullas, nos convertiremos simplemente en otro compromiso. Y yo quiero un destino mejor que ése… para mí y para las demás vaqueras. Es mejor que no haya vaqueras que las vaqueras acepten el compromiso.
– ¡Uf! -exclamó Linda, que se había acercado para llenar de nuevo la taza de té de Jelly-. Es un poco duro, pero reconozco que así ha de ser.
Sissy miró suplicante a Linda y a Jellybean.
– Pero no podréis matar a este dragón.
Con el mayor de sus pulgares, señaló al otro lado de las colinas, aunque lo mismo podría haber señalado en cualquier otra dirección.
– Jelly lo sabe -dijo Debbie, que se había acercado para reponer el emparedado de Sissy-. Lo que no parece saber es que nuestro trabajo no es liquidar al dragón. Ese ha sido tradicionalmente el trabajo del héroe. La tarea de la doncella es transformar al héroe y… al dragón. Y yo creo que no es demasiado tarde para lograr esa transformación.
Jelly parecía haberse unido a las nubes en un voto de silencio.
– Mierda, Debbie -dijo al fin (las nubes mantuvieron su voto)-. No puedo discutir contigo. El Chink dice que no debería siquiera intentar discutir contigo. El Chink dice que debo seguir los dictados de mi corazón. Mi corazón me dice que no puedo quedarme sentada y dejar que una pandilla de políticos manejen a las vaqueras.
Advirtiendo que tanto Jelly como Debbie agrupaban lágrimas en sus ojos, Sissy preguntó:
– ¿Pero cómo empezó todo esto? ¿Cómo os liasteis con la bandada de grullas?
Debbie se sonó con su pañuelo bordado.
– Ya sabías que estábamos alimentándolas, ¿no? Les dimos arroz moreno el otoño pasado y se quedaron un par de días más. Esta primavera decidimos probar algo distinto. Mezclamos el arroz con harina de pescado… a las chilladoras les encanta el pescado (los peces pequeños y los langostinos y los cangrejos azules), y la harina de pescado es barata. Luego Delores sugirió otro ingrediente, y pensamos que resultaría.
– ¿Queréis decir…?
– ¡Peyote! -dijeron a la vez Debbie y Jelly.
– Entonces la profesora tenía razón. Están drogadas.
– Oh, vamos, Sissy -dijo Jelly-. ¿Qué quieres decir con eso de «drogadas»? Todo ser vivo es una composición química y cualquier cosa que se le añada altera esa composición. Si comes una hamburguesa o un caramelo, se altera la química de tu organismo. El tipo de alimentos que comas, el tipo de aire que respires, pueden cambiar tu estado mental. ¿Significa eso que estás «drogada»? «Drogada» es una palabra estúpida.
– Has estado fumando hierba -dijo Linda-. Estás drogada. ¿Cómo te sientes? ¿Podríamos obligarte a hacer algo que no quisieses hacer?
Debbie se unió también.
– Míralas, Sissy. ¿Parecen drogadas? Cazan, comen, cagan, se atusan, descansan; ponen huevos, los incuban y cuidan de sus crías. Bailan y chillan de cuando en cuando, y de cuando en cuando vuelan. Lo único que no hacen y que antes hacían es emigrar. ¿Te parece un cambio tan drástico?
Enmarcando la bandada en un agujero de su emparedado de queso, Sissy hubo de decir:
– No. Supongo que no. Una de las mayores bandadas de grullas chilladoras de que sabemos, la que vivía en la zona de hierba amarilla de Lousiana, nunca emigraba. Así que no debe ser una condición general de la especie. -Bajó el emparedado-. Pero el peyote, evidentemente, afecta a sus cerebros. Les ha hecho interrumpir una norma migratoria que se remonta a miles de años. Y las ha hecho menos esquivas con la gente. Ni siquiera yo habría podido acercarme tanto a ellas antes, y yo tengo…
– ¡Algo especial con las aves! -canturrearon al unísono Jelly y Debbie-. ¡Un algo especial con las aves, un algo especial con las aves!
Su sonsonete patinó suavemente sobre el lago, no recordando ni a las aves ni a los observadores de pájaros, espero, que los primitivos colonizadores norteamericanos hacían flautas con los huesos de las alas de las grullas.
Sissy enrojeció.
Jelly la besó.
– Según mi opinión -dijo Debbie, balanceando sus bucles castaño-rojizos del lago a la colina-, el peyote las suaviza. Las hace menos estrictas. Antes temían el mal tiempo, temían a los humanos. Por eso emigraban y se apartaban. Pero el peyote las ha iluminado. Les ha enseñado que no hay nada que temer, sólo al miedo mismo. Ahora comprenden la vida y dejan pasar las malas vibraciones. No hay que preocuparse, hay que ser feliz. Hay que estar, aquí, ahora.
¿Aceptó Sissy eso? En absoluto.
– El miedo de los animales salvajes es completamente distinto de la paranoia de la gente -argumentó-. En el ecosistema libre y natural, el miedo es natural y necesario. Es en realidad un mecanismo para conservar la vida. Si las grullas no hubiesen tenido capacidad de sentir miedo, habrían desaparecido hace mucho y ahora no tendríamos más que sabaneros y patos silvestres comunes y corrientes.
– Esta discusión parece destinada a convertirse en disquisición académica -dijo Jelly- porque nos queda menos de medio saco de peyote y el cargamento de Delores acabó en la cárcel de Mottburg. Así que cualquier día tendremos que correr el riesgo de ver cómo se comportan las chilladoras en la bajada, ver si la experiencia del peyote las ha cambiado realmente o no. Pero, entretanto, quiero decir esto sobre el miedo…
Cuando Jelly pronunció la palabra miedo, éste se materializó súbitamente alrededor de ellas:
Una ruidosa e incontenible rueda giratoria de miedo que surcaba las alturas como el neumático deshinchado del Cadillac de Dios; un batir incesante que llenaba los oídos y tensaba el estómago de miedo huevo-muerte, que había envenenado los sueños de los niños del sureste de Asia.
El helicóptero llegaba de los cerros del sur, macheteando el cielo azul de septiembre en bélica carne. Se dirigía en línea recta a la fiesta.
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– ¡NO DISPARÉIS! -GRITÓ Bonanza Jellybean-. ¡Alto el fuego!