Por fortuna, su grito se oyó por encima de los machetazos picaoxígeno de las hélices del helicóptero, por encima de la fusilería que resonaba entre las asustadas vaqueras de las barricadas. Los disparos cesaron tan bruscamente como había empezado. La única víctima fue un caballo al que alcanzó en la sien una bala perdida. El caballo murió con hierba fresca en la boca.
Jelly había detectado en las toscas fajas de negro y rojo que llevaba pintadas el helicóptero, no la mano de la ley sino del fuera de la ley. Había acertado. Cuando el aparato, tras desmoronar el despliegue floral, se asentó en la hierba unos metros al norte de los cimientos de la cúpula, salió de él Billy West. Vestido completamente de negro, como Delores, hizo cuanto pudo por doblar su circunferencia lo bastante para poder pasar bajo las cuchillas giratorias sin que le decapitasen (El copiloto, un joven de pelo hasta la cintura, se quedó en los mandos).
Jelly se alzó del suelo en un abrazo elefantino. Sostenida en el aire en brazos de Billy, su seis tiros chocó contra el seis tiros de él.
– Que vengan unas cuantas y me ayuden a descargar -dijo Billy-. Te traje unas cajas más de municiones. Y algo de pan de molde. Y unas cuantas judías. ¿Qué te parece mi pájaro girador? Lo conseguí en un trato en Montana. Mierda. Tus muchachas, con su afán de darle al gatillo me han fastidiado la pintura nueva. -Gordos dedos señalaron una cinta de metal desnudo donde una bala había rozado el helicóptero-. Bueno, adelante, hay que descargar; tengo que soltar esto y largarme. Seguro que los federales me siguen la pista.
Cajas de municiones, cestos de pan y cajas de judías salieron del helicóptero y pasaron de chica en chica rápidamente hasta quedar al fin amontonados junto al carro. Luego, lanzando un mofletudo beso, Bill West volvió a meterse en el helicóptero y allá se fue, hacia Dios sabe dónde, agitando las colinas con su temible batir.
La tranquilidad que siguió fue sobrecogedora. El maná del cielo nunca fue como aquello. Salvo unas cuantas nubes trapenses, el cielo estaba vacío. De nada servía mirar hacia allí. Era mejor mirar las nuevas provisiones. El caballo muerto. Las caras angustiadas y asombradas. La radio era la única que tenía el valor de violar la atmósfera contemplativa del momento.
Coincidiendo con el girar de la tierra en que el «tiempo» era las seis en punto, la radio extraía noticias del éter. Más de una vaquera silenciosa oyó al locutor que daba las noticias decir que el juez Fulano, a petición de la Asociación Norteamericana de Libertades Civiles, había concedido cuarenta y ocho horas más de plazo a las vaqueras del Rosa de Goma para cumplir su orden. Se esperaba que siguiesen negociaciones entre vaqueras y gobierno.
En fin, esta evolución de los acontecimientos no era del todo inesperada. La siguiente lo fue, sin embargo. El locutor informó a sus oyentes que la capataz del Rosa de Goma, Delores del Ruby, había salido en libertad bajo fianza, por haber pagado ésta al propietario del rancho asediado, Productos Condesa Inc. La sorprendente y desconcertante noticia de que La Condesa pagaba la fianza de la señorita Del Ruby, la dio el asesor personal del ricacho, un tal doctor Robbins de Nueva York.
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AQUELLA NOCHE SISSY y Jelly yacieron bajo las mismas estrellas, bajo las mismas nubes, bajo las mismas mantas, bajo el mismo hechizo: Como los candidatos políticos, cambiaron con frecuenica de posiciones. En la campaña del 69, los escrutinios no terminaron hasta el amanecer.
Cuando los famosos rosados dedos de la aurora atenazaron el preservador vital del horizonte, las madrugadoras grullas oyeron decir a Jelly:
– Cada vez que te digo que te amo, retrocedes. Pero ése es un problema tuyo.
Sissy contestó:
– Si retrocedo cuando dices que me amas, es un problema de ambas. Mi confusión se convierte en tu confusión. Los estudiantes confunden a los profesores. Los pacientes confunden a los psiquiatras. Los amantes de corazón confuso, confunden a los amantes de corazón claro. -Rió entre dientes ante su asombroso aforismo-. Creo que necesito ver al Chink -añadió quedamente.
– Eso mismo pienso yo -dijo Jellybean-. Ahora las vaqueras nos pasaremos dos días haciendo sólo juegos de palabras con los abogados. ¿Por qué no te acercas al cerro?
– Lo haré -dijo Sissy. Y cuando el nuevo día se situó en el techo de la pradera, lo hizo.
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ELLO NO LO había imaginado así. En su pensamiento había sido muy distinto. En su pensamiento, había habido un cordial abrazo, un cazo de agua fresca para domar la sed después de la áspera subida, un reposo tranquilo a la sombra de una roca y sabias palabras filtradas a través de una barba de escuela dominical, palabras que ladraban y mordisqueaban los fugitivos talones de la confusión.
En el pensamiento de Sissy, él llevaba puesto ropa, al menos hasta la hora de acostarse. No había habido en el pensamiento de Sissy mano en sus bragas, ni acción inmediata. Y, desde luego, él había tenido algo más que decir que «ja ja jo jo y ji ji».
Expectativas frente a realizaciones. Todos recordamos ese viejo caso. Ciertamente, él había dicho algo más que el ja ja jo jo y ji ji. Nada más verla (sólo las rocas saben cuánto tiempo llevaba observándola subir), se había reído «ja ja jo jo y ji ji», pero luego había cabeceado de pulgar a pulgar y dicho:
– Es maravilloso, me gusta la combinación. Ahora estás equilibrada.
– ¿Equilibrada? -había preguntado Sissy-. ¿Equilibrada? Pero uno es corto y flaco y el otro largo y gordo.
– No confundas simetría con equilibrio -había contestado él.
En vano esperó Sissy una ampliación. En vez de un discurso sobre opuestos y paradojas, hubo otra risilla. Luego, fuera mono y albornoz. El lector puede imaginar lo que siguió, aunque el lector probablemente no podría imaginar su frecuencia y duración. De verse obligado a hacerlo, el autor podría describirlo: cada gota de sudor, cada contracción muscular, cada jadeo, cada suspiro, cada chapoteo de resbaladizo tejido. Si estuviese de humor, podría el autor hacer que oyeras las sorbidas tan claramente como si lo que se sorbiese fuera un helado; podría hacerte oler la creciente marea de almizclados aromas con tanta agudeza como si te hubiese echado sobre la cabeza las sucias sábanas. Sin embargo, pasajes tan descriptivos podrían malinterpretarse como una apelación a tu libidinoso interés. Además, el autor tiene otros datos que comunicar, y las páginas del siglo xx se están acabando ya. En consecuencia, que baste lo bastante. Hasta que Sissy y el Chink se pongan de pie otra vez, el autor va a volverles la espalda y a leer el periódico. En fin, lo leeré en voz alta. Nos encontramos en la página 31
CONSEJOS DEL HOGAR
Querida Eloísa: ¿Con qué se pueden limpiar los capullos de rosa?
G.S.
Querida G.S.: Sirve muy bien la saliva de azulejillo con azúcar. Aplícala con un manguito de abeja.
Eloísa
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BUENO, YA HAN TERMINADO. Apenas si pueden caminar hasta el borde de la escarpadura para ver la puesta del sol, los muy pillastres. Retrospectivamente, sin embargo, hemos de considerar que el Chink estaba intentando ayudar a Sissy a liquidar su confusión. Tras pasar la noche haciendo el amor con Jellybean, si no hubiese pasado el día haciendo el amor con el Chink quizá no hubiese sido una comparación exacta. Y quizás el Chink considerase necesaria una comparación, aunque no hubiese considerado necesaria una elección.
El amor nos confunde fácilmente porque oscila siempre entre ilusión y sustancia, entre recuerdo y deseo, entre satisfacción y necesidad. Quizás haya veces en que las contradiciones del amor estén tan entremezcladas que el único medio de ver la verdad del amor sea confrontarlo con la irreductible realidad de la lujuria.