– Exactamente lo que más necesitábamos -replicó Delores del Ruby-. Una grulla chilladora disecada.
Sí, Delores estaba de vuelta. Y con su regreso desaparecía toda esperanza de acuerdo. Muchas de las vaqueras, preocupadas por la seguridad propia y por la seguridad de sus compañeras, preocupadas por las aves, preocupadas incluso por los hombres que estaban a la puerta, deseaban cada vez más aceptar las condiciones del gobierno. La propia Bonanza Jellybean admitía que las vaqueras habían logrado su objetivo, que habían triunfado repetidamente, que habían triunfado ante una audiencia mundial, y que, en consecuencia, poco más podrían ganar extremando las cosas.
Ay, pero Delores… Era una sombra oscura de mujer. De ojos nocturnos. Y voz de medianoche. Y una sonrisa como el silbido de un áspid bajo la lluvia. Se decía que de cada uno de los pezones de sus pechos perfectos brotaba un largo rizo de pelo como el ébano. Delores permanecía inflexible.
– No adoptamos esta posición por nosotras mismas -decía, con voz tan pesada y lenta como los párpados de un cocodrilo-. No es por las vaqueras -chasqueó su lengua de flecha hacia Jelly-. Es por todas las hijas del mundo. Es un enfrentamiento de la máxima importancia. Es la oportunidad que el género femenino tiene de demostrar a su enemigo que está dispuesto a luchar y a morir. Si nosotras las mujeres no demostramos aquí y ahora que no tenemos miedo a luchar y morir, nuestro enemigo jamás nos tomará en serio. Los hombres sabrán siempre que, por muy firmes que sean nuestras palabras y por muy resueltos que sean nuestros actos, hay un punto en el que daremos marcha atrás y les cederemos el puesto.
Chasqueando el látigo hacia las suaves protestas de la oscura Debbie, Delores desfilaba orgullosa ante las barricadas.
– ¡Yo estoy dispuesta a combatir! -gritó-. ¡Además estoy decidida a ganar! ¡A obtener una victoria para todas las mujeres, vivas o muertas, que sufrieron derrotas temporales en su vida interior frente a la insensibilidad masculina!.
Unas cuantas vaqueras vitorearon.
– Yo combatiré a esos cabrones -dijo Donna.
Big Red estaba abriendo una lata de judías con un cuchillo de monte.
– Yo les combatiré con gas de judías, si es necesario -dijo Big Red.
Delores y su látigo compartieron una sonrisa.
– El sol se está poniendo -dijo la capataz-. Que las que no tengan que hacer guardia duerman un poco. Por la mañana, planearemos nuestra lucha. Mañana por la tarde, las que quieran pueden reunirse conmigo en el cañavera, donde las grullas y yo compartiremos las últimas migajas que quedan del saco de peyote.
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SI QUERÉIS DETALLES de la reunión secreta que se celebró en la Casa Blanca para tratar del asunto de las grullas chilladoras, habréis de leer el resumen que escribirá Jack Anderson en cuanto pueda echar mano a las cintas. Si es que hubo cintas. Seymour Hersh dice que la conferencia no se grabó, dice que, tras las experiencias grabatorias del anterior presidente, nada volverá a grabarse en la Casa Blanca, ni un concierto de Mantovani ni un paquete de Navidad ni un tobillo dislocado… y por eso Seymour Hersh no planea ningún artículo en profundidad sobre el tema. Habréis de resignaros; jamás conoceréis los detalles de la reunión secreta celebrada en la Casa Blanca para tratar del asunto de las grullas chilladoras. ¿Estáis seguros de que deseáis conocerlos?
El autor sabe en términos generales lo que sucedió en la sala de conferencias de la Oficina Oval aquella mañana de finales de septiembre, y aunque le han advertido que no abra la boca, va a divulgarlo aquí. Tendréis que conformaros con eso. Hay muchos arroyuelos vacíos en estas páginas. Jamás os prometí un caudaloso río, jamás os prometí el Potomac.
Una cosa absolutamente segura es que el Presidente, el nuevo Presidente, era aquella mañana un hombre inseguro. Sentía grumos en las salas de su bilis. Tenía por alguna razón, la fastidiosa sospecha de que el último Presidente no habría permitido que le convocasen para una reunión sobre grullas chilladoras y vaqueras. El último Presidente, pensaba el nuevo, habría ordenado a sus ayudantes que emprendiesen la acción que fuese políticamente más práctica respecto a las grullas, mientras él, el último Presidente, que no iba a buscar en las intimidades de los problemas sociales, cogía un reactor camino de Pekín o Moscú o El Cairo para alborotar la situación internacional que era desesperada, como siempre. El nuevo Presidente se sentía rebajado, se sentía muy mal ante la idea de que esperasen que presidiese una reunión para tratar de unas aves zancudas. Realmente, se habría negado de no haberle informado que el Pentágono y el Petróleo querían conferenciar con él. Nuevo en el puesto, percibió sin embargo que, como Presidente, no podía ignorar al Pentágono y al Petróleo, igual que no había podido hacerlo como miembro del Congreso, pero percibía también, en las burbujas de su bilis, que lamentaría aquella maldita conferencia sobre las grullas chilladoras.
El interés de los militares y de los petroleros por el asunto del Rosa de Goma era reciente. Hasta entonces, la cuestión sólo preocupaba al Departamento de Justicia, que deseaba poner fin (a su modo habitual) a lo que consideraba desafío, subversión y apropiación ilegal de bienes federales, y al Departamento del Interior, que deseaba colocar de nuevo a las grullas donde estaban antes y quitárselas de encima. Cuando los generales y los petroleros sugirieron un enfoque distinto, Justicia e Interior estuvieron, en líneas generales, de acuerdo.
La reunión se inició con las explicaciones del Presidente del FBI al nuevo Presidente sobre las barricadas que las vaqueras habían construido justo delante de la bandada de grullas. Lo calificó de «astuta y diabólica táctica», pues si los agentes federales disparaban contra las jóvenes, correrían peligro las vidas de las grullas.
– Mantienen a las grullas como rehenes, en realidad -dijo el jefe del FBI-. Nos tienen cogidos.
Luego cedió la palabra al Pentágono, a quien representaba un general de cuatro estrellas de las fuerzas aéreas. El general, sacando datos y cifras de una carpeta azul de plástico, explicó al nuevo Presidente que aquella bandada de grullas chilladoras había sido una espina en la carne de los militares durante más de treinta años. Desde 1942, la mejor zona de bombardeo, con mucho, y la más utilizada de Norteamérica, había sido la de la isla de Matagorda, en la costa texana del Golfo de México. La mayoría de las tripulaciones de los B-52 que servían en Vietnam se habían entrenado en el sector de Matagorda, por ejemplo. Además, los helicópteros armados habían utilizado con frecuencia y eficacia la zona para sus entrenamientos. Como las grullas chilladoras invernaban en Matagorda o en la tierra firme próxima a la bahía de San Antonio, en lo que se conoce como la Reserva Nacional de Aransas, la fuerza aérea y el ejército habían sido acusados frecuentemente por los ecologistas de provocar la extinción de la especie. Presionado, hasta el Departamento del Interior había empezado a incordiar a la fuerza aérea por este motivo. Las operaciones navales y de guardacostas de la zona habían sido también criticadas y obstaculizadas, según el general. Explicó al Presidente que el Pentágono consideraba a las grullas perjudiciales para el interés primordial de la defensa del país.