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TENEMOS UN REPTIL en nuestro tótem. Lleva allí desde el Edén. Vive en la base del cerebro y tiene una relación especial con las mujeres. Está asociado con el mundo obscuro, la conciencia obscura, el necesario opuesto de la luz. Pero, no funciona como símbolo porque es demasiado impredecible. En el varón, su veneno puede producir violencia o arte. En la mujer, produce una locura peculiar que el hombre no comprende. En los niños, es el carrito rojo pintado de azul.

Delores comió siete botones de peyote, después de eliminar sus ponzoñosos penachos. A Donna, LuAnn, Big Red y Jody les dio tres a cada una. Quedaron con esto en el saco sólo cuatro botones. No había suficiente para las grullas, que mostraban ya señales de bajada (desasosiego, inquietud, bullicio) y ninguna de las otras vaqueras quiso subir. Así que Delores se comió ella misma las cuatro últimas plantas. El peyote es feo de aspecto (los «botones» parecen verdes cojines para los pies enfermos de gnomos malévolos) y de un sabor horrible. Sus siete alcaloides producen siete variedades de retortijones abdominales (había cinco vaqueras vomitando al cabo de una hora) y sucios eruptos de acidez.

Con náuseas, Donna, Big Red, LuAnn y Jody vagaban por la orilla del lago, posando los ojos en todo lo que se moviese, que era todo. Tenían la cara ardiendo, las piernas flaccidas, los pensamientos planeando. Los coches blindados de la colina parecían ridículos, infantiles. La forma en que el viento aumentaba su velocidad, sin contentarse nunca con ésta o aquella velocidad concreta, parecía también divertido. Pero el viento no tiene sentido del humor y, cuando empezaron a alzarse olas de polvo, las cargadas vaqueras se refugiaron en las barricadas, agrupándose en ansioso estupor, quizá reviviendo los polvorientos instantes de la Creación.

Pero Delores… Delores yacía tendida entre las cañas, al borde del agua. Dormida aunque despierta, tan profundamente se había hundido en el agujero de su mente que ni tormenta ni polvo podían seguirla. Jellybean renunció a levantarla y conducirla a un lugar resguardado, y la dejó allí, salpicada de vómito verde, comunicándose con su tótem. Delores gemía. Abría y cerraba la mano en la empuñadura del látigo. Parecía a punto de reptar sobre el vientre, de deslizarse entre las aguas azotadas por el viento del lago.

Fue allí, en aquel estado, donde la encontraron ellas. «¿Ellas?» Niwetúkame, la Madre Divina, y la serpiente del servicio de reparto. ¿Habían venido juntas? ¿Estaban confabuladas la serpiente y la diosa? ¿Qué se dijeron? ¿Cómo fue el asunto de la carta? ¿Le mostraron a Delores joyas, colibríes, golpes de relámpago? ¿Conoció Delores a su doble? ¿Qué negocio se formalizó? ¿Fue algo pasmoso y aterrador o tuvo aire de asunto comercial? Delores nunca lo explicó.

Mucho después de la visión de San Antonio y de los ramalazos epilépticos de Paulo en el camino de Damasco, mucho después de que las voces hablasen a Juana de Arco y los ojos de Blake se llenasen de maravillas celestiales, mucho después de los trances profetices de Edgar Cayce y de la visión del ángel hip de Ginsberg llegaron las tres visiones de Delores del Ruby, la tercera de las cuales la envió tambalaéndose a las barricadas, en la oscuridad de la noche, al final de una tormenta de polvo de Dakota, a arrebatar los rifles de las manos de sus hermanas vaqueras.

Relampagueaban sus ojos negros como húmedos penachos de ánades; su rostro se había dulcificado en una plácida máscara de sangre eléctrica. Bajo la luz de la luna, se alzaba como una ciudad cercada por las llamas. Caminaba como en sueños. Con una lenta y subacuática ajenidad, arrojó las armas entre la hierba cubierta de polvo.

Nadie se atrevió a poner en entredicho sus acciones; nadie llegó siquiera a pensar en poner en entredicho sus acciones. Evidentemente, actuaba bajo autoridad divina. Había abandonado su látigo.

Cuando habló, fue como si alguien hubiese borrado los tonos guturales de sus consonantes y pulimentado sus vocales. Habló con sencillez pero con gran intensidad.

– El enemigo natural de las hijas no son los padres y los hijos -proclamó-. Estaba equivocada.

»El enemigo de las mujeres no son los hombres.

»No, y el enemigo del negro no es el blanco. El enemigo del capitalista no es el comunista, el enemigo del homosexual no es el heterosexual, el enemigo del judío no es el árabe, el enemigo del joven no es el viejo, el enemigo del hip no es el carca, el enemigo del chicano no es el gringo, y el enemigo de las mujeres no son los hombres.

»Todos tenemos el mismo enemigo.

»El enemigo es la tiranía de la mente embotada.

»Hay negros autoritarios con mentes embotadas, y son el enemigo. Los dirigentes del capitalismo y los dirigentes del comunismo son la misma gente. Y son el enemigo. Hay mujeres de mente embotada que intentan reprimir el espíritu humano, y son el enemigo igual que los hombres de mente embotada.

»El enemigo es todo técnico que practica manipulación tecnocrática, el enemigo es todo el que propone la uniformidad y el enemigo es toda víctima que sea tan embotada y perezosa y débil como para dejarse manipular y uniformar.

Las vaqueras se agruparon alrededor de Delores en un apretado círculo. No faltaba ninguna. Varias estaban transfiguradas. Sus ojos habían empezado a brillar en pálida aproximación a los de su capataz.

– Es misión de la mujer destruir además de dar la vida -les decía Delores-. Destruiremos la tiranía de lo embotado. Pero no podemos destruirla con armas, ni con látigos. La violencia es el Desayuno de los Campeones del imbécil, y el lógico producto final de su orgullo mal enfocado. La violencia fertiliza aquello que despoja. Pero, Debbie, no podemos amar lo estúpido así por las buenas. Sólo contaminamos nuestras propias aguas cuando intentamos extender nuestro verdadero afecto a aquellos que no saben cómo recibir o dar amor. El amor es muy poderoso, pero tiene límites y es un craso error extenderlo demasiado.

»No, destruiremos al enemigo de otro modo. La Madre Peyote ha prometido una Cuarta Visión. Pero no vendrá sola para mí. Vendrá para todas vosotras, para todas las vaqueras de la Tierra, cuando hayáis superado lo que está embotado en vuestro propio yo.

»La Cuarta Visión vendrá también para algunos hombres. Les reconoceréis cuando les veáis, y sed sus firmes compañeras en iguales y extáticos arrebatos de acción poética y amor.

Delores alzó una carta. La luna de la pradera iluminó sus mellados bordes. Era la sota de corazones.

La capataz parecía agotada. Chorreaban de su pelo negros vahos de cansancio. Su voz se apoyaba contra la pared de su laringe cuando dijo:

– Lo primero que habéis de hacer por la mañana es dar fin a este asunto del gobierno y las grullas. Ha sido positivo y fructífero pero ya ha ido lo bastante lejos. El juego deja de cumplir un fin serio cuando se toma demasiado en serio. Siento no estar aquí con vosotras al final. He sido desagradable y estúpida durante mucho tiempo, como sabéis. Tengo mucho que recomponer, mucho que lograr, y hay alguien importante a quien he de ver. Ahora.

Grácil como un ballet de cobras, Delores se volvió y se alejó en la noche seca de Dakota.

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LAS VAQUERAS APENAS durmieron. Se sentían intoxicadas. Las tensiones ideológicas que las habían dividido se habían esfumado. Se habían redefinido objetivos. Justo a la vuelta de la esquina, cantaban los destinos de la misteriosa Cuarta Visión. Aspectos totalmente nuevos de la vida hacían señas, como fabulosos… pulgares. Las vaqueras estaban preparadas para más de todo, y hasta eso podría no bastar.

Cuando la vida pide más a la gente de lo que pide ésta a la vida (como suele pasar) la consecuencia es una aversión a la vida casi tan profundamente asentada como el miedo a la muerte. De hecho, la cuestión a la vida y el miedo a la muerte son prácticamente sinónimos. ¿Se deduce de esto, pues, que cuanto más pide la gente a la vida menos teme a la muerte?