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¿O estaba sólo el doctor Robbins haciéndose el gracioso cuando, al explicar cómo un concepto tan cobarde como «lo suyo no es razonar por qué, lo suyo es sólo hacer o morir» podía obtener el favor popular, decía, «algunas personas preferirían morir a pensar en la muerte»?

Bien, podemos comentar sólo que tan exaltadas estaban las vaqueras, tan expectantes, tan sumidas en magia, que les resultaba difícil concentrarse en la amenaza que las acechaba en la colina. Sólo sabían que no deseaban ya luchar contra las autoridades (en los términos de las autoridades) y tenían fe en que ningún combate se produciría.

Pero, los guardias federales y los agentes del FBI no compartían, tras el escudo de los coches blindados, tales ideas. Tampoco los hombres habían dormido. La tormenta les había dejado sucios, con los ojos enrojecidos, irritables, pero al acercarse el amanecer temblaban con la antigua energía del cazador. Cuando pensaban en las jóvenes y suaves piezas que cobrarían pronto, temblaban. Mascaban chicle furiosamente. Varios de ellos tuvieron erecciones.

Ninguno de los dos campos estaba preparado para el amanecer cuando llegó. Como las manos de un ladrón nocturno, aquellos famosos dedos rosados se deslizaron de pronto sobre el saliente de la ventana del hemisferio y con sigilosa eficacia empezaron a apalancar el cerrojo del día. Antes de que sus mentes excitadas pudieran captar plenamente la idea, las vaqueras y los agentes federales contemplaban los desmayados perfiles de las recíprocas barricadas.

– Bien -dijo Jellybean-, es preciso que una de nosotras suba a esa colina y les diga a los muchachos que Norteamérica puede recuperar sus grullas chilladoras. Como yo soy aquí el jefe, y como soy responsable además de que muchas de vosotras decidieseis ser vaqueras, seré yo quien vaya.

– Pero…

– No hay peros que valgan. Pronto será de día. No asoméis la cabeza. Ta ta.

– ¡Jelly! ¡Por favor!

La vaquera más linda del mundo se levantó; se irguió. Por un instante, sus rígidos brazos parecieron alas. La carne de gallina de sus muslos desnudos se tensó. Vibraron sus pechos bajo la vistosa camisa vaquera. Si Francis Scott Key hubiese visto tales pechos a la primera luz del alba, quizás hubiese ido bajo cubierta para escribir un himno totalmente distinto (o quizá Francis Scott Key hubiese ignorado las mamas erógenas, meras trampas sexuales donde se enredan los hombres, y comentado, por el contrario, el ejemplo más universal de un hombre solo que acepta valerosamente una ardua responsabilidad. Pero no juzguemos injustamente al compositor ni confundamos su sensibilidad con la de aquel asombroso patinador artístico, Francis Skate Key).

Jellybean saltó sobre el esqueleto de una máquina reductora y plantó sus botas vaqueras en aquella hierba sin rocío. «No hay por qué asustarse», se dijo a sí misma. «Sólo llevaré este mensaje lo más rápido posible y luego iré hasta el cerro a ver a Sissy.» Jelly no tenía la menor idea de lo que sería ahora del Rosa de Goma, pero nunca en su vida se había sentido más vaquera.

A medio camino de la colina, mientras sus lindas rodillas alzaban nubes de polvo sobre las cabezas de los ásteres, recordó que aún llevaba su seis tiros. Delores había pasado por alto aquel arma en su orgía de desarme. «Será mejor que me deshaga de él», pensó Jelly. «Podría asustar a esos señoritingos.»

Dedos de muñeca de goma se posaron en la pistolera y sacaron el arma. Había desenfundado pistolas desde los tres años. Juego. Puro juego. Cuando se disponía a deshacerse del arma, antes de que sus dedos pudiesen soltar la empuñadura opalina, un tiro llegó desde lo alto del cerro.

Jelly sintió un impacto en el vientre. Algo punzaba su grasa infantil. El seis tiros se deslizó de sus dedos mientras se alzaba su camisa de satén y bajaba la cintura de la falda. Brotaba de su cicatriz brillante sangre roja; podía verla a la luz del amanecer, podía ver su cálido brillo manando del punto exacto donde se había herido al caer de un caballo de madera a los doce años. -No me alcanzó en realidad una bala de plata -confesó, a nadie en particular. -¿O sí?

Y esbozó la sonrisa deliciosamente secreta de quien por instinto reconoce la realidad del mito.

Y en la cumbre del cerro se apretaron veinte o treinta sudorosos gatillos más. Y Bonanza Jellybean quedó reducida a sanguinolenta papilla.

Abajo, junto al lago, las vaqueras chillaban y gritaban. Se abrazaban con horror. Un par de ellas, LuAnn y Jody, saltaron de las barricadas para recuperar sus armas y fueron inmediatamente acribilladas.

Bramó un altavoz: «Tenéis dos minutos para salir con las manos en la cabeza.» Pero era evidente que no tenían ninguna posibilidad de rendirse. Los agentes habían empezado ya a disparar al azar, y en cualquier segundo se organizaría una orgía de disparos para seducir con la muerte a todas las vaqueras de las colinas de Dakota.

Curioso que nadie prestara atención al helicóptero. Los agentes que lo oyeron debieron suponer que era de los suyos. Sus marcas negras y rojas no debieron resultar extrañas a la luz difusa de la mañana. Lo cierto es que nadie disparó contra el helicóptero, pese a volar muy bajo. Estaba tan cargado de explosivos que no podría haber subido una pulgada más.

Cuando aterrizó torpemente, disolviendo el semicírculo de guardias y agentes federales, ya no había posibilidad de hacer nada. No había «tiempo» suficiente. El muchacho gordo de la cabina (era imposible determinar si reía o lloraba) pulsó el detonador y una poderosa explosión desintegró la cima de la colina: hierba, ásteres, polvo, ratones, coches blindados, agentes federales, todo.

En la quietud que siguió a los ecos de la explosión, la bandada de grullas chilladoras se alzó en un gran impulso de batientes alas (una tormenta blanco lirio de vida, una explosión de Gabrieles albinos), invadió el cielo que esperaba y, tras rodear una vez el lago, haciendo ejercicios de calentamiento o en una despedida ornitológica primordial, enfiló hacia el sur, hacia Texas.

Dejando a amigos y enemigos humanos resolver sus respectivos líos humanos.

117

UNA DE LAS víctimas de la guerra de las grullas chilladoras fue el Chink.

Sissy había estado tan preocupada por Jellybean que no había podido dormir. El Chink le había contado historias, le había dado masajes en los pies, le había hecho beber vino de ñame y había tocado una especie de arrullo de lechuza blanca con su violín caja de puros de una sola cuerda, sin ningún resultado. Al fin, Sissy le dejó seducirla y, sin olvidar ningún músculo, tendón, ligamento ni articulación, le dio un verdadero repaso generaclass="underline" tuvo Sissy cuatro orgasmos, y cuando el último se había apagado, su aristocrática nariz andaba empaquetando pequeños zzzzzs y enviándolos a todas partes. Luego, el Chink no consiguió dormir.

El Chink percibía el desastre. Bueno, ¿y qué? La supervivencia, la suya propia o la de cualquier otro, no era para él prioridad máxima. Para un hombre que «seguía el tiempo» por aquellos relojes, había cosas mucho más interesantes y más importantes. Pero le carcomía un estúpido sentido de la responsabilidad. No podía quitárselo de encima. Hasta que al fin dijo: «Bueno, de acuerdo, iré y jugaré, sólo esta vez. En fin, de todos modos no puedo dormir.»

Bajó el Cerro Siwash después de ponerse la luna, hazaña que ningún otro podría haber emulado. Muchos burros no podrían bajar por aquel camino a plena luz del día sin destrozar su reputación de animales de pies seguros. Muchos grandes barriles de cerveza serían incapaces de bajar rodando por la senda de Cerro Siwash, y algunos retorcidísimos pretzels no podrían imitarle decentemente.