Al final del camino, se encontró a Delores del Ruby.
Ninguno de los dos pareció sorprenderse, pero sin duda fue comedia.
Se miraron de arriba abajo, ella intentando parecer fría, él más frío aún. Él deseó preguntarle qué estaba haciendo allí, pero no lo hizo; deseó ella decirle que iba a verle, pero no pudo. Ancló las manos en las caderas; arrugó él la nariz. Cuando más procuraban no sonreír, más los pequeños músculos de la boca luchaban por ser libres. La fuerza de las sonrisas reprimidas hacía agitarse sus orejas en la oscuridad.
– Así que tú eres el gran brujo, ¿eh?
Quizá sí y quizá no. De todos modos, que más da
– Supongo que te debo disculpas. He estado poniéndote verde…
– Da igual.
– Bueno, sólo quería que supieras que estoy empezando a apreciarte. Algunas de tus ideas no están del todo mal.
– ¿Te gustan? Deben haberme tergiversado.
– ¿No tergiversan a todos los grandes brujos?
– Los tergiversan, distorsionan, diluyen y deifican. Por ese orden. Jesús sufrió a manos de sus adoradores mucho peor destino que la crucifixión. Tienes un culo encantador.
– Tú no te pareces mucho a Jesús.
– ¿Cómo lo sabes?
– Hablas de mi culo.
– ¿No crees que Jesús hubiese admirado tu culo?
– No el Jesús sobre el que he leído.
– Exactamente. Tergiversado, distorsionado y diluído. En realidad, si Jesús hubiese admirado tu culo, probablemente no lo habría dicho. Sí, tienes razón. No me parezco mucho a Jesús. Y tampoco me parezco mucho a Hubert Humphrey. Hubert Humphrey es capaz de mascar doscientas cuarenta y seis barras de chicle de una vez. Yo no podría hacerlo.
– Sin duda tu linda boquita se hizo para mejores cosas.
Y se inclinó y depositó un beso en los morros del Chink. La primera vez que besaba a un hombre en una era de serpiente.
– Tú tampoco estás mal. Cuando dejas el látigo en casa.
– Ya no juego con el látigo.
– ¿Ah sí? ¿Con qué juegas ahora?
– Estoy aprendiendo que hay todo un universo de cosas con que jugar, incluidos grandes brujos.
– Los brujos pueden jugar fuerte. ¿Qué quieres de mí? ¿La llave del tesoro?
Delores buscó bajo su negra camisa, entre oscuros pezones, pelos y lunares, y sacó la sota de corazones.
– Vaya, haces juegos de cartas también. Eres toda una actriz.
– Anoche tuve una visión. No vine aquí a resolver nada. Vine aquí a celebrar, y a que tú celebres conmigo.
– En ese caso, puedes quedarte un tiempo. Es sabia la mujer que no acude al maestro a buscar soluciones.
– Qué más da.
– Sí. Um. Pronto amanecerá. Tengo que ver a unos tipos por un asunto de unos pájaros. Cuando haya luz ya, ¿te importaría subir a la cueva y hacer compañía a Sissy hasta que yo vuelva?
Delores aceptó y el Chink se alejó trotando entre la hierba.
Quizá tuviese algún plan, algún truco mágico pensado. Algo debía tener guardado en su ancha manga. Pero fuese lo que fuese lo que el Chink pensaba hacerles a los agentes federales, nunca llegó a hacerlo. Cuando vio a Bonanza Jellybean destrozada, el viejo chiflado se lanzó derecho hacia las barricadas del gobierno. Nadie oyó sus gritos. Los obscurecieron primero los disparos, luego el altavoz, luego el helicóptero y por último la explosión.
La explosión le derribó ladera abajo, barba, albornoz y sandalias volando, como si la explosión fuese el apagabroncas más duro de Jerusalén y él un gorrón en la última cena. Su cadera izquierda quedó destrozada.
118
Y SUCEDIÓ ASÍ que Sissy Hankshaw Hitche y Delores del Ruby pasaron un triste día en Mottburg. A media mañana, cuando el sol estallaba sobre los silos, las dos mujeres (una disfrazada) cruzaron rápidas ante los individuos que con prendas Sears hacían la parada para tomar café en el Bar de Craig. Pasaron ante las rollizas y jóvenes madres que, bigudíes en el pelo, parloteaban en la lavandería-autoservicio. Pasaron ante la agencia Chevrolet y el blanco rostro de la oficina de la Legión Americana. Llegaron a la estación de ferrocarril justo cuando cargaban en el vagón de equipajes el ataúd. Bonanza Jellybean, alias Sally Elizabeth Jones, tenía un billete de ida para Kansas City. Su padre, un individuo bajo y calvo, había venido para acompañar al cadáver. La mamá de Jelly se había quedado en casa, avergonzada. El tren salió de la estación traqueteando, disolviéndose en lágrimas que cayeron sobre las vías como balas de plata.
Más tarde, mientras Delores bebía café irlandés en un rincón oscuro de la Sala Bisonte del Elk Horn Motor Lodge, Sissy intentó visitar a las veintisiés vaqueras que estaban encerradas en el vestíbulo de la Mottburg Grange porque no había sitio en la cárcel. Las vaqueras estaban detenidas sin fianza, esperando juicio. Lo siento. No se admiten visitas.
A las dos en punto, Sissy y Delores se unieron a una curiosa multitud en el cementerio de la iglesia luterana para el funeral de Billy West. Había un ataúd simbólico, pero no había cadáver. Extraño que de los ciento veinte kilos no hubiese quedado ni una cucharada, pero así era. La familia estaba tensa, el predicador irritado, los ritos fueron protocolarios. El duelo, si es que podía llamarse así, lo formaban principalmente compañeros de Bill, que aún no podían creer que la bola de grasa de la que se habían burlado en la escuela se hubiese convertido en un forajido y asesino famoso y hubiese aprendido a pilotar un helicóptero en una tarde. Cuando echaban la desmigajada tierra de la pradera sobre aquel ataúd deshabitado, la abuela Schriber dijo en voz alta que Billy West era el único héroe que había dado Mottburg, y que ella quería, como fuese, unirse a las vaqueras. Se la llevaron rápidamente los nietos.
La parada siguiente de Delores y Sissy fue en el pequeño hospital. El Chink estaba enyesado como una pared. Se podría haber colgado de él un cuadro, y un espejo, además. Pero ojo con la mariposa que pudiese salir de aquel capullo. Pese al dolor, les hizo un guiño. Los ojos que guiñaba estaban tan nubosos como el semen. Las mujeres estaban demasiado deprimidas para poder prestarle ayuda alguna. Sissy gemía al lado de la cama.
– ¿Todo está empeorando? -balbuceó.
– Sí -contestó el Chink-. Todo está empeorando. Pero todo está mejorando también.
Y sucedió así que el rancho Rosa de Goma fue entregado oficialmente a las vaqueras que lo habían trabajado. Las vaqueras supervivientes pasaron a ser socias a partes iguales. Hasta que las chicas tuviesen libertad para hacer con él lo que deseasen, se pidió a Sissy Hankshaw Hitche que supervisase el rancho, con un salario de trescientos dólares semanales.
El regalar el Rosa de Goma fue el último negocio que realizó La Condesa antes de disolver su compañía e irse a trabajar como enfermero en la sección de maternidad de un hospital de beneficencia, siguiendo las instrucciones de su psiquiatra y asesor personal, un tal doctor Robbins.
– Vuelve a aspirar los aromas del nacimiento -le había dicho el doctor Robbins a La Condesa-, pues los olores del cuerpo femenino, los olores que has procurado matar con tus substancias químicas totalitarias son los mismos olores del nacimiento, los poderosos aromas de la esencia de la vida. La nariz que se ofende ante el cálido perfume del coño es una nariz inadecuada para este mundo. Debería estar olisqueando oro en las limpias calles del cielo. La vagina apesta a vida y a amor y al infinito, etc. ¡Oh Vagina! Tú incienso salobre, tu lunar almizcle fungoso, tus profundas olas de miel de almeja que chocan contra el frío acero de la civilización; arrastra, oh vagina, nuestras narices, a la piedra de molino del éxtasis, y déjanos morir oliendo lo que olimos al nacer!
Y sucedió así que en cuanto fue posible, Sissy y Delores llevaron al Chink al rancho para que pasase allí su convalecencia. Dispusieron para él la habitación principal, el dormitorio donde había dormido Jellybean, y la señorita Adrián antes que ella. Pocos encantos le brindaba la casa del rancho al viejo pedo, pero era muy consciente de que las dos mujeres no podían subirle al Cerro Siwash. Delores instaló el estéreo en aquella habitación para que el viejo pudiese pasar los días del otoño escuchando rock-and-roll mientras meditaba, cantaba, comía ñames muy fritos y hojeaba la revista Ota.