Odiaba las ratas y, tras aquel incidente, cualquier rastro de cansancio había desaparecido de pronto.
¿Qué pensaría hacer ahora aquel hombre? ¿Qué estaría pasando en el mundo exterior? No había vuelto a oír el helicóptero, así que quizá ni siquiera la estuviera buscando a ella. ¿Cuánto tiempo más duraría aquello?
A lo mejor tenía provisiones en la furgoneta. Sabía que tenía agua, y quizá también tuviera comida. Podía tenerla allí indefinidamente, si es que no tenía un trabajo o una vida que le estuvieran esperando. Sin embargo, sabía que ella no aguantaría mucho más sin agua y sin algo que comer. Empezaba a sentirse débil. Despierta, pero desde luego más débil que el día anterior. Y cansadísima. Se mantenía en pie gracias a la adrenalina.
Y a su determinación.
Iba a casarse con Benedict. Aquel cerdo no iba a detenerla. Nadie lo haría.
«Voy a salir de aquí», decidió.
El viento soplaba cada vez más fuerte. El ruido a su alrededor aumentaba. Aquello le iba bien, porque la ayudaría a encubrir cualquier ruido que pudiera hacer al moverse.
De pronto oyó un aullido rabioso:
– ¡¡¡Muy bien, zorra, ya estoy cansado de tus jueguecitos!!! ¡¡¡Voy a buscarte, ¿me oyes?!!! ¡¡¡Ya sé dónde estás, y voy a por ti!!!
Ella se asomó a su punto de observación y miró abajo. Y lo vio, con el rostro descubierto y una especie de enorme verdugón rojo alrededor del ojo derecho. Corría por la planta baja, con una llave inglesa en una mano y un cuchillo de cocina en la otra.
Corría directamente hacia la entrada del silo, por debajo de donde estaba ella.
Entonces le oyó gritar otra vez. Su voz resonó como si estuviera gritando en el interior de un embudo.
– ¡Mira qué lista, la zorra! ¡Una escalera de subida al silo! ¡¿Cómo la has encontrado?!
Un momento más tarde oyó el sonido metálico de las pisadas sobre los escalones.
Capítulo 117
Branson ya estaba esperando a Grace en un coche sin distintivos a la entrada del recinto de la empresa. Llevaba las órdenes de registro firmadas en el bolsillo.
El mapa que había estudiado anteriormente, mientras trazaba el plan de esta operación a toda prisa, indicaba que solo había dos rutas posibles de entrada y salida para los vehículos que visitaran la sede central de las dos empresas de Garry Starling, Sussex Security Systems y Sussex Remote Monitoring Services. Discretamente escondidos esperaban los vehículos del equipo que había organizado para efectuar la detención (eso, si Starling aparecía).
Ya tenía cuatro agentes de paisano en sus puestos, vestidos de calle. En una bocacalle, listos para actuar en el momento en que volviera Starling, había dos unidades caninas cubriendo las salidas de su edificio de oficinas. Tenía una de las furgonetas del Equipo de Apoyo Local, con seis agentes equipados con chaleco antibalas en su interior, y cuatro coches patrulla más cubriendo el acceso a la red de carreteras que daban al complejo industrial, por si Starling intentaba huir.
Grace dejó su coche aparcado una travesía antes de llegar y se subió al de Branson. Estaba tenso. La confirmación de la muerte de Rachael Ryan le había quitado un peso de encima, pero al mismo tiempo le dolía. Ahora tenía que concentrarse en el plan. Le preocupaban muchas cosas.
– ¿Rock'n'roll?
Grace asintió distraídamente. El Hombre del Zapato nunca había dejado rastros de ADN. Sus víctimas decían que no podía mantener las erecciones. ¿Significaba eso que Garry Starling no era el Hombre del Zapato? ¿O que haber matado a Rachael Ryan -suponiendo que fuera el asesino- le había excitado tanto que le había hecho eyacular?
¿Por qué no estaba en su despacho esa mañana?
Si había tenido relaciones sexuales doce años antes con una mujer hallada muerta, ¿cómo iban a demostrar que Starling la había matado? Si es que era realmente él el asesino. ¿Cómo lo enfocaría el fiscal general?
Un millón de preguntas sin respuesta.
Solo tenía la convicción creciente de que el hombre que había matado a Rachael Ryan era el mismo que había secuestrado a Jessie Sheldon. Esperaba con toda su alma que esta vez las cosas acabaran de otro modo y pudiera encontrarla viva. Y que no tuviera que acabar desenterrándola de una tumba doce años más tarde.
A medida que se acercaban a la elegante entrada de Sussex Security Systems y Sussex Remote Monitoring Services, observó los coches aparcados en sus plazas designadas y la plaza vacía del presidente. Pero lo que más le llamó la atención fue la fila de furgonetas blancas con la imagen de marca de las empresas.
Había sido una furgoneta blanca la que había salido a toda velocidad del aparcamiento donde habían atacado a Dee Burchmore el jueves. Y una furgoneta blanca la que habían empleado para secuestrar a Rachael Ryan, doce años atrás.
Salieron del coche y atravesaron la puerta de entrada. Los recibió una recepcionista de mediana edad sentada tras una mesa curvada con los dos logotipos en el frontal. A su derecha había una pequeña sala de espera, con ejemplares del Sussex Life y varios de los periódicos del día, entre ellos el Argus.
Quizás al día siguiente no tendrían el Argus, teniendo en cuenta el titular que podría presentar.
– ¿Puedo ayudarles, caballeros?
Grace mostró la orden.
– ¿Ya ha llegado el señor Starling?
– No…, esto… No, todavía no -respondió ella, algo nerviosa.
– ¿Diría usted que eso es poco habitual?
– Bueno, normalmente los lunes por la mañana es el primero en llegar.
Grace le entregó la orden de registro y le dio unos segundos para leerla.
– Tenemos una orden de registro para estas instalaciones. Le agradecería que nos buscara a alguien para enseñarnos el lugar.
– Yo… Buscaré al gerente, señor.
– Bien. Iremos empezando. Dígale que venga a nuestro encuentro.
– Sí… Sí, señor, se lo diré. Cuando el señor Starling aparezca, ¿quieren que se lo diga?
– No se preocupe -dijo Grace-. Ya nos enteraremos.
Ella se quedó sin palabras.
– ¿Dónde tienen los monitores de vigilancia por circuito cerrado? -preguntó Grace.
– En la primera planta. Le enviaré un mensaje al señor Addenberry para que les lleve.
Glenn señaló a la puerta que daba a las escaleras.
– Primera planta -dijo.
– Sí, giren a la derecha. Sigan por el pasillo, hasta el departamento de cuentas, y luego la sala de operadores, y ya estarán allí.
Los dos policías se dirigieron a las escaleras. Cuando llegaron al final del pasillo, con oficinas a ambos lados, un hombre bajito de poco más de cuarenta años, con entradas y de aspecto nervioso, con un traje gris y una fila de bolígrafos en el bolsillo del pecho, se les acercó a paso ligero.
– Hola, caballeros. ¿En qué puedo ayudarles? Soy John Addenberry, el gerente -dijo, con una voz algo melosa.
Cuando Grace le explicó quiénes eran y le habló de la orden de registro, Addenberry puso una cara como si le hubiera dado la corriente.
– Ah -dijo-. Sí, claro. Nosotros trabajamos mucho con la Policía de Sussex. Para nosotros el D.I.C. es un cliente muy importante. Mucho.
Poniéndose al frente de la comitiva, los llevó hasta la sala de control de circuito cerrado. Sentado en una silla, ante una batería de veinte monitores de televisión, había un tipo más que gordo, vestido con un uniforme que apenas le cabía, con el pelo grasiento y una pelusa en el bigote para la que decididamente ya no tenía edad. En una mesa, enfrente, había una Coca-Cola grande y una bolsa de Doritos de tamaño gigante junto a un micrófono y un pequeño panel de control, y un teclado de ordenador.