– Este es Dunstan Christmas -dijo Addenberry-. Es el controlador de turno.
Pero Grace se había quedado mirando los monitores. Y uno en particular le había hecho fruncir el ceño. Era la fachada de una casa elegante y modernísima. Señaló a la pantalla.
– El número 11. ¿Es eso el 76 de The Droveway, la casa de los señores Pearce?
– Sí -dijo Christmas-. A la señora la violaron, ¿verdad?
– No vi ninguna cámara cuando estuve allí.
– No, no debería -respondió Christmas, mordisqueándose una uña-. Creo que las de esa casa están todas ocultas.
– ¿Por qué nadie me lo ha dicho? Podría haber pruebas grabadas del ataque -replicó Grace, enfadado.
Christmas sacudió la cabeza.
– No, aquella noche no funcionaba. La línea falló desde media tarde. No se recuperó hasta la mañana siguiente.
Grace se lo quedó mirando fijamente y vio que Branson hacía lo mismo. ¿Estaba ocultando algo? ¿O era un comentario sin ninguna malicia? Entonces volvió a mirar la pantalla. La imagen cambió y apareció el jardín trasero.
Precisamente la noche del ataque. Y su nuevo sospechoso era el propietario de la empresa.
Demasiada coincidencia.
– ¿Se estropean a menudo?
Christmas negó con la cabeza y volvió a mordisquearse la uña.
– No, muy pocas veces. Es un buen sistema, y suele haber cámaras de refuerzo.
– Pero ¿las cámaras de refuerzo no funcionaron la noche del ataque de la señora Pearce?
– Eso es lo que me dijeron.
– ¿Y esa de ahí? -dijo Branson, señalando la pantalla número 17, que estaba apagada.
– Sí, esa no funciona ahora mismo.
– ¿Qué finca es la que cubre?
– La vieja cementera de Shoreham -dijo Christmas.
Capítulo 118
Jessie sabía lo que tenía que hacer, pero a medida que se acercaba el momento, el pánico la atenazaba cada vez más, paralizándola.
Estaba acercándose. El metal de los escalones resonaba con sus pasos, lentos, regulares, decididos. Ya oía su respiración. Cada vez más cerca. Más cerca. A punto de llegar.
Por encima de su cabeza oía un sonido, como el repiqueteo del helicóptero otra vez. Pero no hizo caso; no se atrevía a distraerse. Se giró, con el cuchillo en la mano, y por fin se atrevió a mirar abajo. Y casi se le cayó el cuchillo del miedo. Solo estaba a un par de metros por debajo de ella.
Su globo ocular derecho tenía un aspecto grotesco, casi como si le mirara hacia dentro, medio hundido en una pasta de sangre coagulada y de fluido gris, y toda la órbita rodeada de un cardenal, de un morado pálido. La enorme llave inglesa le sobresalía del bolsillo superior del anorak el cuchillo de cocina en una mano. Con la otra se agarraba a los travesaños, mientras la miraba, con una expresión de odio desatado.
Estaban muy altos. El cerebro de Jessie no paraba de dar vueltas. Intentaba pensar con claridad, recordar sus clases, pero nunca le habían enseñado cómo golpear en una situación así. Si pudiera darle fuerte con los dos pies en la cara podría hacerle caer, lo sabía. Era su única oportunidad.
En un movimiento rápido, e intentando superar el vértigo al mirar abajo, se agachó, concentrándose en él y no en la gran altura. Apoyó todo el peso en las manos, se encogió, flexionó las rodillas y luego golpeó con toda la fuerza de la que fue capaz, agarrándose a la rejilla del suelo con los dedos.
Al momento sintió un dolor penetrante en la base de los dedos del pie derecho.
Entonces sintió una presión en el tobillo izquierdo, como una tenaza que le arrancó un grito. Estaba tirando de ella. Tirando de ella. Intentando desplazarla. Y en aquel momento se dio cuenta de que había cometido un terrible error. Le había clavado el cuchillo en el pie derecho, había soltado el travesaño y ahora le cogía de los dos tobillos. Era mucho más fuerte de lo que parecía. Estaba tirando de ella. Intentando arrancarla de allí. Jessie enseguida vio que aquello era un movimiento suicida. Se la estaba jugando. O podía con ella y ambos caían al vacío, o ella tendría que subirle.
Entonces sintió otra punzada de dolor en la base del pie derecho, seguida de otra en la pantorrilla derecha. Y otra. La estaba agarrando con la mano izquierda y la acuchillaba en el pie con la derecha. De pronto sintió un dolor terrible en el talón y que el pie no le respondía.
Le había cortado el tendón de Aquiles, estaba claro.
En un reflejo desesperado, se echó hacia atrás de golpe. Y cayó de espaldas. Se había liberado.
Se puso en pie como pudo y volvió a caerse. Oyó un repiqueteo al caérsele el cuchillo y contempló, horrorizada, cómo se colaba por entre la rejilla. Un momento después oyó un lejano ping muy por debajo. El pie derecho le dolía terriblemente y no podía apoyarse en él.
«¡Oh, Dios mío, por favor, ayúdame!»
El estaba trepando por el borde de la escalerilla, con el cuchillo de cocina aún en la mano.
Intentó pensar, a pesar del dolor agónico. Aquella posición era mejor. La pierna izquierda aún le funcionaba.
El ya estaba sobre la rejilla, a solo un metro o dos de ella, de rodillas, a punto de ponerse en pie.
Ella se quedó inmóvil, observándolo.
Vio la mueca en su rostro. Volvía a sonreír. Había recuperado el control. Iba a por ella.
Ya de pie, se le acercó, blandiendo el cuchillo manchado de sangre con la mano derecha y sacando la llave inglesa del bolsillo con la izquierda. Dio un paso hacia la chica y luego levantó la llave.
Al cabo de menos de un segundo, calculó Jessie, dejaría caer todo el peso de la llave inglesa contra su cabeza.
La chica flexionó la rodilla izquierda y luego golpeó con cada gramo de fuerza que le quedaba en el cuerpo, visualizando un punto un metro más allá de la rótula de él. Oyó el chasquido al conectar el golpe y dar con el pie en la rodilla, del mismo modo que había impactado el palo de hockey contra la matona del colegio tantos años atrás.
Vio en su rostro la repentina expresión de asombro. Oyó su horrendo aullido de dolor al caer de espaldas y darse un sonoro golpe contra la rejilla. Luego, apoyándose en la barandilla, se puso en pie y, dando saltitos, arrastrando el pie derecho, se alejó de él.
– ¡Auuuuuu! ¡Mi rodilla! ¡Auuuuu, zorra hija de putaaaaa!
Al final de aquella pasarela había una escalera vertical; la había visto antes. Se agarró a la escalera sin mirar abajo, sin pensar en la altura. Cogiéndose al borde con ambas manos, fue dejándose caer, a saltitos y resbalones, bajando cada vez más.
No se le veía allí arriba.
Entonces, cuando llegó abajo, un par de manos la agarraron por la cintura.
Soltó un chillido de terror.
Una voz desconocida, tranquila y amable, le dijo:
– ¿Jessie Sheldon?
Ella se giró, temblando. Y se encontró enfrente a un hombre alto, con unas patillas plateadas a ambos lados de una gorra de béisbol negra. En la parte frontal de la gorra llevaba escrita la palabra «Policía».
Se dejó caer en sus brazos, sollozando.
Capítulo 119
– ¡Eres increíble! ¿Sabes qué? ¡Eres jodidamente increíble! ¿Sabes cuántas pruebas tienen en tu contra? ¡Joder, es increíble! ¡Asqueroso pervertido! ¡Eres un monstruo!
– Baja la voz -replicó él, en un tono sumiso.