Pasó el nudo alrededor del cuello de la mujer, que seguía desmayada, y la levantó, con cierta dificultad, hasta la altura de la barandilla.
Observó cómo caía, cómo se retorcía y cómo daba vueltas luego, una y otra vez.
Tardó varios minutos en quedarse quieta.
Se quedó mirando los zapatos. Recordó que los llevaba la primera vez que se había subido a su taxi. Sintió la necesidad de quitárselos.
Allí colgada, muerta -o por lo menos eso parecía-, le recordó de nuevo a su madre.
Ya no podría hacerle daño a nadie.
Igual que su madre.
– Con ella usé una almohada -le dijo.
Pero ella no respondió. Tampoco esperaba que lo hiciera.
Decidió dejar los zapatos, aunque resultaban muy tentadores. Al fin y al cabo, eso es lo que habría hecho el Hombre del Zapato. No era su estilo.
Capítulo 121
Era una buena mañana de domingo. La marea estaba alta y el bebé del barco de al lado no estaba llorando. A lo mejor se había muerto, pensó Yac. Había oído hablar del síndrome de muerte súbita del lactante. Quizás el bebé hubiera muerto de eso. O quizá no. Pero lo esperaba.
Encima de la mesa del salón tenía ejemplares del Argus de todos los días de la semana. Bosun, el gato, había pasado por encima. No le importaba. Habían llegado a un acuerdo. El animal ya no pasaba por encima de sus cadenas de váter. Pero si quería pasar por encima de sus periódicos, a él le daba igual.
Estaba contento con lo que había leído.
La mujer del Hombre del Zapato se había suicidado. Era comprensible. La detención de su marido había sido un gran trauma para ella. Garry Starling había sido un personaje importante en la ciudad, bien situado socialmente. La desgracia de su detención tenía que ser algo muy difícil de sobrellevar. Ella había ido diciendo a la gente que tenía tentaciones de suicidarse, y por fin se había colgado.
Perfectamente razonable.
Ajá.
Le gustaba que la marea estuviera alta y que el Tom Newbound flotara.
Así podría recoger sus hilos de pesca.
Tenía dos líneas tendidas, ambas con plomos en el extremo, de modo que se hundieran bien en el fango cuando la marea estaba baja. Por supuesto, las veces que la Policía había registrado el barco había pasado algo de miedo. Pero no tenía por qué. Habían levantado cada tablón del barco, desde la cubierta hasta la sentina. Habían buscado en todas las cavidades. Pero a nadie se le había ocurrido recoger los hilos de pesca, como hacía él en aquel momento.
Mejor.
Al final del segundo hilo había atada una bolsa impermeable. Dentro estaban los zapatos de Mandy Thorpe. Unos Jimmy Choos falsos. No le gustaban los zapatos falsos. Merecían estar enterrados en el fango.
Y ella merecía el castigo que le había infligido por ponérselos.
Pero tenía que admitir que había disfrutado castigándola. Le recordaba mucho a su madre. Gorda como su madre. El mismo olor. Había esperado mucho tiempo para hacerle aquello a su madre, para ver qué se sentía. Pero lo había postergado demasiado y, cuando había reunido el valor suficiente, le daba ya mucho asco. No obstante, con Mandy Thorpe había estado bien. Había sentido que era como si castigara a su madre. Había estado pero que muy bien.
No obstante, no tanto como al castigar a Denise Starling.
Le había gustado verla dar vueltas colgada de la cuerda, como una peonza.
Pero no le había gustado estar arrestado. No le había gustado que la Policía le quitara muchas de sus cosas del barco, que se lo toquetearan todo y que manosearan sus colecciones. Aquello había estado mal.
Por lo menos ahora lo había recuperado todo. Era como si hubiera recuperado su vida.
La mejor noticia de todas era que había recibido una llamada de los dueños del barco, que le habían dicho aún que se quedarían en Goa al menos dos años más. Aquello le alegró mucho.
De pronto el futuro se presentaba muy halagüeño. Muy tranquilo.
Y la marea estaba subiendo. No podía haber nada mejor.
Ajá.
Capítulo 122
Darren Spicer estaba de buen humor. Hizo una parada en el pub, una escala habitual en el camino de vuelta a casa desde el trabajo, para tomarse sus dos pintas de costumbre con sendos chupitos de whisky. ¡Se estaba volviendo un animal de costumbres! No hacía falta estar en la cárcel para tener una rutina; también podía tenerse fuera.
Y disfrutaba con su nueva rutina. Con sus viajes al Grand Hotel desde el centro de noche -siempre a pie, para ahorrarse unos peniques y mantenerse en forma-. Había una jovencita llamada Tia, que trabajaba como camarera en el hotel, que le hacía gracia; y le daba la impresión de que él también le hacía gracia a ella. Era filipina, guapa, de poco más de treinta años, y había dejado a su novio porque le pegaba. Se estaban conociendo cada vez más, aunque no se la había hecho aún, por decirlo así. Pero ahora aquello era solo cuestión de tiempo.
Tenían una cita al día siguiente. Era difícil quedar por la noche, porque tenía que estar de vuelta en el centro antes del toque de queda, pero esta vez pasarían todo el día juntos. Ella compartía una habitación en un pisito junto a Lewes Road y, con una risita tímida, le había confesado que su compañera de habitación estaría fuera todo el fin de semana. Con un poco de suerte, pensó, se pasarían todo el día follando.
Se tomó otro whisky para celebrarlo, uno de calidad esta vez, un malta, Glenlivet. No debía beber demasiado, porque volver al Saint Patrick's borracho era motivo de expulsión directa. Y ahora ya estaba cerca de conseguir su codiciado MiPod. Así que solo un Glenlivet. No es que pudiera gastar a espuertas, pero su precaria situación mejoraba día a día.
Había conseguido un puesto en el Departamento de Mantenimiento de Habitaciones del hotel, porque iban cortos de personal. Disponía de una tarjeta-llave maestra que le daba acceso a todas las habitaciones del edificio. Y tenía en el bolsillo el botín del día, obtenido de las cajas fuertes de las habitaciones que había abierto. Había ido con cuidado. Iba a mantener la promesa que se había hecho de evitar la cárcel para siempre. Lo único que se llevaba era una minúscula parte del efectivo que encontraba en las cajas. Por supuesto, había encontrado algún reloj y joyas que resultaban tentadores, pero se había mantenido fiel a su objetivo, y estaba orgulloso de su autodisciplina.
En las cuatro semanas y media anteriores había conseguido acumular casi cuatro mil libras en su maleta, cerrada con candado y guardada en la taquilla que tenía en el Saint Patrick's. Los precios de las propiedades iban a la baja, gracias a la recesión. Con lo que ganaba Tia y con lo que pudiera acumular en el banco, quizá dentro de un año podría comprarse un pisito en la zona de Brighton. O incluso mudarse directamente a algún lugar más barato, donde quizás hiciera mejor tiempo.
A lo mejor España.
Quizás a Tia le apeteciera vivir en un país cálido.
Por supuesto, todo aquello era el cuento de la lechera. Aún no había hablado con ella de futuro. Lo más lejos que había llegado era a la perspectiva de follar con ella al día siguiente, y eso si todo iba bien. La chica desprendía una calidez que le ponía de buen humor cada vez que estaba cerca de ella o que hablaban. A veces valía la pena dejarse llevar por el instinto.
Y su instinto, diez minutos más tarde, cuando giró la esquina de Western Road y embocó Cambridge Road, le dijo que algo iba mal.
Era aquel impecable Ford Focus plateado, aparcado en doble fila casi frente a la puerta del Centro de Noche Saint Patrick's, con alguien sentado en el asiento del conductor.