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El segundo principio era poner a la víctima o al testigo en posición de dominio, hacer que se relajara. Por eso, la entrevistada, Nicola Taylor, estaba en el sofá, mientras que la agente estaba en una silla.

La imitación de los gestos era una técnica clásica. Imitando los del sujeto, a veces este se relaja hasta el punto de que empieza a imitar al entrevistador. Cuando eso ocurre, ya se adquiere control sobre la víctima, que consiente, establece una relación con su interlocutor y, en la jerga de los interrogatorios, empieza a «cantar».

Grace tomó alguna nota mientras Westmore, con su suave acento de Liverpool, intentaba llegar lenta y con cuidado a la mujer, callada y traumatizada, y sacarle alguna respuesta. Un alto porcentaje de las víctimas de violación sufren un trastorno de estrés postraumático inmediatamente después de la agresión, y su estado de tensión les impide mantener la concentración. Westmore actuaba con inteligencia, siguiendo las líneas de actuación con atención, empezando por los hechos más recientes primero para luego ir retrocediendo en el tiempo.

Durante sus años como policía, de los numerosos cursos sobre interrogatorios a los que había asistido, Grace había aprendido algo que le gustaba decir a sus compañeros de equipo: no existen malos testigos, sino malos interrogadores.

Pero esta agente parecía saber exactamente lo que se hacía.

– Sé que tiene que ser muy difícil para ti hablar de esto, Nicola -le dijo-. Pero me ayudaría a entender lo sucedido y sería muy útil para intentar encontrar al que te ha hecho esto. No tienes que contármelo hoy si no quieres.

La mujer se quedó mirando hacia delante en silencio, retorciendo las manos una con otra, agitada.

Grace sintió una pena terrible por ella.

La agente también empezó a retorcerse las manos. Al cabo de unos momentos, preguntó:

– Creo que estabas en la cena de Fin de Año en el Metropole con unas amigas, ¿no?

Silencio.

Unas lágrimas cayeron por las mejillas de la joven.

– ¿Hay algo que puedas decirme hoy?

Ella sacudió la cabeza enérgicamente.

– Bueno, no hay problema -dijo Westmore. Se quedó sentada en silencio un rato, y luego le preguntó-: En esta cena, ¿bebiste mucho?

La mujer sacudió la cabeza.

– ¿Así que no estabas bebida?

– ¿Por qué cree que estaba bebida? -replicó ella de pronto.

La agente sonrió.

– Es una de esas noches en que todos bajamos un poco la guardia. ¡Yo no bebo mucho, pero en Nochevieja suelo acabar como una cuba! Solo me ocurre esa noche.

Nicola se miró las manos.

– ¿Es eso lo que cree? -dijo, en voz baja-. ¿Que estaba como una cuba?

– Estoy aquí para ayudarte. No presupongo nada, Nicola.

– Estaba absolutamente sobria -dijo, molesta.

– Vale.

Grace vio con alivio que la mujer reaccionaba. Aquello era una señal positiva.

– No te estoy juzgando, Nicola. Solo quiero saber qué pasó. Entiendo, de verdad, lo difícil que es hablar de lo que has pasado, y quiero ayudarte en todo lo que pueda. Y solo puedo hacerlo si me cuentas con detalle qué es lo que te pasó.

Un largo silencio.

Branson dio un sorbo a su Coca-Cola. Grace bebió de su café.

– Podemos poner fin a esto cuando tú quieras, Nicola. Si prefieres que lo dejemos hasta mañana, no importa. O hasta pasado mañana. Cuando a ti te parezca. Yo solo quiero ayudarte. Es lo único que me importa.

Otro largo silencio.

Entonces Nicola Taylor de pronto soltó la palabra:

– Zapatos.

– ¿Zapatos?

Volvió a quedarse en silencio.

– ¿Te gustan los zapatos, Nicola? -insistió la agente. Al no obtener respuesta, comentó con aire despreocupado-: Los zapatos son mi gran debilidad. Antes de Navidad me fui a Nueva York con mi marido, y casi me compro unas botas Fendi que costaban ochocientos cincuenta dólares…

– Los míos eran Marc Jacobs -dijo Nicola Taylor, casi en un murmullo.

– ¿Marc Jacobs? ¡Me encantan sus zapatos! -respondió-. ¿Se los llevaron con tu ropa?

Otro largo silencio.

Entonces la mujer dijo:

– Me obligó a hacer cosas con ellos.

– ¿Qué tipo de cosas? Intenta…, intenta contármelo.

La chica se echó a llorar de nuevo. Luego, entre sollozos, empezó a explicarlo con todo detalle, pero lentamente, con largos silencios intermedios en los que intentaba recuperar la compostura, y en ocasiones dejándose llevar pese a las náuseas, que le provocaban arcadas.

Mientras escuchaban, en la sala de observación, Branson se giró hacia su colega y le hizo una mueca de dolor.

Grace le devolvió la mirada y se sintió muy incómodo. Pero mientras escuchaba pensaba a toda máquina. Se acordó de aquel caso frío tirado por el suelo de su despacho y que acababa de releer a fondo. Pensaba en 1997. Recordaba fechas. Un patrón. Un modus operandi. Pensaba en las declaraciones de las víctimas de entonces, algunas de las cuales había repasado hacía muy poco tiempo.

Volvía a experimentar aquella sensación de frío en las venas tantos años después.

Capítulo 12

Viernes, 26 de diciembre de 1997

– El termómetro dice que «esta noche»! -exclamó Sandy, con aquel brillo en sus radiantes ojos azules que siempre hacía efecto en Roy.

Estaban sentados frente al televisor. S.O.S. Ya es Navidad, de Chevy Chase, se había convertido en una especie de ritual, la película que veían tradicionalmente la noche de San Esteban. A Roy, la delirante estupidez de los desastres de la película le solía provocar carcajadas. Pero aquella noche estaba callado.

– ¿Hola? -dijo Sandy-. ¡Hola, sargento! ¿Hay alguien en casa?

El asintió, aplastando el cigarrillo contra el cenicero.

– Lo siento.

– No estarás pensando en el trabajo, ¿verdad, cariño? Esta noche no. No hemos tenido una Navidad como Dios manda, así que al menos vamos a disfrutar de San Esteban. Hagamos que sea algo especial.

– Es verdad -dijo Roy-. Pero es que…

– Siempre es «pero es que…» -se lamentó ella.

– Lo siento. He tenido que ver a una familia que no ha podido celebrar ni la Navidad ni San Esteban, ¿vale? Su hija dejó a sus amigas tras la Nochebuena y no la han vuelto a ver. Los padres están desesperados. Yo… tengo que hacer lo que pueda por ellos. Por ella.

– Bueno, ¿y qué? Probablemente estará muy ocupada follándose a algún tipo que habrá conocido en una discoteca.

– No. No da el patrón.

– ¡Joder, sargento Grace! Tú mismo me has contado la cantidad de gente que denuncia desapariciones de seres queridos cada año. ¡Entre doscientas y trescientas todos los años, solo en el Reino Unido, me dijiste, y la mayoría aparecen durante el primer mes!

– Y once mil no.

– ¿Y qué?

– Que tengo un presentimiento con esta.

– ¿Te da en la nariz?

– Ajá.

Sandy le frotó la nariz.

– Me encanta su nariz, agente -dijo, besándosela-. Tenemos que hacer el amor esta noche. He comprobado mi temperatura y parece que estoy ovulando.

Roy sonrió y la miró a los ojos. Cuando se reunía con los colegas, fuera de servicio, en el bar situado sobre la comisaría de Brighton o en algún pub y la conversación derivaba -como siempre ocurría entre hombres- hacia el tema del fútbol -algo que a él le interesaba poco- o de las chicas, siempre las dividían en dos grupos: las que gustaban por sus tetas y las que resultaban más atractivas por sus piernas. Pero él podía afirmar que lo primero que le gustó de Sandy fueron sus seductores ojos azules.