Recordaba la primera vez que se habían visto. Había sido unos días después de Semana Santa. A su padre le acababan de diagnosticar un cáncer de colon terminal, y a su madre se le había reproducido el cáncer de mama. El era un agente en prácticas y se sentía todo lo deprimido que podía sentirse. Algunos colegas le habían animado a que fuera con ellos a pasar la tarde al canódromo.
Sin demasiado entusiasmo, se había dejado llevar al canódromo de Brighton y Hove y se encontró sentado frente a una mujer guapa y llena de vida cuyo nombre no memorizó. Tras unos minutos de charla con el tipo que tenía al lado, ella se inclinó por encima de la mesa y le dijo a Grace:
– ¡Me han dado una pista! ¡Siempre hay que apostar por un perro que haya descargado antes de correr!
– ¿Quieres decir que hay que fijarse en si ha dejado una caca?
– Muy listo -respondió ella-. ¡Podrías ser detective!
– Aún no lo soy pero me gustaría serlo.
Así que, mientras se comía su cóctel de gambas, observó atentamente cómo presentaban a los perros de la primera carrera y los llevaban a las casillas de salida. El número 5 se detuvo por el camino y plantó en el suelo una generosa mierda. Cuando la encargada pasó a recoger las apuestas, la joven apostó cinco libras, y él, para no ser menos, apostó diez, que era lo máximo que estaba dispuesto a perder. El perro llegó el último, a unos doce largos del penúltimo.
En su primera cita, tres días después, él la había besado en la oscuridad, con el rugido de las olas de fondo, bajo el Palace Pier de Brighton.
– Me debes diez libras -le había dicho él entonces.
– ¡Me parece que he hecho muy buen negocio! -había respondido ella, rebuscando en su bolso, sacando un billete y metiéndoselo a Roy por el cuello de la camisa.
Miró a Sandy ahora, frente al televisor. Estaba aún más guapa que la primera vez. Le encantaba su cara, el olor de su cuerpo y de su cabello; le encantaba su sentido del humor, su inteligencia. Y le encantaba el modo en que se echaba todo a la espalda. Sí, es cierto, se había enfadado con él por trabajar en Navidad, pero lo entendía, porque ella quería que él triunfara.
Era el sueño de Roy. El de los dos.
Entonces sonó el teléfono. Sandy respondió.
– Sí, sí que está -dijo con voz fría, y le pasó el auricular a Roy.
El escuchó, garabateó una dirección en el reverso de una felicitación de Navidad y dijo:
– Estaré ahí dentro de diez minutos.
Sandy se lo quedó mirando y sacó un cigarrillo del paquete. Chevy Chase seguía con sus payasadas en la pantalla.
– ¡Es San Esteban, por Dios! -protestó, mientras buscaba el mechero-. No me lo pones nada fácil para que deje de fumar, ¿eh?
– Volveré lo antes posible. Tengo que ir a ver a este testigo, un hombre que afirma que vio a un tipo que metía a una mujer en una furgoneta de madrugada.
– ¿Por qué no puedes ir a verle mañana? -replicó ella, enfurruñada.
– Porque puede que la vida de la chica esté en peligro, ¿vale?
Ella le respondió con una mueca.
– Vaya usted, sargento Grace. ¡Vaya y salve al jodido mundo!
Capítulo 13
– Esta noche pareces muy distraído, cariño. ¿Estás bien? -dijo Cleo.
Roy estaba sentado en uno de los enormes sofás rojos del salón de la casa de Cleo, en un barrio de almacenes reconvertidos, y Humphrey, que ganaba tamaño y peso día a día, estaba sentado encima de él. El negro cachorro, acomodado sobre su regazo, tiraba de las hebras de lana del ancho suéter que llevaba puesto, como si el juego consistiera en deshacerlo por completo antes de que su amo se diera cuenta. Y el plan estaba funcionando, porque Roy estaba tan absorto leyendo las notas de la Operación Houdini que no se había dado cuenta de lo que hacía el perro.
La primera agresión sexual registrada de aquella operación había sido el 15 de octubre de 1997. Había sido un ataque frustrado a una joven a última hora de la noche, en un twitten -un estrecho callejón- del barrio de North Laine, en Brighton. Un hombre que paseaba a su perro acudió a su rescate antes de que el agresor le hubiera podido quitar las medias, pero se escapó con uno de los zapatos. La siguiente vez, desgraciadamente, tuvo más éxito. Una mujer que había asistido a final de mes a un baile de Halloween en el Grand Hotel fue interceptada en el pasillo del hotel por un hombre disfrazado de mujer, y el personal del establecimiento no la encontró hasta la mañana siguiente, atada y amordazada.
Cleo, hecha un ovillo en el sofá de enfrente, vestida con un poncho de pelo de camello sobre unos leotardos negros de lana, estaba leyendo un libro sobre la Grecia antigua para su curso a distancia de filosofía en la Open University, rodeada de páginas de apuntes suyos, a mano y a máquina, todos cubiertos de post-its amarillos. Su largo cabello rubio le iba tapando la cara, y cada pocos minutos se lo echaba atrás con la mano. A Grace le encantaba verle hacer aquello.
Un CD de Ruarri Joseph sonaba en el equipo de música; en la tele, silenciada, Sean Connery agarraba a una bella mujer en una maniobra de emergencia en Operación Trueno. Durante toda la semana, desde Navidad, a Cleo se le había antojado el korma de gambas, y estaban esperando que les trajeran la cena a domicilio, su cuarto curri en cinco días. A Grace no le importaba, pero esta noche iba a darle a su organismo un descanso con un sencillo pollo tandoori.
En la mesa también había uno de los regalos de Navidad de Grace para Cleo, una gran pecera que sustituía a la que había roto un intruso que había entrado en la casa el año anterior. Su inquilino, al que ella había bautizado como Pez-2, estaba muy ocupado explorando con frenéticos aleteos el entorno, compuesto por algas y un minúsculo templo griego sumergido. A su lado estaban apilados los tres libros que Glenn le había regalado: 100 consejos básicos para tíos que quieran sobrevivir al embarazo, El futuro padre y ¡Tú también estás embarazado, colega!
– Sí, me encuentro bien -dijo él, levantando la vista y sonriendo.
Cleo le devolvió la sonrisa y él sintió tal acceso repentino de felicidad y serenidad que deseó poder parar el reloj y congelar el tiempo para que aquel momento durara eternamente.
«Y yo preferiría hacerte compañía», cantaba Ruarri Joseph acompañado de su guitarra acústica. «Sí, yo preferiría hacerte compañía a ti, mi querida Cleo, que a cualquier otra persona de este planeta», pensó Grace.
Quería quedarse ahí, en aquel sofá, en aquella habitación, contemplando con anhelo a aquella mujer que tanto amaba, que llevaba dentro a su hijo; deseaba que aquello no acabara nunca.
– Es Año Nuevo -le recordó Cleo, levantando su vaso de agua y dando un sorbito-. ¡Creo que deberías dejar de trabajar y relajarte! Todos volveremos al ajetreo del trabajo el lunes.
– Sí, claro, bonito ejemplo das tú, trabajando en tus cursos para la universidad. ¿Eso es relajante?
– ¡Sí que lo es! Me encanta. Para mí no es trabajo. Lo que tú estás haciendo «sí» que es trabajo.
– Alguien debería decirles a los criminales que no se les permite delinquir en festivo -respondió él con una mueca.
– Sí, y alguien debería decirles a los viejos que no se murieran en Navidades. ¡Es antisocial! ¡Los forenses también tenemos derecho a vacaciones!
– ¿Cuántos hay hoy?
– Cinco. Pobres desgraciados. Bueno, en realidad tres de ellos fueron ayer.
– Así que tuvieron el detalle de esperar a Navidad.