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El hombre disfrazado de mujer no se giró, porque él ya estaba mirando a Roxy desde antes. Llevaba observándola con disimulo desde el momento en que había pedido que le dejaran probarse aquellos zapatos.

– ¡Jimmy Choo nunca falla! -manifestó la vendedora-. Realmente sabe lo que funciona.

– ¿Y cree que son mi estilo? No resulta muy fácil caminar con ellos puestos.

Roxy estaba nerviosa. Bueno, cuatrocientas ochenta y cinco libras eran mucho dinero, en especial en aquel momento en que el negocio de software de su marido estaba a punto de irse al garete y su agencia de relaciones públicas apenas empezaba a repuntar.

¡Pero tenían que ser suyos!

Sí, claro, con cuatrocientas ochenta y cinco libras podía comprar un montón de cosas.

¡Pero ninguna le daría el mismo placer que aquellos zapatos!

Quería enseñárselos a sus amigas. Pero deseaba, sobre todas las cosas, ponérselos para Iannis, su amante, con el que llevaba seis semanas viviendo un tórrido romance. Desde luego no era el primer amante que tenía en doce años de matrimonio, pero sí el mejor. ¡Sin duda!

Solo de pensar en él, el rostro se le iluminó con una gran mueca. Luego sintió una punzada de dolor en el corazón. Ya había pasado por aquello dos veces antes y sabía que tendría que haber aprendido de la experiencia. La Navidad era la peor época para una pareja de amantes. Era cuando la gente dejaba de ir a trabajar y se dedicaba a sus reuniones familiares. Aunque ellos no tenían niños -ni ella ni Dermot los habían querido-, se había visto obligada a acompañar a su marido a ver a la familia en Londonderry durante cuatro días en Navidad, y luego, los cuatro siguientes los habían pasado con los padres de ella -los viejos P, como los llamaba Dermot- en los lejanos bosques de Norfolk.

El único día en que habían quedado para verse, antes de fin de año, Iannis, que era propietario de dos restaurantes griegos en Brighton y de un par más en Worthing y Eastbourne, había tenido que irse repentinamente a Atenas para visitar a su padre, que había sufrido un ataque al corazón.

Aquella tarde iban a verse por primera vez desde el día antes de Nochebuena, y le parecía que hacía más de un mes. O dos. O un año. ¡O una vida! No veía el momento de verlo. Lo deseaba. Lo necesitaba.

Y lo había decidido: ¡quería que la viera con aquellos zapatos!

A Iannis le iban los pies. Le encantaba quitarle los zapatos, aspirar sus aromas, olerlos por todas partes e inhalar su esencia, como si estuviera catando un vino de calidad en presencia del orgulloso bodeguero. ¡A lo mejor hoy le pediría que no se quitara sus Jimmy Choo! La idea la ponía tanto que notaba que estaba empezando a lubricar.

– Lo mejor de estos zapatos es que puede llevarlos con ropa muy de vestir o completamente informal -prosiguió la vendedora-. Con los vaqueros le quedan estupendos.

– ¿Usted cree?

Era una pregunta tonta. Por supuesto que lo creía. La vendedora estaba dispuesta a decirle que le quedaban bien aunque se hubiera presentado vestida con una bolsa de basura llena de cabezas de sardina.

Roxy llevaba puestos aquellos DKNY ajustados porque Iannis le decía que los vaqueros le marcaban un culo estupendo. A él le gustaba bajarle la cremallera y quitárselos poco a poco, diciéndole con aquel acento suyo, marcado y profundo, que era como pelar una apetitosa fruta madura. Le encantaban todas las tonterías románticas que le decía. Dermot ya no le decía nunca nada sexy. Su idea de «preliminares» consistía en cruzar la habitación con los calzoncillos y los calcetines puestos y tirarse un par de pedos.

– Claro -respondió convencida la vendedora.

– Supongo que estos no tendrán descuento, ¿no? ¿No están de rebaja?

– Me temo que no, no. Lo siento. Son de la nueva temporada, acaban de llegar.

– ¡Qué suerte tengo!

– ¿Quiere ver el bolso que va a juego?

– Más vale que no -dijo-. No me atrevo.

Pero la vendedora se lo enseñó igualmente. Y era espléndido. Roxy enseguida llegó a la conclusión de que, después de verlos los dos juntos, los zapatos quedaban un poco incompletos sin el bolso. Si no se compraba aquel bolso, más adelante lo lamentaría, estaba segura.

Dado que la tienda estaba tan llena y que su cerebro estaba tan ocupado en pensar cómo le escondería el recibo a Dermot, no se fijó en ninguna de las otras dientas, entre ellas la del suéter de cuello alto que examinaba un par de zapatos a poca distancia tras ella. Roxy estaba pensando en que tendría que hacerse con la liquidación de la tarjeta de crédito cuando llegara, y quemarla. De todos modos, se trataba de su dinero, ¿o no?

– ¿Está usted en nuestra lista de correo, señora? -le preguntó la vendedora.

– Sí.

– Si me da su código postal, buscaré su ficha.

Ella se lo dio, y la vendedora lo introdujo en el ordenador, junto a la caja.

El hombre, detrás de Roxy, garabateó algo rápidamente en una pequeña agenda electrónica. Un momento más tarde apareció la dirección de la mujer. Pero el hombre no tuvo necesidad de mirar la pantalla.

– ¿Señora Pearce, en el 76 de The Droveway?

– Eso es -confirmó Roxy.

– Muy bien. En total son mil ciento veintitrés libras. ¿Cómo quiere pagar?

Roxy le entregó la tarjeta de crédito.

El hombre disfrazado de mujer se escabulló de la tienda, agitando las caderas. De hecho, con la práctica había aprendido a caminar con cierta gracia, o eso pensaba. Al cabo de un momento ya se había mezclado con la masa de compradores de las Brighton Lanes, golpeteando con los tacones en el duro y frío suelo.

Capítulo 15

Sábado, 3 de enero de 2010

Aquellos días de bajón tras Nochevieja siempre eran tranquilos. Era el final de las vacaciones, la gente había vuelto al trabajo, y aquel año más arruinados que de costumbre. No era de extrañar, pensó el agente Ian Upperton, de la Policía de Tráfico de Brighton y Hove, que no hubiera mucha gente por las calles aquella tarde helada de sábado, a pesar de estar en plena temporada de rebajas.

Oscurecía, y su colega, el agente Tony Omotoso, estaba al volante de la ranchera BMW de la Policía, conduciendo hacia el sur. Habían dejado atrás el estanque de Rottingdean y seguían hacia el mar. Omotoso giró a la derecha en el cruce. El viento del suroeste, procedente del canal, azotaba el coche. Eran las 16.30. Una última ronda por lo alto de los acantilados, pasando por la residencia de Saint Dunstan para veteranos de guerra ciegos y por la escuela Roedean para niñas pijas, luego una pasada junto al mar y de vuelta a la base para tomarse un té y esperar junto a la radio que llegara el final del turno.

Upperton tenía la sensación de que había días en que casi se podía sentir la electricidad en el aire, en los que sabías que iban a pasar cosas. Pero aquella tarde no sentía nada. Esperaba impacientemente el momento de volver a casa, ver a su mujer y a sus hijos, sacar a los perros a pasear y luego pasar una velada tranquila frente a la tele. Y descansar los tres días siguientes, que tenía fiesta.

Mientras ascendían por la colina, donde el límite de cincuenta millas por hora daba paso a un tramo de ochenta, un pequeño deportivo Mazda MX-2 pasó rugiendo a su lado a una velocidad más que excesiva.

– ¿Es que está ciego, el muy cabrón? -exclamó airado Omotoso.

Con bastante frecuencia ocurría que los conductores se apresuraban a pisar el freno en cuanto veían un coche de la Policía, y no eran muchos los que se atrevían a adelantarlo, aunque fuera muy por debajo del límite de velocidad. El conductor del Mazda, o lo había robado, o estaba como una cabra, o no los había visto, sin más. Era bastante difícil no verlos, incluso en la penumbra, con aquellas marcas reflectantes a cuadros y la inscripción policía en letras de alta visibilidad por todos los lados del coche.