Garry le había dado una buena patada bajo la mesa, para que se callara.
Capítulo 19
Rachael no notaba siquiera el dolor. No sentía las muñecas, atadas a la espalda, por efecto del frío, y ella seguía serrando, desesperadamente, frotando adelante y atrás contra el afilado borde de la lata de aceite. Tenía el culo dormido y sentía repetidos calambres bajo la pierna derecha. Pero no hizo caso de nada de aquello. Solo le interesaba cortar. Cortar. Cortar, presa de la desesperación.
Era la desesperación lo que la impulsaba. La desesperación por liberarse antes de que él volviera. La desesperación por beber agua. La desesperación por comer. La desesperación por hablar con sus padres, por oír sus voces, por poder decirles que estaba bien. Lloraba, vertiendo lágrimas al tiempo que cortaba, se retorcía, se apretaba.
Entonces, con gran alegría, sintió que la separación entre sus muñecas se había ampliado ligeramente. Sentía que las ligaduras se iban aflojando. Cortó aún con más fuerza y notó que se aflojaban cada vez más.
Y se encontró con las manos libres.
Casi sin creérselo, fue separándolas cada vez más en la oscuridad, como si de pronto algo pudiera unirlas de nuevo y fuera a descubrir que aquello no era más que una ilusión.
Los brazos le dolían muchísimo, pero no le preocupaba. La mente le iba a toda velocidad.
«Estoy libre.»
«Va a volver.»
«Mi teléfono. ¿Dónde está mi teléfono?»
Tenía que llamar pidiendo ayuda. Solo que no sabía dónde se encontraba. ¿Podían localizarte por la posición del teléfono? No lo creía. Lo único que podría decirles, hasta que pudiera abrir la puerta y orientarse, era que estaba dentro de una furgoneta, en un garaje de algún lugar de Brighton, o quizá de Hove.
Aquel hombre podía volver en cualquier momento. Tenía que soltarse las piernas. En la oscuridad, tanteó el espacio en busca de su teléfono, su bolso, cualquier cosa. Pero no había más que una capa de aceite para motores, viscoso y apestoso. Se echó hacia delante, hacia los tobillos, y sintió la cinta de PVC que tenía alrededor, atada con tanta fuerza que tenía la solidez de un molde de escayola. Entonces se llevó las manos a la cara, para ver si podía quitarse la mordaza y al menos gritar pidiendo ayuda.
Pero eso no sería muy inteligente.
La cinta que le tapaba la boca estaba igual de tensa. Consiguió agarrar el borde con dificultad, con los dedos resbaladizos por el aceite, y se la arrancó, tan agitada que casi no sentía el dolor. Entonces intentó buscar el borde de la cinta que le ataba las piernas, pero los dedos le temblaban tanto que no lo encontraba.
El pánico la atenazaba.
«Tengo que escapar.»
Intentó ponerse en pie, pero, con los tobillos atados, en su primer intento cayó de lado y se golpeó la frente con algo duro. Un momento más tarde sintió un líquido que le entraba en el ojo. Sangre, supuso. Tomó aire y se puso de lado, sentada contra el lateral de la furgoneta y luego, intentando agarrarse al suelo con los pies desnudos, empezó a ponerse derecha. Pero los pies seguían resbalando en el aceite, que había convertido el suelo en una pista de patinaje.
Tanteó a su alrededor hasta encontrar la arpillera en la que había estado tirada; puso los pies encima y volvió a intentarlo. Esta vez consiguió un agarre mejor. Poco a poco, empezó a erguirse. Consiguió ponerse en pie, hasta darse con la cabeza en el techo de la furgoneta. Luego, totalmente desorientada por la total oscuridad, cayó de lado con gran estruendo. Algo le golpeó en el ojo con la fuerza de un martillo.
Capítulo 20
La unidad de datos del salpicadero emitió un pitido que sobresaltó a Yac, que había aparcado en el paseo marítimo, cerca del Brighton Pier, para beberse su taza de té. Era su taza de té de las 23.00. De hecho llegaba diez minutos tarde, porque la lectura del periódico le había absorbido por completo.
Miró la pantalla. Era una llamada de la centralita que decía: «Rest. China Garden. Preston St. 2 pas. Starling. Dest: Roedean Cresc.».
El China Garden estaba a un paso. Conocía el destino. Podía visualizarlo, igual que cada calle y cada vivienda en Brighton y Hove. Roedean Crescent estaba sobre los acantilados, al este de la ciudad. Todas las casas eran grandes, independientes y con personalidad propia, tenían buenas vistas del puerto deportivo y del canal. Casas de gente rica.
El tipo de gente que se podía permitir zapatos elegantes.
Presionó el botón de recepción, confirmando que aceptaba el servicio, y siguió dando sorbitos a su té y leyendo el periódico que se habían dejado en el taxi.
Aún estarían acabando de cenar. Cuando alguien pedía un taxi en un restaurante, daba por sentado que tendría que esperar, por lo menos un cuarto de hora si se trataba del centro de Brighton, en un sábado por la noche. Y además, no podía dejar de leer una y otra vez la noticia sobre la violación de la mujer en el Metropole en Nochevieja. Estaba fascinado.
Por los retrovisores veía las luces de colores del parque de atracciones. Lo sabía todo sobre aquellas luces. Había trabajado allí como electricista, en el equipo de reparación y mantenimiento de las atracciones. Pero le despidieron. Por el mismo motivo por el que solían despedirle: por perder los nervios con alguien. Aún no le había pasado en el taxi, pero una vez había salido y se había puesto a gritar a otro conductor que había parado en una parada de taxi justo delante de él.
Se acabó el té, dobló el periódico y volvió a meter la taza en la bolsa de plástico junto al termo. Luego dejó la bolsa en el asiento delantero.
– ¡Vocabulario! -dijo en voz alta. Y empezó sus comprobaciones.
Primero, los neumáticos. Luego encender el motor y dar las luces. Nunca al revés, porque si tenía poca batería, las luces podían consumir la energía necesaria para arrancar el motor. Eso se lo había enseñado el dueño del taxi. Especialmente en invierno, cuando la batería sufría más. Y ahora era invierno.
Cuando arrancó el motor, comprobó el indicador de combustible. Tres cuartos de depósito. Luego la presión del aceite. Luego la temperatura. El climatizador estaba puesto a veinte grados, como le habían enseñado. En un termómetro exterior vio que estaban a dos grados Celsius. Una noche fría. Ajá.
Miró en el retrovisor, comprobó que llevaba puesto el cinturón, puso el intermitente, se integró en el tráfico y llegó hasta el cruce, donde el semáforo estaba en rojo. Cuando cambió a verde giró a la derecha por Preston Street y casi inmediatamente se paró junto a la acera, frente a la puerta del restaurante.
Dos gamberros muy borrachos bajaban por la calle en su dirección. Al llegar al taxi, dieron unos golpecitos en la ventanilla y le preguntaron si estaba libre para llevarlos a Coldean. No estaba libre, les dijo, esperaba pasajeros. Mientras se alejaban, se preguntó si en casa tendrían váter de cisterna alta o baja. De pronto le pareció muy importante saberlo. Estaba a punto de salir del coche e ir corriendo tras ellos para preguntárselo cuando por fin se abrió la puerta del restaurante.
Salieron dos personas. Un hombre delgado con un abrigo oscuro y una bufanda alrededor del cuello y una mujer agarrada a su brazo, haciendo equilibrios sobre los tacones; daba la impresión de que, si él la soltaba, se caería. Y por la altura de los tacones, la caída sería dura.
Eran unos bonitos tacones. Bonitos zapatos.
¡Y tenía su dirección! Le gustaba saber dónde vivían las mujeres que llevaban zapatos tan bonitos. Ajá.
Yac bajó la ventanilla. No quería que el hombre golpeara en la ventanilla.
– ¿Taxi para Starling? -preguntó el hombre.