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En realidad no era su taxi. Pertenecía a un tipo que conocía. Yac solo era un conductor a sueldo. Llevaba el taxi las horas que su propietario no quería conducir. Sobre todo de noche. Algunas noches más horas que otras. Y aquel día era Nochevieja. Iba a ser una noche muy larga, y había empezado pronto. Pero a Yac no le importaba. La noche le daba igual. Para él era como el día, solo que más oscura.

La puerta principal se abrió. El se puso rígido y respiró hondo, tal como le había enseñado su terapeuta. En realidad no le gustaba que los pasajeros se metieran en su taxi e invadieran su espacio, salvo las mujeres con bonitos zapatos. Pero tenía que aguantar hasta que llegaran a su destino; luego se los sacaba de encima y volvía a ser libre.

Estaban saliendo de la casa. El hombre era alto y delgado, con el pelo engominado hacia atrás. Llevaba esmoquin y pajarita y sostenía el abrigo sobre el brazo. Ella llevaba una chaqueta de pieles y una melena pelirroja que le caía alrededor de la cabeza. Tenía un aspecto espléndido, como el de las actrices famosas, esas que veía en los periódicos que la gente dejaba en su taxi o que salían en la tele, cuando cubrían la llegada de las estrellas a los estrenos.

Pero lo que él miraba no era la mujer en sí. Observaba sus zapatos: ante negro, tres tiras en el tobillo, tacón alto con un aplique de metal brillante por los bordes de las suelas.

– Buenas noches -dijo el hombre, abriendo la puerta del taxi para que pasara la mujer-. Hotel Metropole, por favor.

– Bonitos zapatos -le dijo Yac a la mujer, a modo de respuesta-. Jimmy Choo, ¿ajá?

Ella soltó un gritito complacido.

– ¡Sí, tiene razón! ¡Lo son!

También reconoció el embriagador perfume, pero no dijo nada: «Intrusión, de Oscar de la Renta», se dijo. Le gustaba.

Puso en marcha el motor y al cabo de un momento hizo todas sus comprobaciones mentales: «Taxímetro en marcha. Cinturones de seguridad. Puertas cerradas. Poner marcha. Quitar freno de mano». No se había cerciorado de la correcta presión de las ruedas desde la última carrera, pero eso había sido hacía media hora, así que seguramente estaría bien. «Mirar por el espejo.» Cuando lo hizo, vio otra vez el rostro de la mujer por un momento. Estaba claro que era guapa. Le gustaría volver a ver sus zapatos.

– A la entrada principal -dijo el hombre.

Yac hizo el cálculo mientras recorría la vía de acceso hasta la calle: 2,516 millas. Memorizaba las distancias. Conocía casi todas las de la ciudad, porque había memorizado las calles. Había 4.428 yardas hasta el Hilton Brighton Metropole, recalculó; o 2,186 millas náuticas, o 4,04897 kilómetros, o 0,404847 millas suecas. La tarifa rondaría las 9,20 libras, según el tráfico.

– ¿Tienen ustedes cisternas bajas o altas en los baños de su casa? -preguntó.

Tras unos momentos de silencio, mientras Yac se integraba al tráfico de la calle, el hombre echó una mirada a la mujer, levantó las cejas y dijo:

– Bajas. ¿Por qué?

– ¿Cuántos baños tienen en casa? Supongo que tienen muchos, ¿verdad? ¿Ajá?

– Los suficientes -respondió el hombre.

– Yo podría enseñarle dónde hay un buen ejemplo de váter de cisterna alta: está en Worthing. Podría llevarle a le interesa -propuso, con evidente esperanza en la voz-. Es un buen ejemplar. En los baños públicos, cerca del muelle.

– No, gracias. No es lo mío.

La pareja mantuvo silencio en el asiento trasero.

Yac siguió conduciendo. Bajo la luz de las farolas de la calle, podía verles la cara por el retrovisor.

– Si tienen cisternas bajas, seguro que son de esas de botón -insistió.

– Pues sí -respondió el hombre. Entonces se llevó el teléfono a la oreja y respondió una llamada.

Yac le observó por el retrovisor. Luego cruzó la mirada con la de la mujer.

– Tiene una talla cinco, ¿verdad? De zapato.

– ¡Sí! ¿Cómo lo ha sabido?

– Lo he visto. Siempre lo veo. Ajá.

– ¡Qué buena vista! -dijo ella.

Yac se calló. Probablemente estaba hablando de más. El propietario del taxi le había dicho que había recibido alguna queja porque hablaba demasiado. El tipo le dijo que la gente no siempre quiere conversación. Yac no quería perder su trabajo. Así que permaneció en silencio. Pensó en los zapatos de la mujer mientras se dirigía hacia el paseo marítimo de Brighton y giraba a la izquierda. De pronto una ráfaga de viento azotó el taxi. Había mucho tráfico y discurría lento. Pero no se equivocaba con respecto a la carrera.

Cuando paró frente a la entrada del hotel Metropole, el taxímetro marcaba 9,20 libras.

El hombre le dio diez libras y le dijo que se quedara el cambio.

Yac los vio entrar en el hotel. Vio que la melena de la mujer se agitaba por el viento, y que los zapatos Jimmy Choo desaparecían por la puerta giratoria. Bonitos zapatos. Estaba excitado.

Excitado ante la perspectiva de la noche que le esperaba.

Habría muchos más zapatos. Zapatos especiales para una noche muy especial.

Capítulo 3

Miércoles, 31 de diciembre de 2009

El superintendente Roy Grace miró por la ventana de su despacho y contempló el oscuro vacío de la noche, las luces del aparcamiento del supermercado ASDA al otro lado de la calle y, más allá, las lejanas luces de la ciudad de Brighton y Hove, y oyó el aullido del viento racheado. Sintió en la mejilla el frío soplo que se colaba por el fino resquicio de la ventana.

Nochevieja. Echó un vistazo a su reloj de pulsera: las seis y cuarto. Hora de marcharse. Hora de abandonar aquel desesperado intento de limpiar su escritorio de papeles y volverse a casa.

Era lo mismo cada Nochevieja, reflexionó. Siempre se prometía que haría limpieza, que se ocuparía de todos aquellos papelotes y que empezaría el año con la mesa limpia. Y siempre fracasaba. Al día siguiente volvería y se encontraría un día más el lío de siempre. Aún mayor que el del año anterior, que a su vez había sido mayor que la de un año antes.

Todos los dosieres de la Fiscalía General correspondientes a los casos que había investigado el año anterior estaban apilados en el suelo. A su lado había unos pequeños bloques de cajas de cartón azul apiladas y cajones de plástico verde llenos de casos sin resolver, o «casos fríos», como los llamaban antes. Él prefería el nombre antiguo.

Aunque su trabajo estaba relacionado sobre todo con asesinatos actuales y otros delitos importantes, le preocupaban mucho sus casos fríos, hasta el punto de que sentía una conexión personal con cada víctima. Pero no había podido dedicarles mucho tiempo a aquellos dosieres, pues había sido un año inusualmente ajetreado. Primero, habían enterrado vivo a un joven en un ataúd la noche de su despedida de soltero. Luego habían destapado una retorcida trama de películas snuff, tras lo cual había llegado un complejo caso de homicidios con robo de identidades, y después había pillado a un asesino doble que había fingido su desaparición. Pero sus buenos resultados no habían suscitado grandes reconocimientos por parte de su jefa, la subdirectora Alison Vosper, que estaba a punto de abandonar la unidad.

Quizás el año nuevo fuera mejor. Desde luego, resultaba prometedor. El lunes empezaba un nuevo subdirector, Peter Rigg. Faltaban cinco días. El mismo lunes, para aliviar su carga, empezaría un nuevo equipo de casos fríos formado por tres agentes veteranos a su mando.

Pero lo más importante de todo era que su querida Cleo iba a dar a luz a su hijo en junio. Y antes de aquello, en una fecha aún por determinar, se casarían, en cuanto eliminaran el único obstáculo que se les interponía.