Aquellos periodistas iban en busca de alguna historia que los ayudara a vender sus periódicos, o que atrajera oyentes a su emisora, o público a sus canales de televisión. El interés de Grace y Skerritt era otro: mantener la seguridad en las calles de Brighton y Hove, o por lo menos conseguir que sus habitantes se «sintieran» seguros en un mundo que nunca había sido seguro y que nunca lo sería. No mientras la naturaleza humana siguiera siendo la que él había llegado a conocer trabajando de policía.
Había un depredador suelto por las calles. El reinado del terror del Hombre del Zapato había hecho que no hubiera ni una mujer en Brighton que pudiera sentirse tranquila. No había ni una sola mujer que no mirara hacia atrás, que no cerrara la puerta con la cadena de seguridad, que no se preguntara si no sería ella la siguiente.
Roy no estaba implicado en el caso del Hombre del Zapato, pero tenía cada vez más la sensación de que la Operación Houdini y la búsqueda de Rachael Ryan eran una misma cosa.
«Vamos a cogerte, Hombre del Zapato. Cueste lo que cueste», prometió en silencio.
Capítulo 23
Rachael estaba en un helicóptero con Liam. Con su larga melena y aquella cara de niño enfurruñado, se parecía muchísimo a Liam Gallagher, de Oasis, su grupo favorito. Estaban atravesando el Gran Cañón. Tenían las rocas rojizas del despeñadero a ambos lados, muy cerca, peligrosamente cerca. Por debajo, muy por debajo de ellos, el agua del río, de un azul metálico, se abría paso por un desfiladero de bordes recortados.
Agarró la mano de Liam. Él le cogió la suya. No podían hablarse porque tenían los auriculares puestos para escuchar los comentarios del piloto. Ella se giró y articuló un «te quiero» con la boca. Él le dedicó una sonrisa que quedó algo rara, con el micrófono oscureciéndole la boca en parte, y le respondió con otro «te quiero».
El día anterior habían visto una capilla de bodas exprés. Bromeando, él la había arrastrado hasta el interior de la capilla, pintada de dorado. Había bancos a ambos lados del pasillo y dos jarrones algo rancios con flores que hacían las veces de altar. Pegada a la pared había una vitrina que contenía una botella de champán y un bolso blanco con el asa de flores, y en otra había una cesta blanca vacía y unos grandes cirios blancos.
– Podríamos casarnos -propuso él-. Hoy mismo. ¡Ahora!
– No seas tonto -replicó ella.
– No soy tonto. ¡Lo digo en serio! ¡Hagámoslo! ¡Volveríamos a Inglaterra como el señor y la señora Hopkirk!
Ella se preguntó qué habrían dicho sus padres. Se enfadarían. Pero era tentador. Sentía una intensa felicidad. Aquel era el hombre con el que quería pasar el resto de su vida.
– Señor Liam Hopkirk, ¿se me está declarando?
– No, no exactamente… Pero estoy pensando, ya sabes, que tendría gracia mandar al carajo todo eso de las damas de honor y toda la parafernalia que lleva consigo una boda. Sería divertido, ¿no? Los sorprenderíamos a todos.
Iba en serio. Rachael estaba sorprendida. ¡Lo decía de verdad! Sus padres quedarían destrozados. Recordó cuando era niña y se sentaba en el regazo de su padre. Su padre, que le decía lo guapa que era, lo orgulloso que estaría un día, cuando la llevara del brazo al altar, el día de su boda.
– No puedo hacerles esto a mis padres.
– ¿Significan más que yo?
– No es eso. Es que…
La cara de Liam se oscureció. Volvía a enfurruñarse.
El cielo se oscureció. De pronto el helicóptero se hundía. Las paredes se volvían oscuras y pasaban a toda velocidad al otro lado del cristal en forma de burbuja. El río que tenían debajo se acercaba a toda velocidad.
Ella gritó.
La oscuridad total. ¡Oh, Dios!
Sentía un dolor insoportable en la cabeza. Entonces vio una luz. El tenue brillo de la lámpara del piloto auxiliar de la furgoneta. Oyó una voz. No era Liam, sino aquel hombre, que la miraba desde arriba.
– Apestas -le dijo-. Estás haciendo que mi furgoneta apeste.
La realidad volvió como un mazazo. El terror volvía a colarse por cada célula de su cuerpo. «Agua. Por favor. Agua.» Levantó la vista, muerta de sed, agotada y mareada. Intentó hablar, pero de la garganta no le salió más que un leve gemido.
– No me sirves para el sexo. Me das asco. ¿Sabes lo que quiero decir?
Un resquicio de esperanza se iluminó en su interior. A lo mejor acababa soltándola. Intentó de nuevo emitir un sonido coherente. Pero su voz no era más que un murmullo sordo y hueco.
– Debería soltarte.
Ella asintió.
«Sí, por favor. Por favor. Por favor», quiso decir.
– Pero no puedo soltarte, porque me has visto la cara -rectificó.
Ella le rogó con la mirada.
«No se lo diré a nadie. Por favor, déjame marchar. No diré una palabra.»
– Podrías hacer que me pasara el resto de mi vida entre rejas. ¿Sabes lo que le hacen a la gente como yo en la cárcel? No es agradable. No puedo arriesgarme.
La presión que sentía en el estómago a causa del miedo se le extendió como un veneno por la sangre. Temblaba de terror, gimoteando.
– Lo siento -dijo él, y realmente parecía que lo sentía. Su tono era de verdadera disculpa, como quien te pisa sin querer en un bar atestado de gente-. Sales en el periódico. Estás en primera plana en el Argus. Hay una fotografía tuya. Rachael Ryan. Bonito nombre.
La miró desde lo alto. Parecía enfadado. Y enfurruñado. Y apenado.
– Siento que me vieras la cara -dijo-. No deberías haber hecho eso. No ha sido inteligente por tu parte, Rachael. Todo podría haber sido muy diferente. ¿Sabes lo que quiero decir?
Capítulo 24
El Equipo de Casos Fríos, recién formado, era una de las responsabilidades de Roy en la Brigada de Delitos Graves. Tenía su sede en un despacho insuficiente de la Oficina de Incidentes Graves, en la primera planta de la Sussex House, con vistas al patio, ocupado por contenedores de basura, el generador de emergencia y los vehículos de la Policía Científica; más allá, las celdas de custodia le tapaban gran parte de la luz natural.
Roy siempre había pensado que había pocas cosas en el mundo que pudieran crear tanto papeleo como una investigación de Delitos Graves. El suelo, enmoquetado de gris, estaba cubierto con montones de cajas verdes y azules etiquetadas con nombres de operaciones, además de libros de referencias, manuales de formación y un tomo que, por sí solo, hacía de tope de puerta: Guía práctica de homicidios.
Casi cada centímetro de la superficie de las tres mesas estaba cubierto con ordenadores, teclados, teléfonos, archivadores, bandejas, agendas Rolodex, tazas y efectos personales. Había post-its por todas partes. Y dos mesillas auxiliares visiblemente combadas bajo el peso de los archivos que soportaban.
Las paredes estaban cubiertas de recortes de prensa sobre algunos de los casos, fotografías y viejos carteles de búsqueda de sospechosos que aún campaban a sus anchas. Uno mostraba a una adolescente sonriente de cabello oscuro, con este texto por encima:
¿Ha visto a esta mujer?
Recompensa: 500 £
También había un cartel en blanco y negro de la Policía de Sussex que mostraba a un hombre de aspecto amable, con una gran sonrisa y una mata de pelo rebelde. Decía:
Policía de Sussex
Asesinato de Jack (John) Baker
John Baker fue asesinado en Worthing (sussex)
el 8/9 de enero de 1990
¿Lo conocía? ¿Ha visto alguna vez a este hombre?
Si tiene alguna información,