Un día su padre se cayó desde un tejado, se rompió la espalda y nunca más volvió a trabajar. Eso sí, se dedicó a beberse la pensión, día y noche. A Darren no le gustaba techar, pues se dio cuenta de que aquello nunca le haría rico. Estudiar sí. Le gustaba el colegio, se le daban bien las matemáticas, las ciencias y las cosas de mecánica; aquello le encantaba. Pero tenía problemas en casa. Su madre también bebía. Cuando él tenía unos trece años, se le coló en la cama, borracha y desnuda, le dijo que su padre ya no podía satisfacerla y que le tocaba a él, como hombre de la familia.
Darren iba al colegio cada día, avergonzado, cada vez más desconectado de sus amigos. Tenía la cabeza hecha un lío y ya no conseguía concentrarse. No se sentía integrado en nada, y pasaba cada vez más tiempo solo, pescando o, cuando hacía muy mal tiempo, en la cerrajería de su tío, viendo cómo cortaba las llaves o haciéndole recados. De vez en cuando, se ponía tras el mostrador mientras su tío se escapaba a hacer alguna apuesta. Lo que fuera con tal de huir de su casa, de su madre.
Le gustaba la maquinaria de su tío, le gustaba el olor, el misterio de las cerraduras. En realidad, no eran más que rompecabezas. Simples rompecabezas.
Cuando tenía unos quince años, su madre le dijo que era hora de que empezara a contribuir a la economía familiar, que tenía que aprender un oficio, conseguir trabajo. Su tío, que no tenía a nadie a quien dejarle el negocio cuando se retirara, le ofreció un puesto como aprendiz.
Al cabo de un par de meses, Darren podía resolver cualquier problema que surgiera en una cerradura. ¡Su tío le dijo que era un maldito genio!
El chico pensaba que tampoco tenía tanto mérito. Cualquier cosa que hiciera un hombre estaba al alcance de la comprensión de otro hombre. Lo único que había que hacer era meterse mentalmente dentro de la cerradura: imaginar los resortes, las clavijas (imaginarse el interior de la cerradura, meterse en la cabeza de la persona que la había diseñado). Al fin y al cabo, grosso modo, solo había dos tipos de cerradura de uso doméstico: la Yale, que funcionaba con una llave plana, y la Chubb, que usaba una llave cilíndrica. Cerraduras empotradas y de caja. Si tenías un problema, podías ver el interior con un aparato médico muy sencillo, un proctoscopio.
Entonces se pasó a las cajas fuertes. Su tío se había hecho el dueño de un segmento del mercado, abriendo cajas fuertes para la policía. Con un poco de tiempo, no había ninguna caja que su sobrino no pudiera abrir. Ni ninguna cerradura.
Cometió su primer robo cuando tenía dieciséis años, en una casa de Hollingdean. Le pillaron y se pasó dos años en un reformatorio. Entonces fue cuando empezaron a gustarle las drogas y cuando aprendió su primera gran lección: se corría el mismo riesgo entrando en una casucha de mierda para robar el equipo de música que en una mansión de lujo donde se podían encontrar joyas y dinero en efectivo.
Cuando salió, su tío no quiso contratarle otra vez, y no tenía ningunas ganas de buscar un trabajo mal pagado como mano de obra, aunque fuera su única opción. Así que robó en una casa solitaria de Withdean Road. Se llevó siete mil de una caja fuerte. Se fundió tres mil en cocaína, pero invirtió los otros cuatro mil en heroína, con la que comerció y obtuvo veinte mil de beneficio.
A continuación robó en una serie de casas señoriales, hasta reunir casi cien de los grandes. Fantástico. Entonces conoció a Rose en un local. Se casó con ella. Se compró un pisito en Portslade. A ella no le parecía bien que robara, así que intentó enmendarse. A través de un tipo que conocía, consiguió una identidad falsa y encontró trabajo en una empresa que instalaba sistemas de alarma, la Sussex Security Systems.
Tenían una clientela de categoría: la mitad de las casas de lujo de la ciudad. Entrar en ellas era como ser de nuevo un niño en una tienda de golosinas. No tardó mucho en echar de menos los robos. En particular la emoción que sentía. Pero sobre todo el dinero que podía obtener con ellos.
Lo mejor de todo era cuando se encontraba solo en un dormitorio elegante. Oler el aroma de una mujer rica, inhalar sus perfumes, el olor corporal de su ropa íntima en el cesto de la ropa, sus vestidos caros colgados en el vestidor, la seda, el algodón, las pieles, el cuero. Le gustaba curiosear entre sus pertenencias. En particular entre la ropa interior y los zapatos. Había algo en aquellos lugares que le excitaba.
Aquellas mujeres procedían de un mundo diferente al que él conocía. Eran mujeres de un nivel muy superior, tanto económico como social.
Mujeres con maridos estirados.
Aquellas mujeres estarían deseando un buen polvo.
A veces un olor a colonia o un rastro penetrante en una prenda usada le recordaba a su madre, y por un momento se despertaba un efímero instinto sexual en su interior, que reprimía con un golpe de rabia.
Durante un tiempo pudo engañar a Rose, diciéndole que se iba a pescar de noche, sobre todo. Ella le preguntaba por qué nunca se llevaba al niño con él. Darren le decía que lo haría cuando el chaval fuera mayor. Y lo habría hecho, desde luego que lo habría hecho.
Pero entonces, una noche de febrero, mientras estaba robando en una casa de Tongdean, el propietario volvió y le pilló. Salió corriendo hacia la parte de atrás, cruzó el jardín y cayó al fondo de la jodida piscina, que estaba vacía: se rompió la pierna derecha, la mandíbula y la nariz, y perdió el conocimiento.
Rose solo fue a verle a la cárcel una vez. Fue para decirle que se llevaba al niño a Australia y que no quería volver a verle nunca más.
Ahora estaba otra vez en la calle, y no tenía nada. Solo su maleta en casa de Terry Biglow (eso si Terry seguía ahí, si no se había muerto o había acabado de nuevo en chirona). Su maleta, su cuerpo curtido y cubierto de cicatrices y las necesidades fisiológicas acumuladas de tres años de estar tendido en su estrecho catre, soñando con lo que haría cuando saliera…
Capítulo 26
– Puedo olvidarme de que te he visto la cara -dijo Rachael, levantando la mirada.
Bajo la luz amarilla del interior de la furgoneta, parecía como si tuviera ictericia. Ella intentó establecer contacto visual, porque en un oscuro rincón de su mente aterrorizada recordaba haber leído en algún lugar que los secuestrados debían intentar mirar a los ojos a sus secuestradores, que a la gente le costaba más hacerte daño si establecías un vínculo.
Y ella lo intentaba, con la voz quebrada, con aquel hombre, aquel monstruo, aquella cosa.
– Claro que puedes, Rachael. ¿Cuándo te crees que nací? ¿Ayer? ¿La semana pasada, el puto día de Navidad? Te dejo marchar, vale, y una hora más tarde estarás en una comisaría de Policía con uno de esos tipos que hacen retratos robot, describiéndome. ¿Es eso, más o menos?
Ella sacudió la cabeza con fuerza, de lado a lado.
– Te lo juro -suplicó.
– ¿Por la vida de tu madre?
– Por la vida de mi madre. Por favor, ¿me das un poco de agua? Por favor, algo.
– ¿Así que podría dejarte marchar, y si me traicionas y vas a la Policía, yo podría ir a la casa de tu madre, en Surrenden Close, y matarla?
Rachael se preguntó cómo sabía dónde vivía su madre. ¿Lo habría leído en el periódico? Aquello le dio un atisbo de esperanza. Si lo había leído en el periódico, quería decir que se hablaba de ella. Estarían buscándola. La Policía.
– Lo sé todo de ti, Rachael.
– Puedes dejarme marchar. No voy a poner tu vida en peligro.
– ¿Puedo?
– Sí.
– Ni en tus mejores sueños.