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Su esposa, Sandy.

Había desaparecido nueve años y medio antes, en el trigésimo cumpleaños de Roy y, a pesar de todos sus esfuerzos, no había tenido noticia de ella desde aquel momento. No sabía si había sido secuestrada o asesinada, si había huido con un amante, si había sufrido un accidente o si sencillamente había fingido su desaparición cuidando todos los detalles.

Los últimos nueve años, hasta el inicio de su relación con Cleo Morey, Roy había pasado casi todo su tiempo libre inmerso en una infructuosa investigación para descubrir lo que le había pasado a Sandy. Ahora por fin empezaba a relegarla al pasado. Había contratado a un abogado para conseguir que la declararan muerta desde un punto de vista legal. Esperaba que pudieran acelerar el proceso para poder casarse antes de que naciera el niño. Además, aunque Sandy hubiera aparecido de pronto de la nada, no tenía ninguna intención de recuperar su vida en común, lo había decidido. Había pasado página, o eso creía.

Movió varios montones de documentos de un lado al otro del escritorio. Los apiló unos sobre otros, daba la impresión de que la mesa estaba más despejada, aunque los expedientes por resolver fueran los mismos.

Qué curioso, cómo cambiaba la vida, pensó. Sandy odiaba la Nochevieja. Se quejaba de lo artificioso que era todo aquello. Siempre la pasaban con otra pareja, un colega del cuerpo, Dick Pope, y su esposa, Leslie. Siempre en algún restaurante elegante. Luego, para no variar, Sandy analizaría toda la velada y no dejaría títere con cabeza.

Con Sandy se había acostumbrado a ver la llegada de la Nochevieja con un entusiasmo cada vez menor. Pero ahora, con Cleo, le hacía una ilusión tremenda. Iban a pasarla en casa, solos los dos, dándose un banquete con sus platos preferidos. ¡Qué delicia! El único inconveniente era que aquella semana era el oficial de guardia, con lo que podían llamarle a cualquier hora -lo que significaba que no podía beber-. Aunque, eso sí, había decidido que se concedería unos sorbos de champán a medianoche.

No veía el momento de volver a casa. Estaba tan enamorado de Cleo que había muchos momentos del día en que le dominaba una necesidad irresistible de verla, de abrazarla, de tocarla, de oír su voz, de ver su sonrisa. Era exactamente lo que sentía en aquel momento, y no había nada que deseara más que salir de allí e irse a casa de Cleo, que, a todos los efectos, se había convertido ya en la suya propia.

Solo le detenía una cosa: todas aquellas malditas cajas azules y verdes por el suelo. Tenía que prepararlo todo para que el nuevo equipo de casos fríos lo encontrara en orden el lunes, primer día de trabajo oficial del año nuevo. Y aquello significaba que le quedaban aún varias horas de trabajo.

Así que se tuvo que conformar con enviarle a Cleo un SMS con una línea de besos.

El año anterior, por primera vez, había conseguido delegar todos aquellos casos fríos en un colega. Pero no había funcionado, y ahora los había recuperado. Cinco delitos graves sin resolver de un total de veinticinco que había que volver a investigar. ¿Por dónde narices iba a empezar?

De inmediato le vinieron a la cabeza las palabras de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carrolclass="underline" «Empieza por el principio y sigue hasta que llegues al finaclass="underline" entonces párate».

Así que empezó por el principio. Solo cinco minutos, pensó, luego lo dejaría por aquel año y se volvería a casa, con Cleo. En respuesta a sus pensamientos, su teléfono emitió un pitido que indicaba la llegada de un mensaje. Era una fila de besos aún más larga.

Con una sonrisa en la cara, abrió el primer dosier y echó un vistazo al informe de actividades. Cada seis meses los laboratorios de ADN hacían controles rutinarios de las víctimas de los casos fríos. Nunca se sabe. Así habían conseguido llevar a juicio a más de un delincuente que habría pensado durante mucho tiempo que había escapado de la justicia, pero que ahora estaba en la cárcel gracias a los adelantos en las técnicas de obtención y de cotejo de ADN.

El segundo dosier era un caso que a Roy siempre le había tocado la fibra: el joven Tommy Lytle. Veintisiete años atrás, a los once años de edad, Tommy había salido del colegio una tarde de febrero en dirección a casa. La única pista del caso era una furgoneta Morris Minor vista cerca de la escena del asesinato del chico, que después sería registrada. Según los archivos, era evidente que el inspector al mando en aquel momento estaba convencido de que el propietario de la furgoneta era el asesino, pero no consiguieron encontrar las pistas forenses necesarias para relacionar al chico con la furgoneta. El hombre, un tipo raro y solitario con un historial de delitos sexuales, quedó libre. Grace sabía perfectamente que seguía vivito y coleando.

Pasó al siguiente dosier: la Operación Houdini.

El Hombre del Zapato.

Los nombres de las operaciones se obtenían a partir de propuestas hechas al azar por el sistema informático del Departamento de Investigación Criminal. A veces el nombre tenía sentido, como en esta ocasión. Al igual que el gran escapista, hasta el momento este delincuente en particular había conseguido esquivar las redes de la Policía.

El Hombre del Zapato había violado -o había intentado violar- a un mínimo de cinco mujeres en la zona de Brighton durante un corto periodo de tiempo en 1997, y con toda probabilidad había violado y matado a una sexta víctima cuyo cuerpo nunca había sido hallado. Y puede que fueran muchas más; muchas mujeres se avergüenzan o quedan demasiado traumatizadas como para denunciar una agresión sexual. No se había encontrado ninguna muestra de ADN en las víctimas que habían presentado denuncia en su momento. Pero las técnicas para obtenerlo eran menos efectivas en aquella época.

Lo único que tenían para trabajar era el modus operandi del agresor. Casi todos los delincuentes tienen uno propio. Un modo de hacer las cosas. Su «firma» particular. Y el Hombre del Zapato tenía uno muy característico: se llevaba las medias de sus víctimas y uno de sus zapatos. Pero solo si los zapatos eran muy elegantes.

Grace odiaba a los violadores. Sabía que toda víctima de un delito sufría un trauma de algún modo. Pero la mayoría de las víctimas de robos con allanamiento o atracos conseguían superarlo con el tiempo y seguían adelante. Las de abusos o agresiones sexuales, en particular los niños y las mujeres violadas, nunca se recuperaban del todo. La vida les cambiaba completamente. Se pasaban el resto de sus días viviendo con el recuerdo, haciendo un esfuerzo para soportarlo, para mantener controlada la sensación de asco, de rabia y de miedo.

Por duro que resultara, es un hecho que la mayoría de las agresiones sexuales son obra de conocidos de las víctimas. Las violaciones cometidas por extraños son muy infrecuentes, pero también las hay. Y no es raro que los denominados «extraños violadores» se lleven un recuerdo, un trofeo. Como el Hombre del Zapato.

Grace pasó unas cuantas páginas del grueso dosier y analizó las comparaciones con otras violaciones registradas en el país. En particular, había un caso más al norte, en la misma época, que presentaba similitudes sorprendentes. Pero aquel sospechoso había sido eliminado, ya que las pruebas habían determinado sin ningún género de dudas que no pudo haber sido la misma persona.

«Bueno, Hombre del Zapato -pensó Grace-, ¿sigues vivo? Y si es así, ¿dónde estás ahora?»

Capítulo 4

Miércoles, 31 de diciembre de 2009

Nicola Taylor se preguntaba cuándo acabaría aquella noche infernal, sin que se imaginara que su infierno personal ni siquiera había empezado.

«El infierno son los demás», escribió un día Jean-Paul Sartre, y ella estaba de acuerdo. En aquel preciso momento, el infierno era aquel borracho de la pajarita de su derecha, que le estaba aplastando todos los huesos de la mano, y el de su izquierda, aún más borracho y con aquella zarpa sudorosa tan grasienta como un trozo de panceta.