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Darren Spicer fijó la mirada en aquel semisótano. Fuera pasó un tren con un rugido fantasmagórico y toda la habitación tembló. Una ráfaga fría atravesó la estancia. Aquel lugar no era más que un sitio donde vivir, tal como lo recordaba de la última vez que había estado allí. Una alfombra raída cubría parte de la tarima del suelo. Había ropa en perchas de alambre colgadas de la moldura. Un viejo reloj de madera en un estante decía que eran las 8.45. En la pared había un crucifijo, justo encima de la cama, y en la mesilla de noche junto a Biglow había una Biblia, junto a varios frascos de medicinas etiquetados.

«Este voy a ser yo dentro de treinta años, si es que llego», pensó Spicer.

Luego sacudió la cabeza.

– ¿Va a ser esto, Terry? ¿Aquí es donde vas a acabar tus días?

– Está bien. Es práctico.

– ¿Práctico? ¿Práctico para qué? ¿Para el jodido cortejo fúnebre?

Biglow no dijo nada. A poca distancia, al otro lado de Lewes Road, junto al cementerio y al tanatorio, había toda una serie de casas de pompas fúnebres.

– ¿No tienes agua corriente?

– Claro que tengo -protestó Biglow, interrumpido por otro acceso de tos. Señaló hacia el otro lado de la habitación, donde había un lavamanos.

– ¿Nunca te lavas? Aquí huele a váter.

– ¿Quieres una taza de té? ¿Café?

Spicer miró hacia una repisa en la esquina, donde había un calentador de agua y unas tazas desportilladas.

– No, gracias. No tengo sed.

Miró al viejo maleante, sacudiendo la cabeza. «Eras un tipo importante en la ciudad. Hasta a mí me acojonabas cuando era un crío. Solo con oír el apellido Biglow la gente se cagaba de miedo. Mírate ahora», pensó.

Los Biglow habían sido una familia de malhechores que había que tener en cuenta: dirigían uno de los negocios de extorsión más importantes de la ciudad, controlaban la mitad del negocio de la droga de Brighton y Hove, y Terry había sido uno de los herederos del clan. No era un hombre al que te apeteciera buscarle las cosquillas, a menos que quisieras recibir un navajazo o un chorro de ácido en la cara. Solía vestirse como un dandy, con grandes anillos y relojes, y llevaba buenos coches. Ahora, arruinado por el alcohol, tenía la cara hundida y arrugada. El pelo, que solía llevar perfectamente peinado, incluso a medianoche, estaba más gastado que la alfombra, y tenía el color de la nicotina que daban los tintes baratos.

– En Lewes estabas en el ala de delitos sexuales, ¿no, Darren?

– Que te jodan. Yo nunca he violado a nadie.

– No es eso lo que he oído.

Spicer le echó una mirada defensiva.

– Ya te lo he dicho antes, ¿vale? La tía estaba pidiendo guerra. Se nota cuando una tía pide guerra. Me atacó ella. Tuve que quitármela de encima.

– Qué curioso que el jurado no te creyera.

Biglow sacó un paquete de cigarrillos del cajón, los sacudió y se puso uno en la boca.

Spicer sacudió la cabeza.

– ¿Con el cáncer de pulmón sigues fumando?

– ¿Tú crees que va a cambiar mucho la cosa, pichabrava?

– Vete a la mierda.

– Siempre es un placer verte, Darren.

Encendió su cigarrillo con un mechero de plástico, inhaló el humo y luego se perdió en un nuevo acceso de tos.

Spicer se arrodilló, enrolló la alfombra, quitó unos tablones del suelo y extrajo la vieja maleta cuadrada de cuero, rodeada por tres cadenas, cada una con su candado de alta seguridad.

Biglow se quedó mirando el reloj.

– Te diré lo que haremos. Siempre he sido un hombre justo y no quiero que pienses mal de mí cuando me haya ido. Tenemos tres años de servicio de consigna pendientes. Así que lo que haré es darte trescientas libras por el reloj. Me parece que es un trato justo.

– ¿Trescientos pavos?

En un arranque de ira, Spicer agarró a Biglow por el pelo con la mano izquierda y tiró de él, sacándolo de la cama y colocándoselo delante de la cara, zarandeándolo como el muñeco de un ventrílocuo. Le sorprendió lo poco que pesaba. Luego le asestó un gancho con la derecha bajo la barbilla, con todas sus fuerzas, tan fuerte que se hizo un daño tremendo.

Biglow quedó inconsciente. Darren lo soltó y el otro cayó desplomado en el suelo. Dio unos pasos hacia delante y apagó el cigarrillo aún encendido. Entonces paseó la mirada por aquella mísera habitación, en busca de cualquier cosa que pudiera valer la pena llevarse. Pero aparte de recuperar el reloj, no había nada más que hacer. Nada en absoluto. Realmente no había nada.

Cargando con la pesada maleta bajo un brazo y el bolso de mano con sus cosas de uso diario, salió por la puerta. Vaciló un momento, se giró y se quedó mirando aquel montón de huesos.

– Nos vemos en tu funeral, colega.

Cerró la puerta tras él, subió las escaleras y salió al exterior, dispuesto a enfrentarse a aquella gélida y borrascosa mañana de viernes.

Capítulo 34

Viernes, 9 de enero de 2010

Por segunda vez en poco más de una semana, la agente de enlace con las víctimas de una agresión sexual Claire Westmore estaba en el Saturn Centre, unidad especializada en violaciones adscrita al hospital de Crawley.

Sabía por experiencia que no había dos víctimas que reaccionaran del mismo modo, y que su estado no se mantenía estático. Una de las difíciles tareas a las que se enfrentaba ahora era saber reaccionar ante los cambios de ánimo de la mujer con la que estaba. Pero al tiempo que la trataba con delicadeza y comprensión, para que se sintiera lo más segura posible, no podía perder de vista el hecho de que Roxy Pearce, lo quisiera o no, era un escenario de un delito del que había que obtener todos los rastros posibles para el análisis forense.

Cuando acabaran con aquello, dejaría que la mujer descansara -segura en la habitación que se le había asignado en el centro- y que durmiera, con ayuda de la medicación. Al día siguiente confiaba en que la mujer se encontraría mejor y podría empezar el interrogatorio. Para Roxy Pearce, al igual que ocurría en la mayoría de los casos, aquello probablemente supondría unos días desagradables en los que reviviría lo sucedido, y Westmore tendría que arrancarle una angustiosa declaración con la que acabaría llenando treinta páginas de su cuaderno A4.

En aquel momento se encontraba en el proceso más desagradable de todos para la víctima, y también para ella. Estaban solas con una médico forense de la Policía en la sala de exámenes forenses. La mujer llevaba únicamente el albornoz blanco de rizo y las zapatillas rosas que traía puestos al llegar. En el coche patrulla la habían envuelto en una manta para que se calentara, pero ahora ya no la tenía. Estaba sentada, encorvada, abatida y en silencio, sobre la camilla azul, con la cabeza agachada y la mirada perdida, la larga melena negra enmarañada y tapándole en parte el rostro. De la locuacidad irrefrenable mostrada en el momento en que la Policía se había presentado en su casa, había pasado ahora a un estado cercano al catatónico.

A Westmore alguna víctima le había dicho que sufrir una violación era como si te mataran el alma. Al igual que en caso de asesinato, no había vuelta atrás. No había terapia que pudiera hacer que Roxy Pearce volviera a ser la persona de antes. Sí, con el tiempo se recuperaría un poco, lo suficiente para seguir adelante, para llevar una vida, en apariencia, normal. Pero sería una vida constantemente amenazada por la sombra del miedo. Una vida en la que apenas podría confiar en nadie, en cualquier situación.

– Aquí estás segura, Roxy -le dijo Claire, con una sonrisa franca-. No hay lugar más seguro que este. Aquí él no podría entrar.

Volvió a sonreír. Pero no hubo respuesta. Era como hablar con una figura de cera.

– Tu amiga Amanda está aquí -prosiguió-. Ha salido un momento a fumarse un pitillo. Se quedará contigo todo el día. -Volvió a sonreír.