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De nuevo aquella.expresión ausente. Los ojos muertos. En blanco. Tan en blanco como todo lo que la rodeaba. Tan en blanco e insensibles como el resto de su cuerpo.

Los ojos de Roxy recorrieron las paredes de color magnolia de la salita. Recién pintada. El reloj redondo e impersonal marcaba las 12.35. Un soporte con cajas de guantes de látex azules. Otro soporte con recipientes rojos con jeringas, gasas y viales, todo precintado. Una silla rosa. Una báscula. Un lavamanos con un dispensador de crema hidratante en un lado, y un jabón estéril en el otro. Un teléfono apoyado en un escritorio blanco y desnudo, como si fuera el de la llamada de emergencia en un concurso de televisión. Un biombo plegable con ruedecitas.

Afloraron las lágrimas. Deseó que Dermot estuviera allí. Su cerebro aturdido deseó no haberle sido infiel, no haber tenido aquella historia loca con Iannis.

Entonces, de pronto, espetó:

– Es todo culpa mía, ¿verdad?

– ¿Por qué dices eso, Roxy? -preguntó la agente, apuntando sus palabras en el registro que llevaba en su portátil-. No debes culparte en absoluto. Eso no es así.

Pero la mujer volvió a sumirse en el silencio.

– Está bien, cariño. No te preocupes. No tienes que decirme nada. No tenemos que hablar, si no quieres, pero lo que sí necesito es obtener pruebas forenses de tu cuerpo, que puedan ayudarnos a encontrar al hombre que te hizo esto. ¿Te parece bien?

Tras unos momentos, Roxy dijo:

– Me siento sucia. Quiero darme una ducha. ¿Puedo?

– Por supuesto, Roxy -dijo la forense-. Pero todavía no. No querrás que se pierdan las pruebas que podamos tener, ¿no? -añadió. Tenía un tono algo autoritario, pensó Westmore, quizá demasiado decidido, teniendo en cuenta el frágil estado de la víctima.

Silencio otra vez. La mente de Roxy se fue por la tangente. Había sacado dos de las mejores botellas de Dermot. Las había dejado en algún sitio. Una, abierta sobre la mesa de la cocina; la otra en la nevera. Tendría que comprar una botella en algún sitio para reemplazar la que estaba abierta, y volver a casa antes de que lo hiciera Dermot para volver a poner las dos en la bodega. Si no, él se subiría por las paredes.

Con un chasquido, la forense se ajustó un par de guantes de látex, se acercó a los recipientes de plástico y sacó el envoltorio estéril del primer objeto, una pequeña herramienta afilada para recoger restos de debajo de las uñas. Cabía la posibilidad de que la mujer hubiera arañado a su atacante, y esas células cutáneas, con su ADN, quizás estuvieran aún bajo las uñas.

Para Roxy aquello no fue más que el inicio de la larga tortura que sufrió en aquella sala. Antes de que le dejaran darse una ducha, la forense tendría que aplicar gasas y sacar muestras de todas las partes de su cuerpo donde hubiera podido producirse contacto con el agresor, en busca de saliva, semen y células cutáneas. Le peinaría el vello púbico, le haría un examen de alcohol en sangre, le sacaría una muestra de orina para las pruebas de toxicología y registraría en el libro de exámenes médicos cualquier daño sufrido en la zona genital.

Mientras la forense iba repasando cada una de las uñas de Roxy, empaquetando los restos por separado, la agente de enlace intentó calmarla.

– Vamos a atrapar a ese hombre, Roxy. Por eso estamos haciendo esto. Con tu cooperación, podremos evitar que le haga esto a otra mujer. Sé que es duro para ti, pero intenta pensar en eso.

– No sé por qué se molestan -dijo Roxy, de pronto-. Solo el cuatro por ciento de los violadores acaban cumpliendo condena. ¿No es así?

Westmore vaciló. Había oído que en Inglaterra el índice era del dos por ciento, porque en realidad solo se acababan denunciando el seis por ciento de las violaciones. Pero no quería ponerle las cosas más difíciles a la pobre mujer.

– Bueno, eso no es del todo cierto -respondió-. Pero las cifras son bajas, sí. Eso se debe a que pocas víctimas tienen las agallas que tienes tú, Roxy. No tienen el valor de actuar, como has hecho tú.

– ¿Agallas? -replicó ella amargamente-. Yo no tengo «agallas».

– Sí que las tienes. Desde luego que sí.

– Es culpa mía -insistió, meneando la cabeza casi sin fuerzas-. Si hubiera tenido agallas, le habría detenido. Todo el mundo pensará que yo quería que me hiciera esto, que le animé de algún modo. Cualquier otra persona se las habría arreglado para evitarlo, tal vez dándole una patada en las pelotas o algo así, pero yo no. ¿Qué hice yo? Yo me quedé ahí tirada.

Capítulo 35

Viernes, 9 de enero de 2010

A Darren se le estaba arreglando la mañana. Había recuperado sus cosas de casa de Terry Biglow y ahora tenía un lugar donde guardarlas, una taquilla alta de color beis con su propia llave, en el Centro de Noche Saint Patrick's. Y dentro de unas semanas esperaba poder conseguir uno de los MiPod que tenían.

La gran iglesia neonormanda situada al final de una tranquila calle de vecinos de Hove se había adaptado al paso de los tiempos. Al ir perdiendo fieles, la profunda nave de Saint Patrick's se había dividido en dos, y la mitad se había puesto en manos de una organización de beneficencia para los indigentes, que había dedicado una parte a un dormitorio de catorce camas donde la gente podía pasar la noche un máximo de tres meses. Otra parte, la sala de MiPods, era un santuario. Era donde podían quedarse diez semanas más quienes mostraran verdaderas intenciones de llevar una vida honrada, con la esperanza de que les sirviera de base para empezar una nueva vida.

La sala de MiPods estaba inspirada en los hoteles cápsula japoneses. Era un espacio único, con seis nichos de plástico, una cocina comunitaria y una sala de estar con un televisor. Cada uno de los nichos tenía el tamaño suficiente como para tumbarse a dormir y para guardar un par de maletas.

Para poder optar a un MiPod, primero tenía que convencer a la dirección de que era un residente modélico. No había pensado en qué pasaría después de aquellas diez semanas en el nicho, pero, para entonces, con un poco de suerte, ya tendría dinero suficiente como para volver a alquilar un piso o una casa.

Ser un residente modelo significaba obedecer las normas, como la de salir antes de las 8.30 y no volver hasta la hora de la cena, a las 19.30. Durante las horas intermedias se esperaba que realizara actividades de reciclaje. Sí, bueno, eso es lo que todos pensarían que hacía. Se apuntaría en el centro de reinserción y con suerte conseguiría un trabajo de mantenimiento en alguno de los hoteles elegantes de Brighton. Ese puesto debería darle la ocasión de cometer pequeños robos sin problemas. Debería poder acumular un buen pico. Y quizá, mientras tanto, encontrara a alguna mujer con ganas de pasárselo bien, como la noche anterior.

Poco después de mediodía, vestido con vaqueros, deportivas, un suéter y una cazadora, salió del centro de reinserción. La entrevista había ido bien y ahora poseía un impreso sellado y la dirección del lujoso Grand Hotel, en el paseo marítimo, donde empezaría el lunes. Tenía el resto del día libre.

Mientras deambulaba por Western Road, la gran calle comercial que conectaba Brighton con Hove, mantenía las manos bien hundidas en los bolsillos para protegerse del frío. Solo tenía siete libras en el bolsillo -todo lo que le quedaba de las cuarenta y seis que le habían dado al soltarle, más la pequeña cantidad de efectivo que llevaba encima en el momento de su última detención-. Y sus reservas de emergencia estaban en la maleta que había retirado de casa de Terry Biglow..

Mentalmente, se iba haciendo una lista de la compra de todo lo que necesitaría. Allí le daban las cosas de aseo básicas, como cuchillas de afeitar nuevas, crema de afeitar o pasta de dientes. Pero necesitaba algunas cosas más. Pasó frente a una librería que se llamaba City Books, se paró, dio media vuelta y se quedó mirando el escaparate. Decenas de libros, algunos de autores cuyos nombres conocía, otros de escritores de los que nunca había oído hablar.