El lugar inspiraba a todo el mundo la sensación de que tenían un rumbo, de que competían en una carrera contrarreloj y, salvo durante las reuniones, era raro oír el parloteo entre colegas tan habitual en las comisarías.
La única frivolidad que se habían permitido era una fotocopia del dibujo de un pez azul y gordo de la película Buscando a Nemo que Branson había pegado en el interior de la puerta. En el D.I.C. de Sussex se había convertido en tradición buscar una imagen graciosa para cada operación, algo que aliviara ligeramente la tensión propia de los horrores con los que tenía que enfrentarse aquel equipo, y aquella había sido la contribución del sargento Branson, gran cinéfilo, a la Operación Pez Espada.
Había otros tres centros de delitos graves en el condado, todos ellos con salas similares: la última había sido la construida hacía poco en Eastbourne. Pero a Grace esta ubicación le resultaba más práctica, porque los dos delitos que estaba investigando en aquel momento se habían producido a solo un par de kilómetros de allí.
En la vida había todo tipo de patrones repetitivos. Era algo de lo que se había dado cuenta, y daba la impresión de que últimamente solo le tocaba investigar delitos perpetrados -o descubiertos- en viernes, lo que propiciaba que se quedara sin fin de semana. El y todo su equipo.
Al día siguiente por la noche estaba invitado a cenar con Cleo en casa de una de sus amigas más antiguas: quería presumir de novio, según le había dicho con una sonrisita burlona. El tenía un gran interés en participar de la vida de aquella mujer de la que estaba tan profundamente enamorado y de la que aún sabía tan poco. Pero aquello ahora se había ido al garete.
Por fortuna para él, a diferencia de Sandy, que nunca había entendido ni se había acostumbrado a sus disparatados horarios, Cleo también estaba en servicio de guardia constante, y podía verse obligada a salir a cualquier hora a levantar un cuerpo, allá donde se encontrara. Eso que hacía que se mostrara mucho más comprensiva, aunque no siempre lo llevara tan bien.
En las primeras fases de cualquier gran investigación había que dejar de lado todo lo demás. La primera tarea de la secretaria del oficial al cargo de la investigación consistía en limpiarle la agenda.
El momento más crucial eran las veinticuatro horas que seguían a la comisión del delito. Había que limitar el escenario del crimen para proteger en lo posible las pruebas forenses. El criminal estaría en su máximo estado de ansiedad, la «niebla roja» en la que solía encontrarse la gente después de cometer un delito grave, en la que podía comportarse de un modo errático. Podían encontrarse testigos oculares que aún lo tuvieran todo fresco, y había más posibilidades de llegar hasta ellos rápidamente a través de los medios de comunicación locales. Y todas las cámaras de circuito cerrado en un radio razonable aún conservarían las grabaciones de las últimas veinticuatro horas.
Grace echó un vistazo a las notas escritas por su secretaria, que tenía junto al cuaderno de actuaciones del caso, recién estrenado.
– Son las 18.30 del viernes 9 de enero -anunció, en voz alta-. Esta es la primera reunión de la Operación Pez Espada.
El ordenador de la Policía de Sussex proporcionaba los nombres de las operaciones al azar, en la mayoría de los casos sin ninguna relación con el caso en el que se estaba trabajando. Pero en esta ocasión el nombre podía resultar de lo más irónico, por lo escurridizos que son los peces.
Grace estaba satisfecho de que todos los agentes en los que más confiaba estuvieran disponibles para trabajar en su equipo. Todos menos uno. Sentados en la sala estaban el agente Nick Nicholl, aún ojeroso por falta de sueño a causa de su reciente paternidad; la agente Emma-Jane Boutwood; la eficaz sargento Bella Moy, con su habitual caja de Maltesers abierta sobre la mesa; el beligerante sargento Norman Potting; y el sargento Glenn Branson, colega y discípulo de Grace. Faltaba el sargento Guy Batchelor, que se había tomado sus vacaciones anuales. En su lugar tenía a un agente con el que había trabajado tiempo atrás y que le había impresionado mucho, Michael Foreman, un hombre delgado y decidido, con el cabello oscuro engominado, que tenía un aire de seguridad que hacía que la gente se dirigiera a él de forma instintiva, aunque no fuera el oficial al mando. El año anterior, después de que le ascendieran temporalmente a sargento en funciones, Foreman había colaborado con el equipo en la Central de Inteligencia Regional. Ahora había vuelto a la Sussex House y a ejercer el papel de su rango, pero Grace estaba seguro de que no tardaría mucho en ascender a sargento. Y sin duda estaba destinado a llegar mucho más alto.
Entre los habituales también estaba presente John Black, analista del sistema HOLMES, un tipo afable de cabello gris que podría pasar por un discreto oficinista, y el agente Don Trotman, encargado de comprobar en el MAPPA la central de relación entre los diferentes cuerpos de seguridad, si algún recluso recientemente liberado tenía antecedentes de delitos sexuales y un modus operandi que concordara con el del delincuente que buscaban. Él lo sabría.
La que era nueva en el equipo era la analista Ellen Zoratti, que trabajaría en estrecha colaboración con la división de Brighton y el analista del HOLMES, procesando los datos del servicio de inteligencia, consultando la base de datos de la Policía y la SCAS (siglas en inglés de la Sección de Análisis de Grandes Delitos), además de responder a órdenes directas de Roy Grace.
También se incorporaba por primera vez la jefa de prensa, Sue Fleet, del renovado Equipo de Relaciones Públicas de la Policía. Aquella agradable pelirroja de treinta y dos años, que había sido un miembro popular y respetado de la comisaría de John Street, en el centro de Brighton, sustituía al anterior jefe de Relaciones Públicas, Dennis Ponds, experiodista que había tenido una difícil relación con diversos miembros del cuerpo, incluido el propio Grace.
Roy quería que Sue Fleet estuviera presente para organizar inmediatamente una estrategia respecto a los medios. Necesitaba obtener una respuesta rápida del público que le ayudara a encontrar al agresor y a alertar a la población femenina de los posibles daños a los que se enfrentaba, pero al mismo tiempo quería evitar el pánico generalizado. Era un delicado equilibrio de relaciones públicas, y la labor sería todo un reto para ella.
– Antes de empezar -señaló Grace-, quiero recordaros algunas estadísticas. En Sussex tenemos un buen índice de resolución de homicidios: en la última década se ha resuelto el noventa y ocho por ciento de todos los asesinatos. Pero en violaciones hemos caído por debajo de la media nacional del cuatro por ciento; apenas rebasamos el dos por ciento, una cifra inaceptable.
– ¿Tú crees que se debe a la actitud de algunos agentes? -preguntó Potting, que lucía una de las viejas americanas de tweed que siempre llevaba, impregnadas en humo de pipa. A Grace le parecía que le daban más un aspecto de anciano profesor de Geografía que de investigador-. ¿O a que algunas víctimas simplemente no son testigos fiables… debido a otras circunstancias?
– ¿Otras circunstancias dices, Norman? ¿Cómo cuando los policías de antes insinuaban que las mujeres violadas se lo habían buscado? ¿Es eso lo que quieres decir?
Potting gruñó, evitando definirse.
– ¡Por amor de Dios! ¿En qué planeta vives? -espetó furiosa Bella, a la que nunca le había gustado Potting-. ¡Trabajar contigo es como vivir en otro planeta!
El sargento se encogió de hombros, a la defensiva, y luego murmuró algo apenas audible, como si no estuviera lo suficientemente convencido como para decir en voz alta lo que fuera que le había pasado por la cabeza.
– Sabemos que algunas mujeres declaran haber sido violadas porque se sienten culpables, ¿no? Eso te hace preguntarte cosas.