– Sí, claro que funciona. No la vendería si no, ¿qué se cree? -respondió el otro, mirando a aquel hombre delgado vestido con un mono marrón como si acabara de ofenderle en lo más profundo-. Aquí todo funciona, colega. ¿Vale? Si quieres basura, puedo indicarte otro sitio, subiendo la calle. Aquí solo trabajo con calidad. Todo funciona.
– Eso espero.
Se quedó mirando el arcón congelador blanco encajado entre las mesas de escritorio, las sillas de oficina y los sofás puestos en vertical en la parte trasera de aquel enorme emporio de muebles de segunda mano de Lewes Road.
– Tiene treinta días de garantía. Durante el próximo mes, si hay algún problema, me lo devuelves. Sin problemas.
– ¿Pides cincuenta libras?
– Sí.
– ¿Qué descuento me haces?
– Aquí todo tiene el descuento aplicado.
– Te doy cuarenta.
– ¿En efectivo?
– Ajá.
– ¿Te lo llevas tú? Por ese precio no entrego a domicilio.
– ¿Me echas una mano?
– ¿Esa furgoneta de fuera es la tuya?
– Sí.
– Pues más vale que nos pongamos en marcha. Ahí viene un guardia.
Cinco minutos más tarde se puso al volante de la Transit, unos segundos antes de que llegara el guardia. Arrancó el motor y abandonó el sitio donde había aparcado, en zona de doble línea amarilla. Oyó el ruido metálico de su nueva compra al botar sobre la arpillera, única cobertura que había sobre la base de metal, y momentos más tarde oyó cómo se deslizaba al frenar de golpe, obligado por el tráfico de la rotonda.
En caravana, pasó por Sainsbury's, luego giró a la izquierda en el semáforo, pasó bajo el viaducto y siguió en dirección a Hove, hacia el garaje donde yacía la joven.
La joven que le miraba desde la portada del Argus, en cada quiosco, bajo el anuncio «¿Ha visto a esta persona?». Seguido de su nombre: Rachael Ryan.
Él asintió.
– Sí, sí que la he visto.
«¡ Sé dónde está!»
«¡Está esperándome!»
Capítulo 39
Los zapatos son vuestras armas, señoritas, ¿verdad? Los usáis para hacer todo el daño que podáis a los hombres, ¿no?
Sabéis a lo que me refiero: no hablo de daños físicos, de los golpes y las heridas que podéis hacerles en la piel a los hombres golpeándolos con ellos. Hablo de los sonidos que hacéis con ellos. Del clac-clac-clac de vuestros tacones sobre los suelos de madera, sobre las losas de cemento, sobre las baldosas, sobre los caminos de ladrillo.
Te pones esos zapatos tan caros. Y eso significa que vas a algún sitio… y que me dejas solo otra vez. Yo oigo ese clac-clac-clac cada vez más tenue. Es el último sonido que oigo de ti. Y el primero que oigo cuando vuelves. Horas más tarde. A veces hasta un día más tarde. No me cuentas dónde has estado. Te ríes de mí. Te mofas de mí.
Una vez, cuando volviste y yo estaba de mal humor, te me acercaste. Pensé que ibas a darme un beso. Pero no lo hiciste. Simplemente me clavaste el tacón de aguja con fuerza sobre el pie desnudo. Me atravesaste la carne y los huesos, hasta dar contra la madera del suelo.
Capítulo 40
Se le había olvidado cuánto disfrutaba con aquello. Lo adictivo que se había vuelto. Pensó que sería solo una vez, por los viejos tiempos. Pero aquella vez le había hecho desear otra. Y ahora se disponía a arrancar de nuevo. ¡Sí!
¡Sacaría el máximo partido de aquellos meses de invierno, en los que podía ponerse abrigo y bufanda, ocultar la nuez, pasearse sin problemas, como cualquier otra señora elegante de Brighton! Le gustaba el vestido que había elegido, un Karen Millen, y el abrigo de pelo de camello de Prada, el chal Cornelia James alrededor del cuello, el gran bolso colgado al hombro y los suaves guantes de piel en las manos. Pero lo que más le gustaba era la sensación de sus botas de aspecto mojado. Oh, sí. ¡Se sentía taaaaaan a gusto! Casi se atrevería a decir que… ¡sexy!
Se abrió paso por las Lanes, bajo la llovizna. Estaba perfectamente vestido y protegido contra la lluvia y el frío viento, y sí… ¡taaaaan sexy! Lanzó repetidas miradas para verse reflejado en los escaparates. Dos hombres de mediana edad se cruzaron con él y uno le echó una mirada de admiración al pasar. Él le devolvió una mirada picara, mientras se abría paso por entre la multitud en las estrechas callejuelas. Pasó junto a una moderna joyería, luego frente a un anticuario que tenía fama de pagar bien por objetos robados.
Dejó atrás el pub Druid's Head, el Pump House, luego el restaurante English's, cruzó East Street y giró a la derecha hacia el mar, en dirección a Pool Valley. Luego dobló a la izquierda frente al restaurante que en otro tiempo había sido el cine ABC y se encontró frente a su destino.
La zapatería Last.
Era una tienda especializada en calzado de diseño, que contaba con una gran oferta de marcas por las que tenía una predilección especial, como Esska, Thomas Murphy o Hetty Rose. Se quedó mirando el escaparate. Un par de preciosos y delicados Amia Kimono con motivos japoneses. Un par de Thomas Murphy Genesis de color petróleo con tacones plateados. Unos Esska Loops de ante marrón.
La tienda tenía el suelo de madera, un sofá estampado, un taburete calzador y unos colgadores con bolsos. Y, en aquel momento, una dienta. Una mujer elegante y guapa, de cuarenta y tantos, con una larga melena rubia y unas botas Fendi de piel de serpiente. Talla cinco. Y un bolso Fendi a juego colgado del hombro. ¡Vestida para matar, o para comprar!
Llevaba puesto un largo abrigo negro, un suéter de cuello alto y un sedoso pañuelo blanco en el cuello. Tenía la nariz respingona y los labios carnosos. No llevaba guantes. Se fijó en su alianza y en el gran pedrusco del anillo de compromiso. Quizás aún estuviera casada, pero podría estar divorciada. Podría ser cualquier cosa. Desde allí era difícil decirlo. Pero de una cosa estaba seguro.
Era su tipo. ¡Vaya!
Tenía en la mano un Homage con botón de la colección TN-29 de Tracey Neuls. De piel blanca perforada, con ribete de color marrón topo. Algo que podría haber llevado Janet Leigh en la oficina, antes de robar el dinero en la versión original de Psicosis. ¡Pero no eran sensuales! Parecían sacados de un concurso de Miss América de los años sesenta. «No los compres -la apremió, mentalmente-. ¡No, no!»
Había expuestos muchos otros zapatos y botas muchísimo más sensuales. Él los repasó con la mirada, analizando la forma, las curvas, los cierres, las costuras, los tacones de cada uno de ellos. Se imaginó a aquella mujer desnuda, solo vestida con los zapatos. Haciendo lo que él le dijera que hiciera con ellos.
«¡ No te compres esos!»
Ella, obediente, volvió a dejarlos donde estaban. Entonces se giró y salió de la tienda.
Al pasar a su lado, él percibió la densa nube de perfume Armani Code, que era como su propia capa de ozono. Entonces ella se paró, sacó un pequeño paraguas negro del bolso, lo levantó y lo abrió. Era una dama con estilo. Segura de sí misma. Desde luego, estaba claro que era el tipo de mujer que le gustaba. Y ahora llevaba un paraguas abierto, como una guía turística, solo para él, para que pudiera seguirla con facilidad entre la multitud.
«¡Oh, sí, el tipo de mujer que me gusta!»
«¡De las detallistas!»
Ella se puso en marcha, decidida, y él la siguió. El modo de caminar de aquella mujer tenía un aire propio de un animal de presa. Iba a la caza de zapatos, sin duda. Y eso estaba muy bien.
¡Él también iba de caza!
Se paró un momento en East Street para echar un vistazo al escaparate de Russell y Bromley. Entonces cruzó hacia L. K. Bennett.