Entonces miró el reloj: las 15.30. ¡Mierda! Había tardado más de lo que pensaba. Iba a llegar tarde a su manicura en el Nail Studio, en Hove, en la otra punta de la ciudad. Salió a toda prisa de la tienda, sin fijarse apenas en la extraña mujer con la peluca rubia torcida que miraba algo en el escaparate.
Por el camino hasta el aparcamiento, no se volvió ni una vez.
Si lo hubiera hecho, habría visto que aquella misma mujer la estaba siguiendo.
Capítulo 42
Eran poco más de las diez de la noche cuando Roy puso el intermitente a la derecha. Iba más rápido de lo que habría sido sensato con aquella lluvia torrencial porque llegaba tardísimo, y casi derrapó al girar de golpe sobre el asfalto mojado. Dejó atrás la tranquila New Church Road y se metió en la calle residencial aún más tranquila que llevaba al paseo marítimo de Hove, donde vivía con Sandy.
El viejo BMW Serie 3 crujió, y los frenos emitieron un chirrido de protesta. El coche tenía que haber pasado la revisión meses atrás, pero él estaba más pelado que nunca, gracias en parte a una pulserita de brillantes que le había costado una barbaridad y que le había comprado como regalo sorpresa a Sandy por Navidad, así que la revisión iba a tener que esperar aún unos meses.
Por costumbre, repasó cada uno de los vehículos aparcados en las vías de acceso a las casas y en la calle, pero no detectó nada fuera de lugar. Al irse acercando a casa, inspeccionó cuidadosamente esas zonas oscuras aisladas a las que no llegaba del todo el brillo anaranjado de las farolas.
Una de las cosas que tenía ser policía, arrestar a los malos y, en muchos casos, tener que enfrentarse a ellos en el tribunal meses más tarde, era que nunca sabías quién podía tener algo en tu contra. Los ataques en represalia no eran frecuentes, pero Grace conocía a un par de colegas que habían recibido correos amenazadores, y la mujer de uno de ellos se había encontrado una amenaza de muerte grabada en la corteza de un árbol en el parque de su barrio. No era algo que le quitara el sueño, pero sí suponía un riesgo propio del trabajo. Podía intentar mantener su dirección en secreto, pero los delincuentes tenían modos de descubrir esas cosas. Nunca se podía bajar la guardia del todo, y aquello era algo que Sandy le echaba en cara.
En particular, le ponía de los nervios que, en los pubs o restaurantes, Roy siempre escogiera la mesa que le ofreciera la mejor visión posible de la sala y de la puerta, y que siempre intentara sentarse con la espalda contra la pared.
Grace sonrió cuando vio que las luces de la planta baja de su casa estaban encendidas, lo que significaba que Sandy seguía despierta, aunque le entristeció un poco ver que ya había quitado las luces de Navidad. Metió el coche en la vía de acceso y frenó frente a la puerta del garaje. El pequeño Golf de Sandy, aún más destartalado que el suyo, estaría aparcado dentro, bien seco.
La casa era el sueño de su mujer. Poco antes de que la encontrara, había tenido una falta y aquello había hecho aumentar sus esperanzas de quedarse embarazada, ilusión que se desvaneció unas semanas más tarde. Aquello la había sumido en una depresión profunda, hasta el punto de preocupar seriamente a Roy. Entonces, un día, ella le llamó al trabajo para decirle que había encontrado una casa. Estaba por encima de lo que podían pagar, admitió, pero tenía muchísimas posibilidades. ¡Seguro que le encantaba!
Habían comprado aquella casa adosada de cuatro dormitorios hacía poco más de un año. Había sido un gran cambio, tras el pequeño piso de Hangleton donde se habían ido a vivir tras su boda; había supuesto un esfuerzo económico importante para ambos. Pero Sandy se había enamorado de la casa y le había convencido de que debían dar el paso. Él había accedido pese a no estar muy convencido, y sabía cuál era el motivo por el que había dicho que sí: porque veía lo infeliz que era Sandy por no poder concebir y porque deseaba desesperadamente darle una alegría.
Apagó el motor y se sumergió en la lluvia helada, agotado. Se agachó, cogió del asiento del acompañante el abultado maletín en el que llevaba una tonelada de casos que quería revisar antes de irse a dormir, corrió hasta la puerta de la casa y entró.
– ¡Hola, cariño! -dijo, al entrar al recibidor. Era raro verlo así, desnudo y despojado de las decoraciones navideñas.
Oyó las voces procedentes del televisor. En el ambiente flotaba un sugerente aroma a algún plato de carne. Estaba hambriento. Se quitó la gabardina, la colgó en un perchero antiguo que habían comprado en un puesto del mercado de Kensington Street, dejó caer el maletín y entró en el salón.
Sandy, vestida con un grueso albornoz y cubierta por una manta, estaba echada en el sofá, con una copa de vino tinto en la mano, viendo las noticias. Un periodista hablaba, con un micrófono en la mano, desde un poblado arrasado por el fuego.
– Lo siento, cariño -se disculpó Roy.
Le sonrió. Estaba preciosa, con su cabello húmedo cayéndole descuidadamente sobre la cara y sin maquillaje. Era una de las cosas que más le gustaban de ella: que estaba igual de guapa con maquillaje que sin maquillar. Él siempre se levantaba pronto, y algunas mañanas disfrutaba quedándose en la cama despierto, unos minutos, solo para verle la cara.
– ¿Sientes lo que está pasando en Kosovo? -replicó ella.
Él se agachó y la besó. Olía a jabón y a champú.
– No, siento llegar tan tarde. Quería ayudarte a quitar las cosas de Navidad.
– ¿Por qué no sientes lo de Kosovo?
– Siento lo de Kosovo -reconoció-. También siento lo de Rachael Ryan, que todavía no ha aparecido, y siento lo de sus padres y su hermana.
– ¿Para ti son más importantes que lo de Kosovo?
– Necesito una copa -dijo-. Y me muero de hambre.
– Yo ya he cenado. No podía esperar más.
– Lo siento. Siento llegar tarde. Siento lo de Kosovo. Siento todos los malditos problemas del mundo que no puedo resolver.
Se agachó y sacó una botella de Glenfiddich del mueble bar. Mientras se la llevaba a la cocina, oyó que ella le decía:
– Te he dejado un plato de lasaña en el microondas y tienes ensalada en la nevera.
– Gracias -dijo él desde la cocina.
Al llegar, se sirvió cuatro dedos de whisky, echó unos cubitos de hielo, sacó su cenicero de cristal favorito del lavavajillas y volvió al salón. Se quitó la chaqueta, la corbata y se dejó caer en el sillón, ya que Sandy ocupaba todo el sofá. Se encendió un Silk Cut.
Casi de inmediato, como si se tratara de un reflejo pavloviano, Sandy sacudió con la mano una nube de humo imaginaria.
– Bueno, ¿y cómo te ha ido a ti el día? -preguntó él, mientras se agachaba y recogía una aguja de pino del suelo.
En la pantalla, frente a unos edificios arrasados, apareció una joven atractiva con el pelo negro de punta y ropa militar. Sostenía un micrófono y le contaba a la cámara el terrible precio que se estaba cobrando en vidas la guerra de Bosnia.
– Esa es el Ángel de Mostar -dijo Sandy, señalando la pantalla con un gesto de la cabeza-. Sally Becker. Es de Brighton. Está haciendo algo por la guerra. ¿Qué es lo que estás haciendo tú, detective Grace, a la espera de ser pronto el «inspector Grace»?
– Empezaré a enfrentarme al problema de la guerra de Bosnia, y a todos los demás problemas del mundo, cuando haya ganado la guerra de Brighton. Me pagan por ello -respondió, y dejó la aguja de pino en el cenicero.
Sandy sacudió la cabeza.
– No lo entiendes, ¿verdad, amor mío? Esa joven, Sally Becker, es una heroína.
– Sí que lo es. -Asintió-. El mundo necesita a gente como ella. Pero…
– Pero ¿qué?