Entonces se encontraron de nuevo en el exterior y sintieron el frío glacial. Mandy llegó a la altura de sus amigas justo en el momento en que pasaban frente a una serie de casetas, cada una con su música estruendosa: «¡Pesquen un pato!»; «¡El bote de la langosta: 2 pelotas por 1 libra!»; «Tatuajes de henna!».
En la distancia, a su izquierda, contra el negro profundo del mar, se distinguían las luces de las elegantes casas de Kemp Town. Pasaron frente a la «Carrera de delfines», en dirección al tiovivo, al tobogán en espiral, a los autos de choque, a la montaña rusa Crazy Mouse y al Turbo Skyride, en el que Mandy se había montado una vez, y que la había dejado mareada varios días.
A su derecha tenían el Tren Fantasma y el Hotel del Horror.
– ¡Yo quiero subir al Tren Fantasma! -exclamó Mandy.
Karen se giró, mientras sacaba un cigarrillo del bolso.
– Es patético. Es una mierda, una memez. Yo necesito otra copa.
– ¿Y el Turbo? -propuso otra, Joanna.
– ¡Ni hablar! -protestó Mandy-. Yo quiero subir al Tren Fantasma.
Joanna sacudió la cabeza.
– A mí eso me da miedo.
– No da tanto miedo -aseguró Mandy-. Si no venís, iré yo sola.
– ¡No te atreves! -la desafió Karen-. ¡Eres una gatita asustada!
– ¡Ya veréis! -respondió Mandy-. ¡Vais a ver!
Dio una carrerita hasta la taquilla donde se vendían las fichas para las atracciones. Ninguna de ellas vio al hombre que las contemplaba desde cierta distancia, que tiraba el cigarrillo al suelo y lo apagaba con la suela del zapato.
Capítulo 45
Nunca había visto un cadáver hasta aquel momento. Bueno, aparte del de su madre, claro. Se había quedado en los huesos, demacrada por culpa del cáncer que se la había comido por dentro, con tal voracidad que solo había dejado la piel. Y las malditas células cancerígenas probablemente también se habrían comido la piel, si el líquido de embalsamar no la hubiera petrificado.
Aunque habían hecho un buen trabajo. No sería él quien lo negara.
Su madre tenía el aspecto de estar durmiendo. Estaba bien metida en la cama, con su camisón, en una sala de la capilla de reposo de la funeraria. Perfectamente peinada. Con un poco de maquillaje en la cara para que tuviera un poco de color, y la piel con un tono un poco rosado gracias al líquido de embalsamado. El director de la funeraria le había dicho que había quedado muy guapa.
Mejor en muerte que en vida.
Una vez muerta ya no podría acosarle. No podría decirle, mientras se colaba en su cama, que era tan inútil como el borracho de su padre. Que su «cosita» era patética, que era más corta que los tacones de sus zapatos. Algunas noches llevaba un zapato con tacón de aguja a su cama y le obligaba a darle placer con el tacón.
Empezó a llamarle Colilla. El apodo enseguida se extendió por el colegio. «¡Eh, Colilla. ¿Te ha crecido ya un poquillo?», le decían los otros chicos y chicas.
Se había sentado a su lado, en la silla junto a la cama, tal como lo había hecho antes en la habitación del hospital durante los días en que la vida iba abandonándola. La había cogido de la mano. Estaba fría y huesuda, era como coger la mano de un reptil. Pero el reptil ya no podía hacerle ningún daño.
Entonces se había agachado y le había susurrado al oído: «Creo que se supone que debo decirte que te quiero. Pero no te quiero. Te odio. Siempre te he odiado. No veo la hora de que acabe tu funeral, porque luego voy a coger esa urna con tus cenizas y te voy a tirar en un contenedor de basura, que es donde te corresponde estar».
Sin embargo, la mujer que tenía ahora delante era diferente. No odiaba a Rachael Ryan. Se la quedó mirando, tendida en el fondo del congelador que había comprado esa misma mañana. Mirándole a través de unos ojos que se iban cubriendo de escarcha. La misma escarcha que se iba formando por todo su cuerpo.
Oyó por un momento el murmullo del motor del congelador. Entonces susurró:
– Rachael, siento lo ocurrido, ¿sabes? De verdad lo siento. Nunca quise matarte. Nunca he matado ni a una mosca. Yo no soy así. Solo quería que lo supieras. No es mi estilo. Cuidaré de tus zapatos, te lo prometo.
Entonces decidió que no le gustaba ver aquella mirada hostil en sus ojos. Como si aún pudiera acusarle, aunque estuviera muerta. Acusarle desde otro lugar, desde otra dimensión a la que.había llegado.
Cerró la tapa de golpe.
El corazón se le salía del pecho. Estaba cubierto de sudor.
Necesitaba un cigarrillo.
Tenía que pensar con mucha, mucha calma.
Encendió un cigarrillo y se lo fumó lentamente, pensando. Pensando. Pensando.
El nombre de la chica estaba por todas partes. La Policía la buscaba por toda la ciudad. Por todo Sussex.
Estaba temblando.
«¡Estúpida! ¡Mira que quitarme el pasamontañas!»
«Mira lo que has hecho. ¡Lo que nos has hecho a los dos!»
No debían encontrarla. Si encontraban el cuerpo, sabrían quién era. Tenían todo tipo de métodos. Todo tipo de artilugios científicos. Si la encontraban, sería cuestión de tiempo hasta que dieran con él.
Por lo menos, si la mantenía fría, evitaría el olor que había empezado a desprender. Las cosas congeladas no huelen. Así que ahora tenía tiempo. Una opción era dejarla ahí, pero era peligroso. La Policía había sacado en los periódicos que estaban buscando una furgoneta blanca. Alguien podría haber visto la suya. Alguien podría decirles que había una furgoneta blanca que a veces entraba y salía de allí.
Tenía que deshacerse de ella.
Tirarla al mar era una opción, pero el mar podía devolverla a la orilla. Si cavaba una tumba en un bosque, algún perro podía detectar el olor. Tenía que encontrar un lugar donde no hubiera perros que pudieran olisquear.
Un lugar donde nadie fuera a curiosear.
Capítulo 46
Quizá, después de todo, aquello no hubiera sido tan buena idea, pensó Mandy, a la que de pronto le había abandonado el valor, en el momento que entregaba la ficha al hombre de la entrada a la atracción del Tren Fantasma.
– ¿Da miedo? -le preguntó.
Era un chico joven y atractivo, con acento extranjero. Quizás español, pensó.
– No, no mucho. ¡Solo un poco! -dijo él, sonriendo-. Está bien.
– ¿Sí?
El asintió.
Subida a sus tacones, se encaminó por la pasarela hasta el primer coche. Era como una bañera victoriana de madera sobre unas ruedas de goma. Se subió tambaleándose, con el corazón en la garganta, y se sentó. Dejó el bolso a su lado.
– Lo siento, no puedes llevar el bolso. Yo te lo cuido.
De mala gana accedió. Entonces él bajó la barra de seguridad y la ajustó. Ya no había vuelta atrás.
– ¡Sonríe! -dijo él-. ¡Diviértete! Está bien, de verdad.
«Mierda», pensó ella. Entonces llamó a sus amigas:
– ¡Char! ¡Karen!
Pero el viento se llevó sus palabras. El vagón avanzó con un traqueteo, dando un golpe contra una puerta doble y sumiéndose en la oscuridad. Las puertas se cerraron violentamente tras ella y la oscuridad se hizo completa. A diferencia del aire húmedo del exterior, allí era seco y olía un poco a circuitos eléctricos recalentados y a polvo.