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Dio otro trago largo al vodka martini deliciosamente frío que le había preparado Cleo, pese a morirse de envidia. Ahora él tenía que beber por los dos, le había dicho, y aquella noche en particular no le supondría ningún problema hacerlo. Sintió el agradable efecto relajante del alcohol y, sin dejar de acariciar mecánicamente al perro, se sumió de nuevo en sus pensamientos.

El jueves a las nueve de la noche se había visto un coche que salía de casa de los Pearce, en The Droveway, lo que encajaba a la perfección con la hora de la agresión. Iba a toda velocidad y casi atropella a un vecino. El hombre estaba tan furioso que intentó tomar nota de la matrícula, pero solo estaba seguro de dos de los números y de una letra, así que no hizo nada al respecto hasta que leyó la noticia en el Argus, lo que le había hecho llamar al centro de investigaciones aquella misma tarde.

Por lo que había dicho, el conductor era un hombre, pero con los cristales tintados del vehículo no había podido verle claramente la cara. Solo pudo decir que pensaba que era un varón de entre treinta y cincuenta años y con el pelo corto. Del coche pudo dar más detalles; aseguraba que era un Mercedes sedán Clase E, modelo antiguo. ¿Cuántos de aquellos Mercedes había por las calles? Muchísimos. Tardarían mucho en cribar los datos de todos los propietarios registrados, y no tenían un número completo de matrícula para empezar. Ni mucho tiempo que perder.

Ahora que, con dos violaciones en la ciudad en poco más de una semana, el interés de los medios de comunicación se había disparado, y las noticias publicadas estaban sembrando el pánico entre los ciudadanos. Las centralitas se veían inundadas de consultas de mujeres ansiosas que preguntaban si era seguro salir a la calle, y él era consciente de que sus superiores inmediatos, el superintendente jefe Jack Skerritt y el subdirector Peter Rigg, estaban impacientes por ver sus progresos en el caso.

La rueda de prensa siguiente estaba programada para el lunes a mediodía. Todo el mundo se tranquilizaría mucho si pudiera anunciar que tenían un sospechoso y, mejor aún, que habían practicado una detención. Sí, de acuerdo, Darren Spicer era una posibilidad. Pero no había nada peor que tener que soltar a un sospechoso por falta de pruebas, o porque se demostrara que no era la persona que buscaban. Aquello los dejaría como una banda de ineptos. Lo del Mercedes le parecía más prometedor. Pero el conductor no tenía por qué ser el agresor. Puede que hubiera una explicación inocente; quizá fuera un familiar o amigo que hubiera ido a ver a los Pearce, o simplemente alguien que fuera a entregar un paquete.

El hecho de que el conductor saliera a toda prisa era un buen indicio de que podría ser el sospechoso. Era bien sabido que, en muchos casos, los delincuentes conducían mal inmediatamente después del delito debido a la ansiedad del momento, la «niebla roja».

Había dado la noche libre a todo su equipo para que descansaran, salvo a los dos analistas, que cubrían las veinticuatro horas todos los días, en turnos alternos. Glenn Branson le había pedido que fuera a tomarse una cerveza rápida con él antes de ir a casa, pero él se había disculpado, porque apenas había visto a Cleo el fin de semana. La relación conyugal de su colega iba de mal en peor, pero a él ya no se le ocurría qué decirle al pobre Glenn. El divorcio era una opción temible, especialmente para alguien con niños pequeños. Pero él ya no veía muchas alternativas para su amigo, pese a que deseaba con todas sus fuerzas que las hubiera. Glenn iba a tener que coger el toro por los cuernos y seguir adelante. Algo muy fácil de decir, pero casi imposible de asumir.

Sintió unas ganas repentinas de fumar, pero se resistió, a duras penas. A Cleo no le importaba que fumara allí, ni en ninguna parte, pero él pensaba en el niño que llevaba dentro, y en lo que podía afectarle el humo, y en el ejemplo que quería dar. Así que dio otro trago a la copa e hizo caso omiso al antojo.

– ¡Estará listo dentro de cinco minutos! -dijo ella desde la cocina-. ¿Quieres otra copa? -añadió, asomando la cabeza por la puerta.

Él levantó el vaso para que viera que estaba casi vacío.

– ¡Si me tomo otra acabaré debajo de la mesa!

– ¡Así es como más me gustas! -respondió ella, acercándosele.

– ¡Eres una obsesa del control! -dijo él, con una gran sonrisa.

Se dejaría matar por aquella mujer. Moriría por Cleo, encantado, lo sabía. Sin dudarlo un momento.

Entonces sintió una extraña punzada de culpa. ¿No era aquello lo mismo que había sentido una vez por Sandy?

Intentó contestarse a aquella pregunta con sinceridad. Sí, cuando desapareció había sido un infierno. Aquella mañana, la de su trigésimo cumpleaños, habían hecho el amor antes de que él se fuera a trabajar y, aquella misma noche, cuando volvió a casa esperando celebrarlo, ella ya no estaba allí. Había sido un verdadero infierno.

Igual que los días, las semanas, los meses y los años que siguieron. Había imaginado todas las cosas terribles que podrían haberle pasado. Y a veces había pensado en lo que aún podría estarle pasando, en la guarida de algún monstruo. Pero aquella era una de las muchas posibilidades que se imaginaba. Había perdido la cuenta del número de videntes y parapsicólogos a los que había consultado en los últimos diez años, y ninguno le había dicho que estuviera en el mundo de los espíritus. Con todo y con eso, él estaba razonablemente seguro de que Sandy estaba muerta.

Dentro de unos meses se cumplirían diez años de su desaparición. Toda una década, en la que él había pasado de joven prometedor a gris cuarentón.

En la que había conocido a la mujer más encantadora, brillante e increíble del mundo.

A veces se despertaba y se imaginaba que lo había soñado todo. Entonces sentía el calor del cuerpo desnudo de Cleo a su lado. La rodeaba con sus brazos y la abrazaba fuerte, igual que se abraza uno a sus sueños.

– ¡Te quiero tanto! -susurraba entonces.

– ¡Joder! -exclamó de pronto ella, liberándose de su abrazo y rompiendo el hechizo.

Algo olía a quemado, y Cleo se dirigió corriendo hacia los fogones.

– ¡Joder, joder, joder!

– ¡No pasa nada! Me gusta bien hecho. ¡No me gusta el pescado cuando el corazón aún le late!

– ¡Más te vale!

La cocina se llenó de humo negro y de un pestazo a pescado quemado. La alarma antiincendios empezó a sonar. Roy abrió las ventanas y la puerta del patio, y Humphrey salió a la carrera, ladrándole furiosamente a algo con aquellos ladridos agudos de cachorrillo; luego volvió a entrar y se puso a ladrarle a la alarma.

Unos minutos más tarde, Grace estaba sentado a la mesa, y Cleo le colocaba un plato delante, con un filete de atún ennegrecido, un poco de salsa tártara, unos guisantes algo mustios y una masa de patatas hervidas desintegradas.

– ¡Si te comes eso -dijo ella-, será una prueba de amor verdadero!

El televisor estaba encendido, con el sonido apagado. El político había desaparecido y ahora Jamie Oliver estaba demostrando con gran entusiasmo cómo limpiar las vieiras de corales.

Humphrey le dio un empujoncito en la pierna derecha y luego intentó subírsele al regazo.

– ¡Abajo! ¡Nada de pedir! -dijo él.

El perro le miró poco convencido y luego se fue con las orejas gachas.

Cleo se sentó a su lado y le miró, frunciendo el ceño.

– No tienes que comértelo si está asqueroso.

Él se metió un trozo de pescado en la boca. El sabor era aún peor que el aspecto. Algo peor. No había duda de que Sandy cocinaba mejor que Cleo. Mil veces mejor. Pero aquello no le importaba lo más mínimo. Eso sí, cuando vio lo que estaba preparando Jamie Oliver en la tele, le dio cierta envidia.