Выбрать главу

– Bueno, ¿cómo te ha ido el día? -preguntó Roy, metiéndose otro pedazo de pescado quemado en la boca y pensando que en realidad el curri de todos aquellos días no había estado tan mal.

Ella le habló del cuerpo de un hombre de unos doscientos setenta kilos que había tenido que ir a buscar a su domicilio. Para levantar el cadáver habían tenido que recurrir a un equipo de bomberos.

Él escuchó en silencio, asombrado; luego comió un poco de ensalada que ella le había puesto en un platito. Por lo menos aquello no estaba quemado.

De pronto ella cambió de tema:

– Oye, se me ha ocurrido algo sobre el Hombre del Zapato. ¿Quieres que te diga lo que pienso?

Él asintió.

– Vale. Tu Hombre del Zapato (si es el mismo agresor que antes y si sigue en esta zona) no creo que haya podido dejar lo que tanto le ponía.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Si dejó de delinquir, fuera por lo que fuera, seguiría teniendo sus necesidades. Y necesitaría satisfacerlas. Así que quizá fuera a mazmorras del sado, o a lugares así: sitios de sexo «bizarro», fetiches y todo eso. Ponte en su lugar: eres un pervertido que se excita con los zapatos de mujer, ¿vale?

– Esa es una de nuestras líneas de investigación.

– Sí, pero escucha. Has encontrado un modo divertido de hacerlo: violando a desconocidas que llevan zapatos caros y luego quitándoselos. ¿Vale?

Él la miró, sin reaccionar.

– De pronto, ¡ups! Se te va la mano. Ella muere. La cobertura mediática es enorme. Decides mantenerte fuera de la circulación, ocultarte. Pero… -Hizo una pausa-. ¿Quieres oír el «pero»?

– No tenemos la certeza de que muriera nadie. Lo único que sabemos es que paró. Pero dime.

– Aún te vuelven loco los zapatos de mujer, ¿vale? ¿Me sigues?

– Te piso los talones -bromeó él.

– Vete al carajo, superintendente.

Él levantó la mano.

– ¡No era mi intención ofender!

– No lo has hecho. Bueno, o sea, que eres el Hombre del Zapato, que aún te ponen los pies, o los zapatos. Antes o después, eso que llevas dentro, esa suerte de necesidad va a salir al exterior. Vas a necesitar satisfacerla. ¿Dónde vas? ¡A Internet! Así que vas a un buscador e introduces «pies» y «fetiche», y quizá «Brighton». ¿Sabes lo que te sale?

Grace sacudió la cabeza, impresionado con la lógica de Cleo. Intentó pasar por alto el horrible olor a pescado quemado.

– Un montón de burdeles y mazmorras del sado, como las que tengo que visitar yo a veces para levantar cadáveres. Ya sabes, viejos verdes que se excitan demasiado…

Sonó su teléfono móvil.

Cleo se disculpó y respondió. Al instante su expresión cambió a «modo de trabajo». Cuando colgó, le dijo:

– Lo siento, amor mío. Hay un cadáver en un refugio junto al mar. La llamada del deber.

Él asintió. Ella le dio un beso.

– Volveré lo antes posible. Te veré en la cama. No te me mueras.

– Intentaré seguir vivo.

– Al menos una parte. La que me interesa -dijo ella, tocándole suavemente justo por debajo del cinturón.

– ¡Marrana!

– ¡Calentorro!

Entonces le puso una hoja impresa delante.

– Echa un vistazo, y haz las correcciones que te parezca.

Roy miró el papel.

los señores morey

desean contar con su asistencia

en el enlace matrimonial de su hija

Cleo Suzanne

con Roy Jack Grace

en la all Saints' church de llttle bookham

– ¡No te olvides de sacar a Humphrey antes de subir! -dijo.

Y se fue.

Un momento después de que cerrara la puerta sonó otro teléfono, esta vez el de él. Lo sacó del bolsillo y echó un vistazo a la pantalla. El número estaba oculto, lo que significaba, casi sin lugar a dudas, que era una llamada de trabajo.

Lo era.

Y no eran buenas noticias.

Capítulo 49

Sábado, 10 de enero de 2010

A apenas tres kilómetros, en otro punto de la ciudad, en una calle residencial de Kemp Town, otra pareja discutía sobre sus planes de boda.

Jessie Sheldon y Benedict Greene se habían sentado uno frente al otro en el restaurante Sam's y compartían el postre.

Cualquiera que mirara vería dos veinteañeros atractivos, evidentemente enamorados. Resultaba obvio por su lenguaje corporal. Estaban sentados, ajenos al entorno y a cualquier otra persona, casi tocándose con la frente por encima del alto plato de cristal, cogiendo por turnos la larga cuchara y dándose de comer el uno al otro con gran ternura.

Ninguno de los dos iba muy arreglado, aunque fuera sábado por la noche. Jessie, que había acudido directamente desde su clase de kick-boxing, en el gimnasio, llevaba un chándal gris con una gran raya de Nike en el pecho. Tenía la rubia melena recogida en una cola de la que escapaban unos cuantos mechones. Tenía un rostro bonito y, si no fuera por la nariz, sería casi de una belleza clásica.

Durante toda su infancia, Jessie había tenido complejo por su nariz. Ella decía que, más que una nariz, era un pico. De adolescente, siempre se miraba de lado en los espejos y en los escaparates. Estaba decidida a operársela algún día.

Pero aquello era el pasado, antes de conocer a Benedict. Ahora, a sus veinticinco años, ya no le importaba. Benedict le había dicho que adoraba su nariz, que no quería ni oír hablar de cambiarla y que esperaba que sus hijos heredaran aquella misma forma. A Jessie no le hacía tanta gracia la idea de que sus hijos pasaran por los años de sufrimiento que había tenido que vivir ella.

«Ellos se operarán», se prometió para sus adentros.

Lo curioso era que ni su padre ni su madre tenían aquella nariz, ni tampoco sus abuelos. Era su bisabuelo, según le había contado su madre, que conservaba una vieja fotografía sepia enmarcada. El maldito gen de la nariz aguileña había conseguido saltarse dos generaciones y colarse en su secuencia de ADN.

«¡Muchas gracias, bisabuelo!»

– ¿Sabes una cosa? Cada vez estoy más enamorado de tu nariz -dijo Benedict, sosteniendo en la mano la cuchara que Jessie acababa de relamer y pasándosela.

– ¿Solo de mi nariz? -bromeó ella.

El se encogió de hombros y fingió pensárselo por un momento.

– ¡Bueno, y de alguna otra cosa, supongo!

Ella, haciéndose la ofendida, le dio una patada bajo la mesa.

– ¿Qué otras cosas?

Benedict tenía un rostro serio, de persona reflexiva, y el cabello de un castaño brillante. Cuando se conocieron, le recordó a uno de aquellos actores con el aspecto típico del vecino perfecto, de esos que aparecen en todas las miniseries norteamericanas. Se sentía de maravilla a su lado. Le daba seguridad, y le echaba de menos cada segundo que estaban separados. Tenía unas ganas enormes de iniciar una vida en común con él.

Pero primero había que salvar un gran obstáculo.

Una barrera infranqueable, y ahora mismo la tenían justo delante, sumiéndolos en su sombra.

– ¿Y qué? ¿Se lo dijiste anoche? -preguntó él.

El viernes por la noche. El sabbat. El ritual del viernes por la noche, con sus padres, su hermano, su cuñada y su abuela. Nunca se lo perdía. Los rezos y la cena. El pescado gefilte que las dotes culinarias de su madre hacían que supiera a comida de gato. El pollo chamuscado y el maíz reseco. Las velas. El nefasto vino que compraba su padre y que sabía a alquitrán líquido, como si beber alcohol la noche del viernes fuera un pecado mortal y tuviera que asegurarse de que el vino supiera a penitencia.

Su hermano, Marcus, era el gran triunfador de la familia. Era abogado, se había casado con una chica judía estupenda, Rochelle, que por si fuera poco ahora estaba embarazada, y ambos estaban insoportablemente satisfechos de sí mismos.