Solo que su grito, como en la peor de las pesadillas, le salió mudo, convertido en un leve estertor.
Entonces sintió un tremendo golpe en la sien.
– ¡Hija de puta!
Le asestó otro puñetazo. La máscara de dolor y rabia que era su cara, convertida en una imagen borrosa, estaba a unos centímetros de la suya. Volvió a sentir su puño, una y otra vez.
Todo giraba a su alrededor.
Y de pronto sintió que le arrancaba las medias y que la penetraba. Intentó echarse atrás, separarse, pero la tenía bien agarrada.
«Esta no soy yo. Este no es mi cuerpo.»
Se sintió completamente ajena a su cuerpo. Por un instante se preguntó si aquello no sería una pesadilla de la que no conseguía despertarse. En el interior de su cabeza se encendían luces. Luego se fundían.
Capítulo 6
Era Año Nuevo. ¡Y la marea estaba alta!
A Yac le gustaba mucho que la marea estuviera alta. Sabía que estaba así porque sentía que su casa se movía, se elevaba, balanceándose levemente. Su casa era un barco carbonero Humber Keel llamado Tom Newbound, pintado de azul y blanco. No sabía de dónde le venía aquel nombre al barco, pero era propiedad de una mujer llamada Jo, que era enfermera, y de su marido, Howard, que era carpintero. Yac los había llevado a casa una noche en su taxi y ellos habían sido muy amables. Con el tiempo se habían convertido en sus mejores amigos. Le encantaba el barco, le gustaba pasar tiempo en él y ayudar a Howard con la pintura, con el barniz o con la limpieza en general.
Un día le dijeron que se iban a vivir un tiempo a Goa, en la India; no sabían cuánto estarían allí. A Yac le disgustaba perder a sus amigos y sus visitas al barco. Pero le dijeron que querían que alguien se ocupara de su embarcación y de su gato.
Yac llevaba allí dos años. Poco antes de Navidad había recibido una llamada de ellos, diciéndole que iban a quedarse al menos un año más.
Aquello significaba que podía quedarse allí al menos un año más, lo que le hacía muy feliz. Y además tenía el premio de la noche anterior, un nuevo par de zapatos, lo que también le hacía muy feliz…
Zapatos de cuero rojo, con una curvatura preciosa, seis tiras, una hebilla y tacones de aguja de quince centímetros.
Los dejó en el suelo, junto a su «litera». Había aprendido términos náuticos. En realidad era una cama, pero en un barco se le llamaba «litera». Igual que al sótano no lo llamaban «bodega», sino «sentina».
Podría navegar desde allí a cualquier puerto del Reino Unido; había memorizado todas las cartas del Almirantazgo. Solo que el barco no tenía motor. Un día le gustaría tener una embarcación propia, con un motor, y entonces navegaría a todos esos lugares que tenía almacenados en su cabeza. Ajá.
Bosun le pasó el morro por la mano que tenía colgando al lado de la litera. En el barco, ese enorme gato de manto rojizo era el jefe. El verdadero patrón. Yac sabía que el animal lo consideraba su criado. A él no le importaba. El gato nunca había vomitado en su taxi, como algunas personas.
El olor del caro zapato llenó las fosas nasales de Yac. Oh, sí. ¡El paraíso! Despertarse con un nuevo par de zapatos.
¡Y marea alta!
Aquello era lo mejor de vivir en el agua. Nunca oías pasos. Yac había intentado vivir en la ciudad, pero no había funcionado. No podía soportar el sugerente sonido de todos aquellos zapatos repiqueteando a su alrededor cuando intentaba dormir. Allí no pasaba, en los amarres del río Adur, en Shoreham Beach. Solo el golpeteo del agua, tal vez el silencio de las marismas. El chillido de las gaviotas. A veces el llanto del bebé de ocho meses del barco de al lado.
Con un poco de suerte, el niño se caería en el fango y se ahogaría.
Pero de momento, Yac esperaba ansioso el día que se le presentaba. Levantarse de la cama. Examinar sus zapatos nuevos. Y luego catalogarlos. Después, quizá, contemplar su colección, que guardaba en los lugares secretos que había encontrado y convertido en suyos en el barco. Era donde guardaba, entre otras cosas, su colección de planos de cableado. Luego se iría a su pequeño despacho en la proa y se pasaría un rato frente al ordenador portátil, conectado.
¿Qué mejor modo podía haber de empezar un año nuevo?
Pero primero tenía que acordarse de dar de comer al gato.
Pero antes de aquello tenía que cepillarse los dientes.
Y antes, tenía que ir al baño.
Luego tendría que hacer todas las comprobaciones del barco y marcarlas en la lista que le habían dado los propietarios. Lo primero de la lista era comprobar los sedales. Después tenía que comprobar que no hubiera filtraciones. Las filtraciones no eran nada bueno. Luego tenía que comprobar los cabos del amarre. La lista era larga, y repasarla entera le hacía sentirse bien. Le gustaba sentir que lo necesitaban.
Lo necesitaba el señor Raj Dibdoon, propietario del taxi.
Lo necesitaban la enfermera y el carpintero, dueños de su casa.
Lo necesitaba el gato.
¡Y esa mañana tenía un par de zapatos nuevos!
Era una buena forma de iniciar un nuevo año.
Ajá.
Capítulo 7
Carlo Diomei estaba cansado. Y cuando estaba cansado se sentía deprimido, como en aquel momento. No le gustaban aquellos inviernos ingleses, largos y húmedos. Echaba de menos el frío seco de su Courmayeur natal, en lo alto de los Alpes italianos. Añoraba la nieve en invierno y el sol en verano. Extrañaba ponerse los esquís cuando tenía un día libre y pasar unas horas estupendas a solas, lejos de la multitud de turistas que llenaban las estaciones, bajando por pistas que solo él y unos cuantos guías locales conocían.
Solo le quedaba un año más de contrato que cumplir y luego esperaba poder volver a las montañas y, con un poco de suerte, conseguir un puesto de director de hotel allí, donde tenía a todos sus amigos.
Pero de momento allí le pagaban bien, y la experiencia en aquel famoso hotel supondría un buen espaldarazo para su carrera. ¡Eso sí, vaya inicio de año más miserable el suyo!
Normalmente, como director titular del hotel Metropole de Brighton, tenía un horario fijo, lo que le permitía pasar las tardes en casa, en su apartamento de alquiler con vistas al mar, en compañía de su esposa y sus hijos, un niño de dos años y una niña de cuatro. Pero, de entre todas las noches, el encargado del turno de noche había escogido la anterior, Nochevieja, para contraer la gripe. Así que había tenido que volver y reemplazarlo, con una breve pausa de dos horas para regresar a casa a la carrera, acostar a sus hijos, desearle a su mujer un feliz Año Nuevo brindando con agua mineral, en lugar del champán con que pensaban pasar la noche, y volver a toda prisa al trabajo para supervisar todas las celebraciones de Año Nuevo que organizaba el hotel.
Llevaba trabajando dieciocho horas seguidas. Estaba agotado. Dentro de media hora dejaría al subdirector al mando y por fin podría irse a casa, celebrarlo con un cigarrillo, que necesitaba desesperadamente, y tumbarse en la cama y recuperar algo de sueño, que necesitaba aún más.
El teléfono sonó en su minúsculo despacho, separado del mostrador de recepción por una pared.
– Cario -respondió.
Era Daniela de Rosa, la gobernanta, otra italiana, de Milán. Una camarera la había alertado sobre la habitación 547. Eran las 12.30, había pasado media hora de la hora del check-out y el cartelito de «No molestar» seguía colgado en el pomo de la puerta. No le habían respondido cuando había llamado repetidamente a la puerta ni al llamar por teléfono.