Pensó en ello. Sus sueños. La promesa que se había hecho a sí mismo. Labrarse un futuro. Conseguir un buen pellizco y vivir limpio.
Mientras esperaba aquellos últimos minutos antes de echarse a la calle, Spicer leyó algunos de los carteles pegados a las paredes:
¿te vas?
curso gratuito de autoconfianza para hombres
curso gratuito de seguridad alimentaria
nuevo curso gratuito:
sentirte más seguro en casa y en la comunidad
¿te pinchas para ganar músculo?
infórmate de los riesgos
¿crees que podrías tener un problema
con la cocaína u otras drogas?
Se sorbió la nariz. Sí, tenía un problema con la cocaína: no tenía bastante, aquel era el problema ahora mismo. No le quedaba dinero para comprar más, y aquello iba a convertirse en un problema. Era lo que necesitaba, sí. La coca que se había metido el día anterior le había hecho volar, le había puesto de un humor estupendo, le había puesto caliente, hasta un punto peligroso. Pero ¡qué narices…!
Ahora estaba de bajón. Un buen bajón. Iría a tomarse unas copas, se metería el resto de la coca y así no le importaría en absoluto el tiempo de mierda. Se había propuesto ir a visitar algunos puntos de la ciudad que quería estudiar como posibles objetivos.
El domingo era un día peligroso para robar casas. Había demasiada gente que no salía. Y aunque hubieran salido, siempre estaban los vecinos. Se pasaría el día investigando, estudiando el terreno. Tenía una lista de propiedades obtenida a lo largo de su estancia en prisión a través de contactos en compañías de seguros, para no perder el tiempo llegado el momento de la verdad. Toda una lista de casas y pisos cuyos propietarios tenían joyas y cuberterías de calidad. En algunos casos, tenía incluso la lista completa de sus objetos de valor. Algunos botines muy sustanciosos. Si procedía con cuidado, quizá bastara para iniciar una nueva vida.
– ¿Darren?
Se giró, sorprendido al oír su nombre. Era uno de los voluntarios del centro, un hombre de unos treinta años vestido con camisa azul y vaqueros, con el pelo corto y patillas largas. Se llamaba Simón.
Spicer le miró, preguntándose qué pasaría. ¿Le habría delatado alguien la noche anterior? ¿Le habrían visto las pupilas dilatadas? Si te pillaban consumiendo drogas o simplemente si ibas colocado, podían echarte, sin más.
– Hay dos caballeros ahí fuera que quieren verte.
Aquellas palabras le sentaron como si la gravedad le tirara hacia el suelo con un violento empujón, como si todas sus vísceras se hubieran convertido en gelatina. Era la misma sensación que tenía cada vez que se daba cuenta de que se había acabado el juego y que le iban a detener.
– Ah, bueno -dijo, intentando parecer despreocupado.
«Dos caballeros» solo podía significar una cosa.
Siguió al joven hasta el pasillo, sintiendo cómo se le revolvía el estómago por momentos. El cerebro le iba a toda velocidad. Se preguntaba cuál de las cosas que había hecho en los últimos días era la que los traía hasta allí.
Allí fuera el ambiente era más de iglesia. Un largo pasillo con un arco apuntado a cada extremo. La recepción estaba al lado, tras una pared de cristal. Afuera había dos hombres. Por su atuendo, solo podían ser polis.
Uno de ellos era delgado y alto como un poste, con el cabello corto, revuelto y de punta; daba la impresión de no haber dormido bien desde hacía meses. El otro era negro, con la cabeza afeitada, más calvo que un meteorito. A Spicer le sonaba vagamente.
– ¿Darren Spicer? -dijo el negro.
– Sí.
El hombre presentó una identificación que Spicer apenas se molestó en mirar..
– Sargento Branson, del D.I.C. de Sussex. Y este es mi colega, el agente Nicholl. ¿Te importaría responder unas preguntas?
– Tengo una agenda bastante apretada -respondió Spicer-. Pero supongo que les puedo hacer un hueco.
– Muy considerado por tu parte.
– Sí, bueno. Me gusta ser considerado, con la Policía y eso -dijo, asintiendo y sorbiéndose la nariz.
El voluntario abrió una puerta y les indicó que podían pasar.
Spicer entró en una pequeña sala de reuniones con una mesa y seis sillas y una gran ventana emplomada en la pared más alejada. Se sentó. Los dos policías hicieron lo mismo frente a él.
– Nos hemos visto antes, ¿no, Darren? -dijo el sargento Branson.
– Sí, quizá -respondió Spicer, frunciendo el ceño-. Me resulta familiar. Estoy intentando pensar dónde.
– Te interrogué hace unos tres años, cuando estabas detenido, por unos robos con allanamiento. Acababan de arrestarte por robo y agresión sexual. ¿Te acuerdas ahora?
– Ah, sí, me suena.
Les sonrió a ambos, pero ninguno de los policías le correspondió. De pronto el teléfono móvil del poli del pelo de pincho sonó. Comprobó el número y luego respondió en voz baja.
– Estoy ocupado. Te llamo luego -murmuró, y volvió a metérselo en el bolsillo.
Branson sacó un cuaderno y lo abrió. Se quedó estudiándolo un momento.
– Te soltaron el 28 de diciembre, ¿es así?
– Sí, es correcto.
– Querríamos que nos contaras tus movimientos desde ese momento.
Spicer se sorbió la nariz.
– Bueno, el caso es que no llevo una agenda, ¿saben? No tengo secretaria.
– No te preocupes -dijo el del pelo de pincho, sacando un librito negro-. Yo tengo una. Esta es para el año pasado, y tengo otra para este. Podemos ayudarte con las fechas.
– Muy amable por su parte -respondió Spicer.
– Para eso estamos -dijo Nick Nicholl-. Para ser amables.
– Empecemos con Nochebuena -propuso Branson-. Tengo entendido que en la cárcel de Ford Open te habían dado permiso para ir a trabajar al Departamento de Mantenimiento del hotel Metropole mientras no llegaba la libertad provisional. ¿ Es cierto?
– Sí.
– ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en el hotel?
Spicer pensó un momento.
– En Nochebuena -dijo.
– ¿Y en Nochevieja, Darren? -preguntó Glenn Branson-. ¿Dónde estabas en Nochevieja?
Spicer se rascó la nariz y volvió a sorbérsela.
– Bueno, había recibido una invitación de Sandringham para pasarla con la realeza, pero pensé: «Bah, ya estoy harto de esa gente tan estirada…».
– Corta el rollo -le interrumpió Branson-. Recuerda que estás en libertad provisional. Podemos tener esta charla por la vía fácil o por la difícil. La fácil es aquí, ahora. Pero también podemos volver a enchironarte y hacerlo allí. A nosotros nos da igual.
– Mejor aquí -se apresuró a decir Spicer, que de nuevo se sorbió la nariz.
– Parece que te has resfriado, ¿eh? -observó Nicholl.
Él negó con la cabeza.
Los dos policías se miraron, y luego Branson prosiguió:
– Vale. Nochevieja. ¿Dónde estabas?
Spicer puso las manos sobre la mesa y se quedó mirándose los dedos. Tenía todas las uñas mordisqueadas, al igual que la piel de alrededor.
– Estuve tomándome algo en el Neville.
– ¿En el pub Neville? -preguntó Nick Nicholl-. ¿El que está junto al canódromo?
– Sí, ese, donde los perros.
– ¿Hay alguien que pueda corroborarlo? -preguntó Branson.
– Estuve con unos… conocidos, sí. Puedo darles unos nombres.
Nicholl se giró hacia su colega.
– Quizá podamos comprobar la grabación en vídeo y ver si estuvo allí. Creo recordar, de otro caso, que tienen circuito cerrado.
Branson tomó una nota.
– Si no lo han borrado ya. Muchos de estos locales solo guardan siete días de grabación. -Luego miró a Spicer-. ¿A qué hora saliste del pub?
Spicer se encogió de hombros.
– No lo recuerdo. Estaba como una cuba. A la una, o una y media, quizá.
– ¿Dónde te alojabas? -preguntó Nick Nicholl.
– En el albergue de Kemp Town.