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– ¿Habrá alguien que recuerde haberte visto a la vuelta?

– ¿Esa gentuza? Qué va. No son capaces de recordar nada.

– ¿Cómo volviste hasta allí? -preguntó Branson.

– El chófer me recogió con el Rolls, por supuesto.

Lo dijo con tal inocencia que Glenn tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse.

– Así pues, ¿tu chófer podrá confirmarlo?

Spicer sacudió la cabeza.

– Me fui a pie, ¿cómo iba a volver si no? A patita.

Branson pasó unas páginas de su cuaderno.

– Pasemos a la semana pasada. ¿Nos puedes decir dónde estabas entre las 18.00 y la medianoche del jueves 8 de enero?

Spicer respondió rápidamente, como si ya supiera lo que le iban a preguntar.

– Sí, me fui a los perros. Era la noche de descuento para las chicas. Me quedé hasta las siete y media más o menos, y luego me vine aquí.

– ¿Al canódromo? Parece que eres habitual del pub Neville, ¿eh?

– Bueno, entre otros, sí.

Branson tomó nota mentalmente de que el canódromo estaba a menos de quince minutos a pie de The Droveway, donde había sido violada Roxy Pearce el jueves por la noche.

– ¿Tienes algo que demuestre que estuviste allí? ¿Resguardos de apuestas? ¿Te acompañó alguien?

– Ligué con una chica -dijo, y se calló en seco.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Branson.

– Sí, bueno, ese es el problema. Está casada. Su marido estaba fuera aquella noche. No creo que le haga mucha gracia que se presente la poli a interrogarla.

– ¿De pronto tenemos conflictos morales, Darren? -preguntó Branson-. ¿La conciencia se te ha activado de repente?

Estaba pensando, aunque no lo dijo, que también era una curiosa coincidencia que el marido de Roxy Pearce estuviera fuera aquella misma noche.

– No es una cuestión de conciencia, pero no quiero darles su nombre.

– Entonces más vale que nos des alguna otra prueba de que estuviste en el canódromo durante ese periodo de tiempo.

Spicer los miró. Necesitaba un cigarrillo desesperadamente.

– ¿Les importa decirme de qué va todo esto?

– Se ha registrado una serie de agresiones sexuales en esta ciudad. Estamos intentando descartar sospechosos para nuestra investigación.

– Así pues, ¿soy sospechoso?

Branson negó con la cabeza.

– No, pero la fecha en que te soltaron te convierte en un posible «sujeto de interés».

No le reveló que habían comprobado su historial y observado que en 1997 había salido de la cárcel justo seis días antes de la primera agresión atribuida al Hombre del Zapato.

– Pasemos al día de ayer. ¿Puedes explicarnos dónde estabas entre las cinco de la tarde y las nueve de la noche?

Spicer estaba seguro de que el rostro le ardía. Se sentía acorralado, no le gustaba cómo sonaban todas aquellas preguntas. Preguntas a las que no podía responder. Sí, recordaba con exactitud dónde estaba el día anterior a las cinco. Estaba en un bosquecillo tras una casa de Woodland Drive, en el Barrio de los Millonarios, comprando coca a uno de sus residentes. Dudaba de que pudiera llegar a su próximo cumpleaños si se le ocurría mencionar la dirección.

– Estuve en el partido del Albion. Luego me fui a tomar unas cervezas con un colega. Hasta la hora en que cierran las puertas aquí. ¿Vale? Volví y cené. Luego me fui a la cama.

– Una mierda de partido, ¿eh? -apuntó Nick Nicholl.

– Sí, el segundo gol, bueno… -Spicer levantó las manos en un gesto resignado y volvió a sorberse la nariz.

– ¿Tu colega tiene nombre? -preguntó Glenn Branson.

– No. Es curioso, le he visto muchas veces, desde hace años…, y aún no sé cómo se llama. No es de esas cosas que se le preguntan a alguien después de estar tomando cervezas con él durante diez años, ¿no?

– ¿Por qué no? -dijo Nicholl.

Spicer se encogió de hombros.

Se produjo un largo silencio.

Branson pasó una página de su cuaderno.

– Aquí cierran las puertas a las ocho y media. Me han dicho que llegaste a las ocho cuarenta y cinco, que se te trababa la lengua y tenías las pupilas dilatadas. Tuviste suerte de que te dejaran entrar. Los internos tienen prohibido tomar drogas.

– Yo no tomo drogas, sargento…, señor -replicó, y se sorbió de nuevo la nariz.

– Estoy seguro. Simplemente tienes un resfriado tremendo, ¿verdad?

– Sí, debe de ser eso. Eso es. ¡Un resfriado tremendo!

Branson asintió.

– Apuesto a que también crees en Papá Noel, ¿verdad?

Spicer esbozó una sonrisa socarrona, no muy seguro de la intención de la pregunta.

– ¿Papá Noel? Sí, sí, ¿por qué no?

– Pues el año que viene escríbele y pídele que te traiga un jodido pañuelo.

Capítulo 53

Domingo, 11 de enero de 2010

Yac no conducía el taxi los domingos porque tenía «otros compromisos».

Había oído a alguien usar aquella expresión y le gustaba. «Otros compromisos.» Sonaba bien. A veces le gustaba decir cosas que sonaran bien.

– ¿Por qué no conduces el taxi los domingos por la noche? -le había preguntado recientemente el dueño del taxi.

– Porque tengo otros compromisos -había respondido Yac, haciéndose el importante.

Y los tenía. Tenía compromisos importantes que le ocupaban el domingo, desde el momento en que se levantaba hasta entrada la noche.

Ya era de noche.

Su primera obligación cada domingo por la mañana era examinar el barco en busca de filtraciones, procedentes de debajo de la línea de flotación o del techo. Luego lo limpiaba. Era la casa flotante más limpia de todo Shoreham. Luego se lavaba él, a conciencia. Era el taxista más limpio y mejor afeitado de todo Brighton y Hove.

Cuando por fin los propietarios del Tom Newbound volvieran de la India, Yac esperaba que estuvieran orgullosos de él. A lo mejor le dejarían seguir viviendo con ellos, a cambio de que limpiara el barco cada domingo por la mañana.

Tenía grandes esperanzas puestas en aquella posibilidad. Y no tenía ningún otro sitio al que ir.

Uno de sus vecinos le había dicho que el barco estaba tan limpio que se podría lamer la cubierta. Yac no lo entendía. ¿Por qué iba a querer lamer la cubierta? Si ponía comida en la cubierta, vendrían las gaviotas y se la comerían. Luego, entre la comida y las gaviotas, tendría la cubierta llena de porquería y tendría que limpiarlo todo. Así que hizo caso omiso al consejo.

A lo largo de los años había aprendido que no seguir los consejos que le daban era algo bueno. La mayoría de ellos los daban gente idiota. Las personas inteligentes solían guardarse sus ideas para sí mismos.

La siguiente tarea, interrumpida solo por su taza de té de cada hora y la cena del domingo -siempre el mismo plato, lasaña al microondas- era sacar su colección de cadenas de váter, recopilada desde la infancia, de su escondrijo en la sentina. Había descubierto que el Tom Newbound disponía de numerosos escondrijos para guardar cosas. Su colección de zapatos estaba en uno de ellos.

Le gustaba tomarse su tiempo y disponer todas sus cadenas en el suelo del salón. En primer lugar, las contaba para asegurarse de que no hubiera entrado nadie en el barco y le hubiera robado alguna. Luego las inspeccionaba, para comprobar que no hubiera manchas de óxido. A continuación las limpiaba, frotando con mimo cada una de las cadenas y aplicándoles limpiametales.

Después de guardarlas de nuevo, Yac se conectaba a Internet. Se pasaba el resto de la tarde en Google Earth, comprobando cualquier cambio en sus mapas. Era algo de lo que se había dado cuenta: los mapas cambiaban, como todo. No podías fiarte de ellos. No podías confiar en nada. El pasado eran arenas movedizas. Lo que leías y aprendías y almacenabas en la cabeza podía cambiar, y lo hacía. Solo por el hecho de haber aprendido algo, no quería decir que siguiera siendo cierto. Como en los mapas. No se podía ser un buen taxista fiándose únicamente de los mapas. ¡Había que actualizarse, ponerse al día!