«Mierda.»
Un vehículo venía cuesta abajo.
«Que no nos vea. Por favor, que no nos vea.»
Se echó entre el trigo. Oyó el rugido del motor. Sintió la luz de los faros que pasaba por encima y luego volvió la oscuridad.
El ruido del motor se hacía cada vez más tenue.
Se puso en pie. El rojo de las luces traseras apenas se veía, luego desapareció. Volvió a verlas unos segundos más tarde. Después desaparecieron del todo.
Esperó unos segundos más antes de acercarse a la furgoneta. Entonces lanzó el cigarrillo por la ventanilla abierta del lado del conductor, se giró y corrió unos metros. Se detuvo y miró atrás.
No sucedió nada. Ni rastro de una llama. Nada de nada.
Esperó un rato que le pareció eterno. Seguía sin pasar nada.
«¡No me hagas esto!»
Ahora se acercaban unos faros procedentes del otro lado de la carretera.
«¡Que no sea la furgoneta que ha pasado antes, que ha dado la vuelta para mirar por el agujero del seto!»
Para su alivio, no lo era. Era un coche, y por el ruido parecía que iba a toda mecha, subiendo la cuesta con el motor al máximo de revoluciones. Por las débiles luces de cola debía de ser una vieja tartana; al sistema eléctrico no debía de gustarle mucho la humedad.
Esperó otro minuto, aspirando los vapores de la gasolina que cada vez impregnaban más el aire, pero seguía sin pasar nada. Entonces encendió un segundo cigarrillo, se acercó con cuidado y lo tiró dentro. El resultado fue el mismo. Nada.
El pánico empezó a adueñarse de él. ¿Estaría mal la gasolina?
Un tercer vehículo bajó la pendiente y pasó de largo.
Se sacó el pañuelo del bolsillo, se acercó cuidadosamente a la furgoneta y vio ambos cigarrillos, empapados e inertes, en el charco de gasolina que se había formado en el techo de la furgoneta. ¿Qué coño era aquello? ¡En las películas la gasolina siempre prendía con cigarrillos! Mojó el pañuelo en el charco de gasolina, dio un paso atrás y lo encendió.
Se produjo una llamarada tan violenta que, del susto, lo soltó y cayó al suelo. El pañuelo ardía con tal intensidad que lo único que pudo hacer fue esperar a que las llamas lo consumieran.
Otro jodido coche bajaba por la cuesta. A toda prisa, pisoteó el pañuelo en llamas una y otra vez, hasta apagarlo. Con el corazón en un puño, esperó a que las luces y el ruido del motor desaparecieran.
Se descargó de nuevo la mochila, se quitó el anorak, hizo con él una bola, se asomó por la ventanilla y lo mojó en el charco de gasolina un par de segundos. Luego dio un paso atrás, sosteniéndolo con el brazo estirado, y lo abrió. Accionó el encendedor y el anorak se prendió con un enorme ¡UMPF!
Las llamas saltaron en su dirección, implacables, chamuscándole el rostro. Olvidándose del dolor, lanzó el anorak en llamas por la ventanilla, y esta vez el resultado fue inmediato.
Todo el interior de la furgoneta se encendió como un horno. Por unos segundos vio claramente a Molly Glossop, antes de que el cabello desapareciera y ella empezara a oscurecerse. Se quedó mirando las llamas, fascinado, observando a la anciana mientras esta se ponía cada vez más oscura. El depósito explotó. La furgoneta quedó envuelta en llamas.
Agarró su mochila, volvió trastabillando al lugar donde había dejado la bicicleta, subió en ella y se alejó de aquel lugar pedaleando todo lo rápido que pudo, sintiendo el agradable y silencioso aire fresco en la cara, siguiendo la tortuosa ruta que se había marcado para volver a Brighton.
No se encontró con ningún vehículo hasta llegar a la carretera principal. Escuchó atentamente por si oía alguna sirena. Pero no oyó nada.
Capítulo 62
Billy Solitaria estaba sentada en una mesa de la cafetería junto a la ventana, hundiendo el tenedor en una enorme ensalada verde; los berros y la escarola se derramaban por los bordes del cuenco. Daba la impresión de que se estaba comiendo una peluca.
Mascaba pensativa, consultando su iPhone y mirando algo en la pantalla entre bocado y bocado. Llevaba la rubia melena, larga hasta los hombros, recogida en una cola de caballo, con algunos mechones sueltos colgando, igual que la última vez que la había visto, en Marielle Shoes, el sábado.
Tenía una cara bonita, a pesar de su nariz aguileña, e iba vestida de un modo informal, casi descuidado, con una informe túnica gris sin mangas sobre un suéter negro de cuello alto, vaqueros y unas deportivas con brillantitos. ¡Tendría que obligarla a que se las quitara! No le gustaban nada las mujeres con deportivas.
Estaba claro que a Jessie Sheldon no le importaba nada la imagen que daba en el trabajo, o quizá su aspecto fuera deliberado. Sus álbumes en Facebook dejaban claro que podía estar muy guapa cuando iba bien vestida y con el cabello suelto. En algunas fotos estaba estupenda. Impresionante. ¡Realmente sexy!
Y de Billy Solitaria no tenía nada, aunque sí diera esa impresión en aquel momento, allí sentada y a solas. En realidad tenía doscientos cincuenta y un amigos en Facebook, por lo que había visto él en su última visita, unas horas antes. Y uno de ellos, Benedict Greene, era su prometido (bueno, o su novio
Lo cierto es que tenía su página al día. Mantenía a todos sus amigos informados puntualmente de sus actividades. Todo el mundo sabía lo que estaría haciendo al cabo de tres, de seis o de veinticuatro horas, y las semanas siguientes. Y al igual que Dee Burchmore, también escribía tweets. La mayoría, en aquel momento, sobre su dieta: «Jessie está pensando en comerse un KitKat…»; «Jessie se ha resistido al KitKat…»; «¡Hoy he perdido medio kilo!…»; «¡Mierda, hoy he ganado medio kilo!»; «¡El resto de la semana solo voy a comer comida vegetariana!».
Era una buena chica. ¡Le ponía las cosas muy fáciles! Colgaba muchos más tweets que Dee Burchmore. El último lo había escrito apenas una hora antes: «¡A mantener la dieta! ¡Hoy como vegetariano en Lydia, mi restaurante favorito del momento!».
Seguía toqueteando el iPhone. ¿Estaría escribiendo nuevos tweets?
A él le gustaba tener controladas a sus mujeres. Aquella mañana, Dee Burchmore estaba en el spa del hotel Metropole, disfrutando de un «ritual corporal completo Thalgo de los mares del Sur». Incluso se había planteado la posibilidad de concederse uno él también. Pero no era el momento. Tenía cosas que hacer; de hecho, él no tenía que estar allí siquiera. Pero ¡se sentía tan bien! ¿Cómo iba a resistirse?
Billy Solitaria había enviado un tweet poco antes: «Voy a echar otro vistazo a esos zapatos a la hora del almuerzo: ¡espero que sigan ahí!».
¡Seguían ahí! La había visto antes, tomando una foto de los zapatos con su iPhone; luego le había dicho a la vendedora que se lo pensaría durante la hora del almuerzo. Le había preguntado si se los podía reservar hasta las dos. La vendedora le había dicho que sí.
¡Eran tremendamente sensuales! Los negros, con las tiras en el tobillo y aquellos tacones de trece centímetros de color acero. Ella quería ponérselos, según le había dicho a la vendedora, para asistir con su novio a un acto en el que conocería a sus padres.
Billy Solitaria tecleó algo y luego se llevó el teléfono al oído. Un momento más tarde la cara se le iluminó.
– ¡Eh, Roz! -dijo, animada-. ¡Te acabo de enviar una foto de los zapatos! ¿La has recibido? ¿Sí? ¿Qué te parecen? ¿De verdad? ¡Vale, voy a comprármelos! ¡Te los traeré esta noche para que los veas, después del partido de squash! ¿Qué película vamos a ver? ¿Encontraste Destino final 4? ¡Qué bien!