Algunos fines de semana, Benedict tocaba con una banda en diversos pubs de Sussex. A ella le encantaba verle tocar. Era como una droga deja que no podía desengancharse. Ya habían pasado ocho meses de noviazgo, pero aún sentía aquellas ganas de hacer el amor con él todo el día y toda la noche (aunque no tenían mucho tiempo para pasarlo juntos). El besaba como nadie, era el mejor amante del mundo. Y no es que ella hubiera tenido tantos como para comparar. Cuatro, para ser exactos, y ninguno de ellos memorable.
Benedict era bueno, detallista, considerado, generoso y la hacía reír. Le encantaba su sentido del humor. Le encantaba el olor de su piel, su cabello, su aliento y su sudor. Pero lo que más le gustaba de todo era su inteligencia.
Y por supuesto, le encantaba que a él le gustara de verdad su nariz.
– En realidad no te gusta, ¿no? -le había preguntado ella unos meses atrás.
– ¡Claro que sí!
– ¡No puede ser!
– Yo te encuentro guapísima.
– No lo soy. Tengo una nariz como el morro de un Concorde.
– Para mí eres guapísima.
– ¿Hace mucho que no vas al oculista?
– ¿Quieres oír algo que leí y que me hizo pensar en ti? -propuso él.
– Vale, dime.
– «La belleza captura el interés, pero es la personalidad la que captura el corazón.»
Ahora sonreía al recordarlo, sentada en pleno atasco, a la luz de las farolas, mientras la calefacción de su pequeño Ford Ka emitía un ronroneo y le calentaba los pies. Oía, sin escuchar atentamente, las noticias de Radio 4, donde Gordon Brown soltaba su arenga sobre Afganistán. No le gustaba aquel tipo, aunque se considerara laborista, así que cambió de emisora. Los Air tocaban Sexy boy.
– ¡Sí! -exclamó, moviendo la cabeza y repiqueteando con los dedos sobre el volante unos momentos, al ritmo de la música-. ¡Un sexy boy, eso es lo que eres, guapetón!
Le quería con toda su alma. Deseaba pasar el resto de su vida con él. Nunca había estado tan segura de nada. A sus padres les dolería que no se casara con un judío, pero ella no podía hacer nada para evitarlo. Respetaba las tradiciones de su familia, pero ella no creía en ninguna religión. Creía en hacer del mundo un lugar mejor para todos los que viven en él, y aún no había encontrado ninguna religión que pareciera capaz o interesada en luchar por eso.
Su iPhone, tirado en el asiento del pasajero, soltó un pitido: un mensaje. Sonrió.
El atasco típico de la hora punta en London Road se había vuelto peor que nunca debido a las obras. El semáforo que tenía delante había pasado de verde a rojo y de rojo a verde de nuevo, y no se habían movido ni un centímetro. Seguía parada junto al escaparate iluminado de la librería British Bookshops. Tenía tiempo de echar un vistazo al teléfono: «¡Espero que ganes! Besos».
Sonrió. El motor seguía al ralentí y los limpiaparabrisas rascaban el cristal hacia un lado y se deslizaban suavemente hacia el otro, convirtiendo las gotas de lluvia que caían en el parabrisas en una película opaca. Benedict le había dicho que tenía que cambiar las escobillas, y que se las compraría él. Ahora no le habrían ido mal, pensó.
Miró el reloj: 5.50. «Mierda», se dijo. Normalmente, la media hora que se daba de margen para ir desde las oficinas de la organización de beneficencia de Old Steine, donde tenía aparcamiento gratuito, hasta el estadio de Withdean, era más que suficiente. Pero esta vez llevaba cinco minutos sin moverse ni un centímetro. Tenía que estar en la pista a las seis. Con un poco de suerte, la cosa mejoraría una vez pasadas las obras.
Jessie no era la única que sufría los nervios provocados por el tráfico. Alguien que la esperaba en el estado de Withdean, alguien que no era su pareja de squash, estaba de muy mal humor. Y empeoraba por segundos.
Capítulo 67
¡Debería estar oscuro! Estaba oscuro la noche anterior, cuando había ido a inspeccionar el terreno. No había pasado ni un mes desde la noche más larga del año; ¡era el 13 de enero, por Dios! A las seis de la tarde debería estar completamente oscuro. Pero la mierda de aparcamiento del estadio de Withdean estaba iluminado como un jodido árbol de Navidad. ¿Por qué tenían que haber escogido aquella noche para el entrenamiento de atletismo al aire libre? ¿No les había hablado nadie del calentamiento global?
¿Y dónde cojones estaba esa mujer?
El aparcamiento estaba mucho más lleno de lo que esperaba. Ya había dado tres vueltas, por si se le había pasado por alto el pequeño Ford Ka negro. Desde luego, allí no estaba.
La chica había dejado claro en Facebook que se encontraría aquí con Jax a las 17.45. La pista estaba reservada para las seis. Como siempre.
También había echado un vistazo a las fotos de Roz en Facebook. «Ver fotos de Roz (121). Enviar un mensaje a Roz. Dale un toque a Roz. Roz y Jessie son amigas.» Roz era una pechugona bastante sexy. ¡Estaba bien buena! Había unas fotos suyas vestida de gala para una fiesta de graduación.
Se concentró en lo que le ocupaba, escrutando el aparcamiento a través del parabrisas. Dos hombres pasaron a la carrera frente a él con sendas bolsas de deporte, agachando la cabeza para protegerse de la lluvia hasta entrar en el edificio. Ellos no le vieron. ¡Las furgonetas blancas siempre pasaban desapercibidas! Se sintió tentado de seguirlos y entrar, por si Jessie Sheldon se le hubiera pasado por alto y ya estuviera en la pista. Había dicho algo sobre su coche, que se lo habían reparado. ¿Y si se le había estropeado de nuevo y la había llevado otra persona, o si había tomado un autobús o un taxi?
Detuvo la furgoneta junto a una fila de vehículos aparcados, en una posición que le daba una clara visión de la rampa de entrada al aparcamiento, y apagó el motor y las luces. La noche era lluviosa y hacía un frío de narices, lo cual le iba perfecto. Nadie iba a fijarse en la furgoneta, con o sin luces. Todo el mundo iba con la cabeza gacha, resguardándose en los edificios o en los coches. Todo el mundo, salvo los imbéciles de los atletas, que corrían bajo la lluvia.
Estaba preparado. Ya llevaba los guantes de látex puestos. La gasa con el cloroformo estaba en un recipiente hermético, dentro del bolsillo de su anorak. Metió la mano en el bolsillo y lo comprobó de nuevo. Solo le preocupaba una cosa: esperaba que Jessie se duchara después del partido, porque no le gustaban las mujeres sudadas. No le gustaban algunos de los olores que emitían las mujeres cuando no se lavaban. Tenía que ducharse, seguro, porque se iba directamente al restaurante chino a recoger la cena y luego a ver una película de terror con Roz.
Unos faros se acercaron a la rampa. Se puso rígido. ¿Sería ella? Encendió el motor para accionar los limpiaparabrisas y despejar el cristal de lluvia. Era un Range Rover. Los faros le cegaron por un momento; luego oyó el ruido del motor que pasaba de largo. Mantuvo los limpiaparabrisas funcionando. El calefactor emitía un agradable aire caliente.
Un tipo con pantalones cortos y gorra de béisbol caminaba pesadamente por el aparcamiento, con una bolsa de deporte cargada al hombro, concentrado en la conversación que mantenía por el móvil. Oyó un lejano pitido y vio el parpadeo de las luces de un Porsche de color oscuro. El hombre abrió la puerta.
«Capullo», pensó.
Volvió a fijar la vista en la rampa. Miró el reloj: las seis y cinco. «Mierda.» Golpeó el volante con los puños. Oyó un pitido lejano en el interior de su oído. A veces le pasaba cuando estaba tenso. Se apretó la nariz con dos dedos y sopló con fuerza, pero no funcionó, y el pitido se hizo aún más intenso.
– ¡Para! ¡Joder! ¡Basta ya!
La intensidad del pitido aumentó aún más.