«¡ Las dimensiones del órgano sexual, excepcionalmente pequeñas!»
Sería Jessie quien tendría que decirlo.
Volvió a mirar el reloj: las seis y diez.
El pitido tenía ya la fuerza del silbido de un árbitro de fútbol.
– ¡Calla! -gritó, tembloroso y con la vista borrosa de la rabia.
Entonces, de pronto, oyó voces y unas pisadas:
– ¡Ya le dije que aquel tipo no vale para nada!
– ¡Dice que le quiere! Yo le pregunté, que, bueno… ¿¿¿Cómo???
Se oyó un doble pitido. Vio un destello de color naranja a su izquierda. Entonces el sonido de las puertas de un coche al abrirse y, un momento más tarde, al cerrarse. El ronroneo de un motor que arrancaba y luego el sonido inconfundible de un motor diésel. El interior de la furgoneta de pronto apestaba a humo. Sonó una bocina.
– Que os jodan -dijo.
La bocina volvió a sonar, dos veces, a su izquierda.
– ¡Que os jodan! ¡A tomar por culo! ¡Joderos! ¡Joderos!
Una neblina le cubría los ojos, le inundaba la mente. Los limpiaparabrisas chirriaban, apartando la lluvia. El agua seguía cayendo. Y seguía acabando a los lados. Seguía cayendo.
Entonces la bocina sonó otra vez.
Se giró, furioso, y vio unas luces de marcha atrás. Y entonces se dio cuenta. Un gran monovolumen estaba intentando dar marcha atrás y él le bloqueaba la salida.
– ¡Joder! ¡Mierda!
Puso en marcha la furgoneta, la adelantó unos centímetros y se paró. La cabeza le temblaba, el pitido era cada vez más intenso y le estaba machacando el cerebro, que le iba a reventar. Volvió a poner en marcha la furgoneta. Alguien picó en la ventanilla del acompañante.
– ¡Que te jodan!
Puso la primera y pisó a fondo. Siguió adelante, casi cegado por la ira y bajó la rampa a toda prisa. Consumido por la rabia, no pudo ver los faros del pequeño Ford Ka que subía la rampa en sentido contrario.
Capítulo 68
– Siento llegar tarde, cariño -dijo Roy Grace al entrar en casa.
– ¡Si me dieran una libra por cada vez que he oído eso, sería millonada! -respondió Sandy con una sonrisa resignada, y luego le dio un beso.
Un cálido olor a velas aromáticas impregnaba la casa. Sandy las encendía casi todas las noches, pero daba la impresión de que aquel día había más, en honor a aquella ocasión especial.
– Dios, estás guapísima -dijo él.
Lo estaba. Había ido a la peluquería y se había rizado la larga melena rubia. Llevaba un vestido negro corto que realzaba cada curva de su cuerpo y se había puesto el perfume favorito de Roy, Poison. Levantó la muñeca para enseñarle la fina pulsera de plata que le había comprado en una joyería moderna de The Lanes.
– ¡Te queda preciosa!
– ¡Pues sí! -respondió ella, admirándola en el espejo junto al perchero del recibidor-. Me encanta. Tienes un gusto espléndido, sargento Grace.
La cogió entre los brazos y le rozó el cuello con los labios.
– Podría hacerte el amor ahora mismo, aquí, en el suelo del recibidor.
– Pues tendrías que darte prisa. ¡El taxi llegará dentro de treinta minutos!
– ¿Taxi? No necesitamos un taxi. Llevaré el coche.
– ¿No vas a beber el día de mi cumpleaños?
Le ayudó a quitarse el abrigo, lo colgó en el perchero y le llevó de la mano hasta el salón. La máquina tragadiscos que habían comprado un par de años antes en el mercado del sábado de los Kensington Gardens y que habían restaurado emitía una de sus canciones favoritas de los Rolling Stones, una versión de Under the boardwalk. La sala estaba a media luz y había velas encendidas por todas partes. En la mesita del sofá reposaba una botella abierta de champán, dos copas y un cuenco de aceitunas.
– Pensé que podríamos tomar una copa antes de salir -dijo ella, con tono cariñoso-. Pero no pasa nada. Lo meteré en la nevera y nos lo bebemos cuando volvamos. Podrías verterlo sobre mi cuerpo desnudo y beberlo de ahí.
– Mmmm… -dijo él-. Es una idea espléndida. Pero estoy de guardia, cariño, así que no puedo beber.
– ¡Roy, es mi cumpleaños!
Volvió a besarla, pero ella se lo quitó de encima.
– No vas a estar de guardia el día de mi cumpleaños. Estuviste de servicio todas las Navidades. Has estado trabajando todo el día, desde muy temprano. ¡Ahora tienes que desconectar!
– Eso cuéntaselo a Popeye.
Popeye era su inmediato superior, el inspector jefe Jim Doyle, a quien habían asignado el mando de la Operación Crepúsculo, la investigación de la desaparición de Rachael Ryan, que actualmente ocupaba todas las horas de servicio de Grace, y que le mantenía despierto por la noche, con el cerebro a toda marcha.
– ¡Dame su número y lo haré!
Grace sacudió la cabeza.
– Cariño, han cancelado todos los permisos. Estamos trabajando en ese caso día y noche. Lo siento. Pero si fueras la madre de Rachael Ryan, es lo que esperarías que hiciéramos.
– ¿No vas a decirme que no puedes tomarte una copa el día de mi cumpleaños?
– Deja que suba un momento y me cambie.
– No vas a ir a ningún sitio hasta que me prometas que vas a beber conmigo esta noche.
– Sandy, si me llaman y alguien nota que huelo a alcohol, puedo perder mi trabajo y ser expulsado del cuerpo. Por favor, entiéndelo.
– «Por favor, entiéndelo» -repitió ella-. ¡Si me dieran una libra por cada vez que he oído eso, sería multimillonaria!
– Cancela lo del taxi. Llevaré el coche.
– ¡Tú no vas a conducir el maldito coche!
– Pensé que íbamos a intentar ahorrar para la hipoteca y para las obras de la casa.
– ¡No creo que un taxi suponga una gran diferencia!
– En realidad son dos taxis, el de ida y el de vuelta.
– ¿Y qué? -respondió, desafiante, con los brazos en jarras.
En aquel momento, la radio de Grace cobró vida con un ruido rasposo. Se la sacó del bolsillo y respondió.
– Roy Grace.
Ella le echó una mirada que decía: «No te atrevas, sea lo que sea».
Era el inspector jefe.
– Buenas noches, señor -dijo él.
Había poca cobertura; la voz de Jim Doyle se entrecortaba:
– Roy, un granjero que iba buscando conejos ha encontrado una furgoneta quemada en el campo. Según el registro, fue robada ayer tarde. Hay un cuerpo en su interior, y él cree que es de mujer; estuvo en la División Acorazada en Iraq y parece que sabe algo de esas cosas. Resulta factible que sea nuestra desaparecida, Rachael Ryan. Tenemos que trazar un perímetro alrededor del vehículo inmediatamente. Está junto a Saddlescombe Road, menos de un kilómetro al sur del club de golf Waterhall. Yo voy para allá. ¿Nos vemos allí? ¿Cuánto crees que puedes tardar?
Grace sintió que se le encogía el corazón.
– ¿Quiere decir «ahora», señor?
– ¿Tú qué crees? ¿Dentro de tres semanas?
– No, señor, es que… es el cumpleaños de mi esposa.
– Felicítala de mi parte.
Capítulo 69
Norman Potting entró en la SR-1 con un café que se acababa de sacar de la máquina del pasillo. Iba encorvado, sosteniendo la humeante taza con el brazo extendido, como si se esperara que pasara algo. Gruñó un par de veces mientras cruzaba la sala; daba la impresión de que iba a decir algo, pero que luego cambiaba de opinión.
Al igual que la mayor parte de su equipo, Potting llevaba en su puesto desde antes de las 7.00. Ahora eran casi las 8.30, la hora de la reunión matinal. Faltaban Grace, que había tenido que ir a ver al subdirector Rigg, y el doctor Proudfoot, que llegaría en cualquier momento.