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«Mierda», pensó Grace, pero no lo dijo.

– ¿Quién más?

– El subcomisario jefe. Y un ayudante del comisario. ¿Ves por dónde voy?

Grace lo veía perfectamente.

– A lo mejor tendría que mandar a alguien de Delitos Graves a que acompañara a la agente de Atención a Víctimas de Agresión Sexual. ¿Qué te parece? Como formalidad.

– Creo que sería buena idea.

Grace enseguida analizó sus opciones. En particular le preocupaba su nuevo jefe. Si el subdirector Rigg realmente era tan maniático con los detalles, más le valía empezar con el pie derecho y cubrirse las espaldas lo mejor que pudiera.

– Vale. Gracias, David. Enviaré a alguien enseguida. Mientras tanto, ¿me puedes conseguir una lista de todos los asistentes al evento?

– Ya la he pedido.

– Y de todos los clientes alojados en el hotel y de todo el personal. Imagino que habrían contratado personal extra para la noche.

– Estoy en ello -respondió Alcorn, quizás algo molesto de que Grace dudara de su eficiencia.

– Sí, claro. Lo siento.

Tras colgar, Roy llamó a la agente Emma-Jane Boutwood, uno de los pocos miembros de su equipo que tenía turno de trabajo. También era una de las agentes a las que había encargado enfrentarse con la ingente cantidad de papeleo requerido para la Operación Neptuno, un largo e intenso caso de tráfico humano que le había ocupado las semanas anteriores a la Navidad.

Boutwood solo tardó un momento en llegar a su despacho desde su mesa, en la sala común, al otro lado de su puerta. Roy observó que cojeaba un poco al entrar en la oficina: aún no se había recuperado de las terribles lesiones que había sufrido en una persecución el verano anterior, cuando una furgoneta la había aplastado contra un muro. A pesar de las múltiples fracturas y de haber perdido el bazo, la chica había insistido en acortar al máximo el periodo de convalecencia para volver al trabajo lo antes posible.

– Hola, E. J. Siéntate.

En cuanto Grace empezó a repasar con ella las notas que le había dado Alcorn y a explicarle las delicadas connotaciones políticas del caso, su teléfono interno volvió a sonar.

– Roy Grace -respondió, levantándole un dedo a E. J. para indicarle que esperara.

– Superintendente Grace -dijo una voz alegre y amistosa con un elegante acento de colegio privado-. ¿Cómo está? Soy Peter Rigg.

«Mierda», pensó.

– Señor -respondió-. Es un placer… oírle. Pensé que no iba a empezar hasta el lunes, señor.

– ¿Le supone eso algún problema?

«Vaya por Dios», se dijo Grace, con el corazón encogido. Apenas llevaba doce horas del nuevo año y ya tenían un primer delito grave entre las manos. Y oficialmente el nuevo subdirector no había empezado siquiera y ya estaba buscándole las cosquillas.

– No, señor, en absoluto. En realidad, llama en un momento muy oportuno. Parece que tenemos nuestro primer incidente crítico del año. Aún es pronto para estar seguros, pero puede que los medios muestren más interés del que quisiéramos.

Grace le hizo una señal a E. J. para indicarle que le dejara solo. Ella salió y cerró la puerta.

En un par de minutos, dio un repaso a los datos de los que disponían. Afortunadamente, el nuevo subdirector seguía con el mismo tono amistoso.

Cuando Grace acabó, Rigg dijo:

– Supongo que va a ir usted personalmente, ¿no?

Roy vaciló. Contando con un equipo tan especializado y preparado como el de Crawley, realmente no hacía falta; de hecho resultaría más útil en la oficina, ocupándose del papeleo y poniéndose al día sobre el incidente por teléfono. Pero decidió que aquello no era lo que el nuevo subdirector quería oír.

– Sí, señor, enseguida iré para allá -respondió.

– Bien. Manténgame informado.

Grace le aseguró que lo haría.

En el momento en que colgaba, concentrado en sus pensamientos, la puerta se abrió y apareció el rostro taciturno y la calva afeitada del sargento Glenn Branson. Sus ojos, en claro contraste con su piel negra, tenían un aspecto cansado y apagado. A Grace le recordaron los ojos de los peces que llevan demasiado tiempo muertos, los que Cleo siempre le decía que debía evitar en la pescadería.

– ¡Eh, colega! -le saludó Branson-. ¿Tú crees que este año va a ser menos asqueroso que el anterior?

– ¡No! -respondió Grace-. Los años nunca son menos asquerosos que los anteriores. Lo único que podemos hacer es intentar aprender a superarlo.

– Bueno, parece que esta mañana has venido cargado de buena voluntad -observó Branson, que dejó caer su corpulento cuerpo en la silla que E. J. acababa de dejar vacía.

Incluso su traje marrón, su vistosa corbata y su camisa color crema parecían fatigados y arrugados, como si hubieran pasado demasiado tiempo en el armario. Aquello le preocupó. Su amigo siempre iba impecable, pero en los últimos meses su ruptura matrimonial le había lanzado a una espiral descendente.

– Para mí este año no ha sido el mejor, desde luego. A mitad del año me disparan, y a los tres cuartos de año mi mujer me echa a la calle.

– Míralo por el lado bueno: sobreviviste y has podido echar a perder mi colección de vinilos.

– Pues sí. Muchas gracias.

– ¿Quieres venirte a dar un paseo conmigo? -propuso Grace.

Branson se encogió de hombros.

– ¿En coche? Sí, claro. ¿Adónde?

El teléfono volvió a interrumpirlo. Era Alcorn, que llamaba de nuevo para darle más información.

– Hay algo que podría tener importancia, Roy. Según parece, desaparecieron parte de las ropas de la víctima. El agresor pudo llevárselas. En particular sus zapatos. -Hizo una pausa, dubitativo-. Creo recordar que había alguien que hacía eso mismo años atrás, ¿no?

– Sí, pero solo se llevaba un zapato y la ropa interior -respondió Grace, bajando la voz de pronto-. ¿Qué más se llevó?

– No hemos podido sacarle mucho a la víctima. Creo que está en estado de shock.

No era ninguna sorpresa. Grace fijó la vista en una de las cajas azules que había por el suelo: la que contenía el archivo del «caso frío» del Hombre del Zapato.

Aquello había sido doce años atrás. Con un poco de suerte no sería más que una coincidencia.

Pero solo de pensarlo sintió que se le helaba la sangre.

Capítulo 9

Jueves, 25 de diciembre de 1997

Se estaban moviendo. La furgoneta estaba en marcha. Rachael oía el ronquido sordo y constante del tubo de escape que le intoxicaba los pulmones. Oía el ruido de los neumáticos salpicando agua por el asfalto. Sentía cada bache, que la lanzaba por encima de los sacos sobre los que estaba tirada, con los brazos a la espalda, incapaz de moverse o hablar. Lo único que veía era la parte trasera de la gorra de béisbol del tipo al volante y las orejas asomando a los lados.

Estaba helada de frío y de pánico. Sentía la boca y la garganta secas, y la cabeza le dolía terriblemente por los golpes recibidos. Todo el cuerpo le dolía. Sentía asco, se sentía sucia, mugrienta. Necesitaba con desesperación una ducha, agua caliente, jabón, champú. Quería lavarse por dentro y por fuera.

Notó que la furgoneta giraba en una esquina. Vio la luz del día. Una luz de día gris. La mañana de Navidad. Debería estar en su piso, abriendo el calcetín con regalos que su madre le había enviado por correo. Cada año de su infancia había recibido un calcetín lleno de regalos por Navidad, y a sus veintidós años seguía recibiéndolo.

Se echó a llorar. Oía el repiqueteo de los limpiaparabrisas. De pronto en la radio empezó a sonar Candle in the wind, de Elton John, con alguna interferencia, y vio que el hombre balanceaba la cabeza al ritmo de la música.

Elton John había cantado aquella canción en el funeral de la princesa Diana, cambiando la letra. Rachael recordaba aquel día claramente. Ella había estado entre los cientos de miles de personas que habían acudido a presentar sus respetos en el exterior de la abadía de Westminster, escuchando aquella canción, viendo el funeral en una de las enormes pantallas de televisión. Había pasado la noche en una tienda de campaña en la acera, y el día antes se había gastado gran parte de su salario semanal, ganado en el mostrador de información del Departamento de Relaciones con el Cliente de la oficina de American Express en Brighton, en un ramo de flores que colocó, junto a otros miles, frente al palacio de Kensington.