Sacó un gran sobre marrón y se lo pasó por encima de la mesa al sargento.
Vacilante, Potting lo abrió y sacó lo que había dentro.
– Tómese su tiempo -dijo Acott, con una seguridad que a Potting le dio mala espina.
Lo primero era un papel impreso. Era un recibo de una transacción hecha a través de eBay, la compra de unos zapatos Gucci de tacón alto.
Durante los veinte minutos siguientes, Potting fue sacando y leyendo, cada vez más malhumorado, una serie de recibos de tiendas de ropa de segunda mano y subastas de eBay correspondientes a ochenta y tres de los ochenta y siete pares de zapatos que habían encontrado en la casa-barco.
– ¿Puede justificar su cliente la adquisición de los últimos cuatro pares? -preguntó Potting, con la sensación de estar agarrándose a un clavo ardiendo.
– Tengo entendido que los documentos están en su taxi -dijo Ken Acott-. Pero como ninguno de estos, ni de los otros, concuerda con las descripciones de los zapatos de la reciente serie de agresiones, le pediría que soltaran a mi cliente inmediatamente, para evitar que siga sufriendo pérdidas en su negocio.
Potting insistió en proceder con el interrogatorio. Pero Acott obligó a su cliente a que respondiera «Sin comentarios» a todas las preguntas. Tras una hora y media, el policía salió a hablar con Roy. Luego volvió y aceptó la derrota.
– Aceptaré soltarlo con el compromiso de que se presente de nuevo dentro de dos meses, mientras prosigue nuestra investigación -propuso Potting.
– También quiere que le devuelvan sus propiedades -dijo Acott-. ¿Hay algún motivo por el que no deban devolverle los zapatos y los recortes de prensa aprehendidos, su ordenador y su teléfono móvil?
A pesar del berrinche de Kerridge, Potting insistió en quedarse los zapatos y los recortes. El teléfono y el ordenador no suponían un problema, puesto que la Unidad de Delitos Tecnológicos ya había extraído del teléfono todo lo que necesitaba, y había clonado el disco duro del ordenador para seguir con sus comprobaciones.
Acott cedió en lo de los zapatos y los recortes, y veinte minutos más tarde soltaron a Yac. El abogado le llevó a casa en coche, con su ordenador y su teléfono.
Capítulo 80
Había llegado hasta allí muy rápido, pero no había calculado la cantidad de tráfico que habría en el paseo marítimo. ¿Eran imaginaciones suyas? ¿No parecía que había más policía de lo habitual?
Entró en el aparcamiento tras el Grand Hotel poco después de las tres de la tarde, con la esperanza de que no se hubiera ido ya. Con sus nuevos Manolos de satén azul. Pero entonces, aliviado, localizó su Volkswagen Touareg negro.
Estaba en un lugar ideal para sus propósitos. No podía haber escogido una plaza mejor. Qué bien. Era una de las pocas zonas de aquel nivel que quedaba fuera de la vista de las cámaras de circuito cerrado.
Mejor todavía, la plaza de al lado estaba vacía.
Y él tenía las llaves de su coche en el bolsillo: el juego de llaves de reserva que había encontrado justo donde esperaba, en un cajón de la mesita del salón de su casa.
Aparcó la furgoneta marcha atrás, dejando suficiente espacio por detrás para poder abrir las puertas. Entonces, a toda prisa, salió y echó un vistazo, consciente de que no disponía de mucho tiempo. Escrutó el aparcamiento con calma. Estaba desierto.
Dee Burchmore llegaría muy pronto de su almuerzo de gala, pues tenía que volver a casa -donde acogía una reunión de la fundación West Pier Trust a las cuatro-. Luego tenía que volver al centro para asistir al cóctel ofrecido por el alcalde a las siete para recaudar fondos para el programa Crimestoppers en el museo de la Policía. Era una ciudadana modelo, un pilar para montones de causas diferentes por todo Brighton. Y alguien imprescindible para la economía de muchas tiendas de la ciudad.
Y además era tan buena chica…, con ese detalle de colgar todos sus movimientos en Facebook.
Esperaba que no hubiera cambiado de opinión y que llevara aquellos Manolo Blahnik de satén azul con las hebillas de brillantes. Las mujeres tenían la fea costumbre de cambiar de opinión, y aquella era una de las muchas cosas que no le gustaban de ellas. Si llevara otros zapatos, le sentaría muy mal, y tendría que enseñarle a no darle disgustos.
Por supuesto, la castigaría aún más si los llevaba.
Apretó el botón del mando a distancia. Las luces se encendieron y se oyó un clac. La luz del interior se encendió.
Abrió la puerta del conductor y se subió, sintiendo el rico aroma del cuero de la tapicería y el rastro del perfume de ella, Armani Code.
Tras comprobar a través del parabrisas que todo estuviera tranquilo, buscó los botones de las luces interiores hasta que encontró el que evitaba que se encendieran al abrir las puertas, y lo accionó.
Todo listo.
Había mucho en lo que pensar. En particular aquellas cámaras de circuito cerrado por todas partes. No bastaba con poner matrículas falsas a la furgoneta. Había muchos coches de policía circulando por ahí con un equipo de reconocimiento de matrículas a bordo, con el que podían comprobar la numeración en un momento y obtener todos los detalles del vehículo desde la central de tráfico, en Swansea. Si el número de matrícula no coincidía con el vehículo, lo sabrían al instante. Así que le había puesto a la furgoneta unas matrículas que eran una copia de las de otra furgoneta idéntica, una que había visto aparcada en una calle de Shoreham.
Para asegurarse de que la furgoneta de Shoreham no se iba a mover en uno o dos días, por si una misma patrulla localizaba ambas, le había vaciado un par de bolsas de azúcar en el depósito. Le gustaba pensar que lo tenía todo previsto. Era el modo de mantener lejos a la poli: eliminando todo rastro; teniendo siempre una explicación para todo.
Se tumbó en el asiento de atrás y se puso el pasamontañas, ajustándolo hasta tener las ranuras alineadas con los ojos y la boca. Luego se estrujó en el suelo, entre los asientos de delante y de atrás, fuera del alcance de la vista de cualquiera que mirara por la ventanilla, aunque no es que fueran a ver mucho a través de los cristales tintados. Respiró hondo y apretó el botón del mando para cerrar las puertas.
Ya faltaba poco.
Capítulo 81
Dee Burchmore tenía una regla de oro: no beber nunca antes de dar una charla. Pero luego… ¡cómo lo necesitaba! Por mucho que lo hubiera hecho antes, ponerse ante la gente y hablar en público seguía poniéndola nerviosa; y aquel día, por algún motivo -no sabía por qué, quizá porque se trataba de un evento especialmente importante y prestigioso-, había estado más nerviosa de lo habitual al dar su charla a favor del Martlet's Hospice.
Así que después, aunque no veía el momento de llegar a casa y prepararse para recibir a sus invitados a las cuatro, se había quedado charlando con unas amigas. Antes de que se diera cuenta, ya se había bebido tres copas enormes de Sauvignon Blanc. No debía haberlo hecho, ya que apenas había probado un bocado.
Ahora, mientras entraba en el aparcamiento, sentía que le fallaba el equilibrio. Debería dejar el coche, pensó, y tomar un taxi, o ir a pie -no estaba tan lejos-. Pero se había puesto a llover y no quería que se le empaparan sus nuevos Manolos.
Aun así, conducir no era buena idea. Aparte del riesgo, pensaba en la vergüenza que le haría pasar a su marido si la detuvieran. Se acercó a la caja y buscó el resguardo en el bolso. Al sacarlo, se le cayó de entre los dedos.
Soltó una palabrota y se arrodilló, pero le costó bastante agarrarlo.