Выбрать главу

Pero en aquel momento, mientras recorría el camino de vuelta al Saint Patrick's por Western Road, a las seis y media de aquella noche de viernes helada y seca, con la cabeza apretada contra el cuerpo y las manos en los bolsillos de la chaqueta, el sueño quedaba muy lejos.

Paró en un pub, el Norfolk Arms, en Norfolk Square, y se tomó una pinta con un chupito de whisky. Ambos le sentaron bien. Era algo que echaba de menos cuando estaba entre rejas. La libertad para tomarse algo en un pub. Cosas sencillas como aquello. Pidió otra pinta, se la llevó a la calle y se fumó un cigarrillo. Un viejo, que también tenía una pinta en la mano y daba caladas a una pipa, intentó iniciar una conversación, pero Spicer no le hizo caso. Estaba pensando. No podía fiarse únicamente del hotel, tendría que hacer otras cosas. Envalentonado por la bebida, pensó: «¿Por qué no empezar ahora?».

En invierno, entre las cuatro y las cinco de la tarde era una buena hora para entrar a robar en las casas. Estaba oscuro, pero la gente aún estaba en el trabajo. Ahora era un mal momento para las casas. Pero había un sitio que había visto durante su paseo por el barrio de Hove el domingo anterior, mientras buscaba oportunidades. Un lugar que, un viernes por la noche, hacia las seis y media, muy probablemente estuviera vacío. Un lugar que le había llamado la atención.

Un lugar que, estaba seguro, tenía posibilidades.

Se acabó sin prisas la cerveza y el cigarrillo. Tenía mucho tiempo para ir al Saint Patrick's y recoger la bolsa con el equipo de especialista que había ido adquiriendo y haciéndose él mismo a lo largo de los años. Podía hacer ese trabajito y llegar al centro antes del toque de queda. Sí, sin duda.

«Toque de queda…, de quedarte en la calle», pensó, ya algo afectado por la bebida.

El juego de palabras le hizo esbozar una sonrisa socarrona.

– ¿No quieres compartir el chiste? -dijo el viejo de la pipa.

Spicer sacudió la cabeza.

– No, me parece que no -respondió-. Nah.

Capítulo 88

Viernes, 16 de enero de 2010

A las 18.45, Grace, aún en marcha gracias a la adrenalina y la cafeína, estaba sentado en un pequeño despacho al final de la sala de operaciones, en la tercera planta de la comisaría central de Brighton. Situada en John Street, junto a Kemp Town y a apenas doscientos metros de Edward Street -justo en la zona donde Julius Proudfoot predecía que tendría lugar el próximo ataque del Hombre del Zapato-, el enorme edificio de seis plantas se había convertido en un lugar ideal para seguir la operación en curso.

En el corto espacio de tiempo desde la reunión de la mañana y después de presionar un poco al subdirector Rigg, el superintendente había podido reunir un equipo de veinte agentes de paisano, y estaba trabajando activamente para aumentar el número hasta treinta y cinco en las veinticuatro horas siguientes.

Ya tenía un equipo de vigilancia de ocho agentes por las calles, a pie y en vehículos, y otros doce, entre ellos algunos miembros de su propio equipo de investigación, junto con varios agentes de calle, policía especial y agentes de apoyo que había reclutado y que tenía situados en posiciones estratégicas, en diferentes edificios por Edward Street y Eastern Road, y por algunas de las transversales. La mayoría de ellos, como solía ocurrir en las operaciones de vigilancia, estaban en habitaciones de pisos altos de particulares, con el consentimiento de sus propietarios. Una batería de monitores de televisión cubría la mayor parte de la pared que tenía frente a la mesa. Grace podía ver inmediatamente las imágenes de cualquiera de las trescientas cincuenta cámaras situadas por el centro de la ciudad, acercar la imagen, girarlas y hacer barridos. Aquella sala era la que usaba el oficial al cargo, de nivel operativo oro, en acontecimientos públicos de gran importancia, como congresos de partidos políticos o grandes manifestaciones, así como en las operaciones importantes llevadas a cabo en la ciudad, como era el caso en aquel momento.

Su número dos en la operación, de nivel plata, era el superintendente de John Street, que estaba en aquel momento en la sala de operaciones, que se comunicaba por un canal seguro de radio con los dos oficiales de nivel bronce. Uno de ellos, una inspectora que dirigía los equipos de vigilancia del cuerpo desde la sede del D.I.C., estaba de patrulla en un coche camuflado, coordinando el equipo de vigilancia de la calle. El otro, Roy Apps, veterano inspector de John Street, dirigía el equipo estático, que comunicaba por radio cualquier dato de interés potencial procedente de los puntos de observación.

Hasta el momento todo estaba tranquilo. Para alivio de Grace, no llovía: muchos agentes bromeaban con el mal tiempo; lo llamaban «la lluvia del policía». Los niveles de delincuencia siempre descendían cuando llovía fuerte. Daba la impresión de que a los malos les gustaba tan poco mojarse como a los demás. Aunque en el pasado el Hombre del Zapato había mostrado cierta predilección por la llovizna.

La hora punta estaba acabando y Eastern Road se iba quedando más tranquila. Grace repasó todas las pantallas que mostraban imágenes próximas a sus puntos de observación. Se detuvo en una, en la que vio un coche de vigilancia camuflado que frenaba y aparcaba.

Hizo una breve pausa y llamó a Cleo para decirle que era probable que llegara tarde y que no le esperara despierta. Ella le dijo que estaba agotada tras la noche anterior y que se iba a ir a la cama pronto.

– Intentaré no despertarte -dijo él.

– Quiero que me despiertes -respondió ella-. Quiero saber que has llegado bien a casa.

Él le mandó un beso y volvió a su tarea.

De pronto sonó su teléfono interno. Era el oficial de nivel plata.

– Jefe, acabo de recibir una alerta de una patrulla de tráfico: el equipo de detección de matrículas ha reconocido la del taxi conducido por John Kerridge tomando Old Steine desde el paseo marítimo.

Grace tensó todo el cuerpo, sintiendo ese vacío en la boca del estómago tan típico de cuando empezaba la acción.

– Vale, avisa a los bronce.

– Estoy en ello.

Grace conectó la radio para recoger todos los comentarios de los bronce a cualquier miembro del equipo. Llegó justo a tiempo de oír la voz excitada de uno de los agentes de vigilancia entre interferencias:

– ¡Objetivo girando a derecha-derecha, por Edward Street!

Un momento más tarde llegó la respuesta desde un puesto de observación al este de John Street.

– El objetivo pasa, sigue este-este. Un momento: está parando. Recoge a un pasajero varón.

«¡Mierda! -pensó Grace-. ¡El muy cabrón!»

Si Kerridge se paraba a recoger a un pasajero, significaba que no iba de caza. Y sin embargo, le despertó la curiosidad el que se hubiera introducido justamente en la zona en la que sospechaban que se produciría el siguiente ataque.

¿Coincidencia?

No estaba tan seguro. Había algo en ese John Kerridge que le inquietaba. Por sus años de experiencia, delincuentes como el Hombre del Zapato a menudo resultaban ser tíos solitarios con algún tornillo flojo. Kerridge se ajustaba a la descripción. Puede que hubieran tenido que soltarlo por falta de pruebas de momento, pero eso no significaba que no fuera su hombre.

«Si yo fuera al volante de un taxi y necesitara hacer carreras, ¿por qué iba a meterme por Eastern Road, que está casi desierta a esta hora del viernes? ¿Por qué no tomar Saint James's Street, una calle al sur, que siempre está llena de gente? ¿O North Street, o London Road, o Western Road?»