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– Branson -respondió.

– Sí. Esto…, hola, agente Branson.

Frunció el ceño al reconocer aquella voz ronca.

– Es sargento Branson -le corrigió.

– Soy Darren Spicer. Nos vimos en el…

– Ya sé quién eres.

– Mire, tengo…, bueno…, lo que podríamos llamar una situación delicada.

– Qué suerte.

Branson estaba impaciente por deshacerse de él y llamar a Ari. Ella detestaba que le cortara las llamadas al móvil. Además, había encontrado otra carta del abogado de ella esperándole en casa de Roy al volver del trabajo por la noche, o más bien de madrugada, y quería hablar con ella del asunto.

Spicer soltó una risita poco convencida.

– Sí, bueno…, tengo un problema. Necesito hacerle una pregunta.

– Bueno. Pregunta.

– Sí, es que… tengo un problema.

– Eso me lo acabas de decir. ¿Cuál es la pregunta?

– Bueno es que…, si le dijera que yo…, bueno…, que he visto algo, ¿sabe? O que alguien que conozco ha visto algo…, al meterse en un sitio en el que no debería de haber estado… ¿Sí? Si él… le diera una información que para usted es muy necesaria… ¿Le detendría igualmente por haber estado donde no tenía que haber estado?

– ¿Estás intentando decirme que te has metido en algún sitio en el que no debías estar y que has visto algo?

– No es que haya violado la condicional, ni nada de eso. No es eso.

– ¿Quieres ir al grano?

Spicer se calló un momento; luego prosiguió:

– Si le dijera algo que podría ayudarles a coger a ese Hombre del Zapato, ¿eso me daría inmunidad? Quiero decir, ¿no me acusarían?

– Yo no tengo poder para eso. Llamas para pedir la recompensa, ¿no?

Al otro lado de la línea se produjo un silencio repentino.

– ¿Recompensa? -dijo entonces Spicer.

– Eso es lo que he dicho.

– ¿Recompensa por qué?

– La recompensa por cualquier información que conduzca a la detención del hombre que atacó a la señora Dee Burchmore el jueves por la tarde. La ofrece su marido. Cincuenta mil libras.

Otro silencio.

– No lo sabía.

– No lo sabe nadie, nos ha informado esta mañana. Estamos a punto de pasársela a los medios, así que tienes la primicia. ¿Hay algo que quieras contarme?

– No quiero volver a chirona. Quiero mantenerme limpio, ya sabe, empezar de nuevo -dijo Spicer.

– Si tienes una información, podrías llamar a Crimestoppers de forma anónima y dársela a ellos. Ellos nos la pasarán.

– Pero entonces no conseguiría la recompensa, si me mantengo en el anonimato.

– De hecho, creo que sí podrías. Pero eres consciente de que ocultar información es un delito, ¿no?

Al momento detectó en la voz de aquel tipo que el pánico iba en aumento.

– Sí, pero espere un momento… Yo le llamo para ayudar, ¿sabe?

– Muy altruista por tu parte.

– ¿Muy qué?

– Creo que más vale que me digas lo que sabes.

– ¿Qué tal si solo le doy una dirección? ¿Con eso optaría a la recompensa, si encuentran algo allí?

– ¿Por qué no dejas de tocar los cojones y me dices qué es lo que tienes?

Capítulo 92

Sábado, 17 de enero de 2010

Poco después de las dos de la tarde, Grace entró con el coche en la vía de acceso a un gran bloque de apartamentos algo viejo, Mandalay Court, y luego por una rampa lateral, tal como le habían indicado. Tenía curiosidad por ver adonde los llevaba la pista de Spicer.

Al pasar por la parte trasera del edificio, con los limpiaparabrisas en pleno funcionamiento a causa de la llovizna, vio una larga fila de vetustos garajes cerrados que daban la impresión de no haber sido usados desde hacía años. Junto al último vio tres vehículos: el Ford Focus plateado de Glenn Branson, idéntico al que había traído él; la pequeña furgoneta azul que suponía que pertenecería al cerrajero; y la furgoneta blanca de la policía, con dos miembros del Equipo de Apoyo Local, convocados por si había que entrar a la fuerza, provistos de un ariete por si fuera necesario. Aunque por la experiencia que él tenía, no había muchas puertas que pudieran resistirse al siempre sonriente Jack Tunks, encargado del mantenimiento de las cerraduras de la cárcel de Lewes.

Tunks, vestido con su mono azul de trabajo y con una sucia bolsa de herramientas a su lado, en el suelo, ya estaba inspeccionando los candados.

Grace salió del coche con la linterna en la mano y saludó a su colega; luego hizo un gesto con la cabeza señalando el último garaje de la fila.

– ¿Es ese?

– Sí. El número 17. No está muy clara la numeración.

– Branson repasó la orden de registro firmada media hora antes por el juez-. Sí.

– Caray -exclamó Tunks-, ¿qué guardan aquí? ¿Las joyas de la Corona?

– Sí, me parecen muchos candados -dijo Grace.

– Quien haya puesto todo esto no se anda con tonterías. Estoy seguro de que la puerta también está reforzada por detrás.

Grace detectó un tono de respeto en su voz. El reconocimiento de la obra de un profesional por parte de otro.

Mientras Tunks empezaba a trabajar, él se quedó frotándose las manos para combatir el frío.

– ¿Qué sabemos del dueño de este garaje?

– Estoy en ello -respondió Branson-. Tengo a dos agentes preguntando por el bloque, por si alguien conoce al dueño, o al menos a la persona que lo usa. Si no funciona, veremos qué podemos sacar consultando el registro de la propiedad por Internet.

Grace asintió, se secó la nariz con el pañuelo y luego se sorbió, con la esperanza de no estar incubando un resfriado; no quería contagiarle ninguna infección a Cleo durante el embarazo.

– ¿Has comprobado que esta sea la única entrada?

El sargento, que llevaba una larga gabardina color crema con cinturón y trabillas y unos guantes de brillante cuero marrón, hizo un gesto de resignación con la cabeza, agitándola de lado a lado.

– Ya sé que no soy el más espabilado de la clase, colega, pero sí, ya lo he comprobado.

Grace esbozó una sonrisa y se fue hasta el lateral del edificio para comprobarlo él mismo. Era un garaje largo, pero no tenía ventanas ni puerta de atrás. Volvió al lado de Branson.

– Bueno, ¿y qué noticias tenemos de Ari? -preguntó.

– ¿Has visto la película La guerra de los Rose?

Se quedó pensando un momento.

– ¿Michael Douglas?

– Exacto. Y Kathleen Turner y Danny DeVito. Acaban tirándose los platos a la cabeza. Nosotros estamos, más o menos, a ese nivel…, pero peor.

– Ojalá pudiera darte algún consejo, colega.

– Yo sí puedo dártelo -respondió Glenn-. No te molestes en casarte. Busca directamente una mujer que te odie y dale tu casa, tus hijos y la mitad de tu sueldo, y acabarás antes.

El cerrajero anunció que ya había acabado y empujó la puerta unos centímetros hacia el interior y hacia arriba, para demostrar que ya estaba desbloqueada.

– ¿Quiere hacer los honores? -preguntó, y se hizo a un lado, cauteloso, como si pensara que de allí dentro pudiera salir algún monstruo.

Branson respiró hondo y tiró de la puerta hacia arriba. Pesaba mucho más de lo que se había imaginado. Tunks tenía razón; la habían reforzado con una plancha de acero.

La puerta subió siguiendo las guías hasta quedar paralela al techo. Todos miraron al interior.

Estaba vacío.

Entre la sombras pudieron distinguir una mancha oscura irregular hacia el extremo de atrás, aparentemente de aceite de algún vehículo. Roy Grace detectó un leve olor a motor. A la derecha, al fondo del garaje, había una estantería de madera del suelo al techo. Había un viejo neumático desgastado apoyado contra la pared de la izquierda. Un par de llaves inglesas y un viejo martillo de orejas colgaban de unos ganchos en la pared de la izquierda. Pero nada más.